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Nos estamos dejando a nosotros mismos sin comida

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Hace no mucho, pasaron por mi escritorio dos artículos con visiones del futuro tan opuestas que podrían provocar al lector un latigazo cervical. El primero era el libro Abundance (Abundancia). Un libro optimista publicado en 2012 para empresarios, inventores y multimillonarios de Silicon Valley, escrito por el fundador del premio X-Prize, Peter Diamandis, y el periodista científico Steven Kotler. Sus autores sostenían que el crecimiento exponencial de la tecnología resolvería todos los males del mundo y que, "dentro de una generación, la tecnología proveerá aquellos bienes y servicios que antes estaban reservados para unos pocos ricos a todo el que los necesite".

Baños que queman la caca, purificadores de agua del tamaño de un frigorífico, plantas de energía nuclear portátiles, biocombustibles de algas e invernaderos del tamaño de un rascacielos capaces de alimentar a los 800 millones de personas hambrientas en el mundo, son algunos de los artilugios que Diamandis y Kotler afirman que están a la vuelta de la esquina y que en 25 años crearan un mundo tecnológico utópico.

El otro daba más que pensar; era un artículo del periódico londinense Independent titulado La sociedad colapsará antes del 2040 debido a la catastrófica escasez de alimentos, según un estudio. El estudio, basado en un modelo creado en el Instituto Global de Sostenibilidad de la Universidad Anglia Ruskin, predice que si las emisiones globales no disminuyen, las plausibles tendencias climáticas darán lugar a catastróficas pérdidas en las cosechas y a disturbios provocados por la falta de alimentos en todo el mundo. "En este escenario, la sociedad mundial colapsaría, puesto que la producción de alimentos siempre será inferior al consumo", dijo a los reporteros Aled Jones, director del instituto.

El estudio se hace eco de un informe similar del mercado de seguros Lloyds of London, que descubrió que la probabilidad de una crisis alimentaria es "significantemente mayor" que el periodo de retorno de referencia de la industria de seguros, que es de 1.200 años.

La conclusión parece bastante clara. Si los Tom Swift de ahora nos van a salvar el pellejo, más vale que se pongan ya a trabajar.

"La mayor ironía es que la agricultura bombea un tercio de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero"



Este debate no es nuevo. Los utopistas de la época de la Ilustración como el marqués de Condorcet y el anarquista inglés William Godwin, ya en la década de 1790, sostenían que los avances en la razón, ciencia y tecnología crearían una sociedad humana armoniosa. Los campos producirían un aumento de la abundancia, los deseos carnales serían sustituidos por ejercicios mentales y los seres humanos viviríamos cada vez más, hasta que alcanzáramos la inmortalidad divina. (La hija de Godwin, Mary Shelley, expresó una opinión más oscura de la tecnología cuando escribió Frankenstein, en 1818).

Pero un pastor educado en Cambridge y amante de la estadística detuvo a los soñadores. El reverendo Robert Malthus (1798) argumentaba que la población no regulada aumenta en una proporción geométrica, mientras que la producción agrícola aumenta en una proporción aritmética. "Un ligero conocimiento de las cifras mostrará la inmensidad de la primera en comparación con la segunda... La desigualdad natural entre ambas crea una gran dificultad que, a mi parecer, es insalvable en el camino hacia la perfección de la sociedad. No veo manera de que el hombre pueda escapar del peso de esta ley que impregna toda naturaleza viva. Ninguna igualdad ficticia o regulación agraria llevada al extremo podría eliminar la presión que ejerce esta ley, ni siquiera durante un sólo siglo".

Y, sin embargo, escapamos. Nos escapamos una y otra vez, aunque no sin enormes sufrimientos (la hambruna mató a a unas cien millones de personas en el siglo XIX) e impactos medioambientales que alteran el mundo, incluyendo aquel que el biólogo de Harvard E.O. Wilson llama "el sexto gran espasmo" de las especies en extinción de la historia del planeta. Primero lo hicimos gracias a la revolución agrícola británica de mediados del siglo XIX, que se extendió gradualmente por todo el mundo, y luego gracias a la revolución industrial, que absorbió todos aquellos trabajadores agrícolas desplazados y los puso a trabajar en fábricas.

El gran químico británico sir William Crookes despertó al fantasma de la hambruna de nuevo a principios del siglo XX, advirtiendo que, sin una nueva fuente de fertilizantes nitrogenados, el mundo se quedaría sin trigo en 30 años. Trece años más tarde, los científicos alemanes Fritz Haber y Carl Bosch comercializaron un método para extraer cantidades ilimitadas de nitrógeno del aire, dando lugar a excedentes de cereales, así como a las primeras armas químicas. Los científicos y economistas volvieron a advertir del peligro alrededor de 1970, cuando el exponencial crecimiento de la población, resultante de las vacunas, la mejora del saneamiento y la caída de las tasas de mortalidad, dejó a una cuarta parte del mundo hambrienta.

Sus preocupaciones fueron eliminadas cinco años después gracias a la gran variedad de trigo y arroz desarrolladas por Norman Borlaug en México y el Instituto Internacional de Investigación del Arroz en Filipinas (aunque Borlaug había estado trabajando en ellas durante los 20 años anteriores). El aumento de comida disponible y la reducción de la pobreza fueron tan drásticos que esta época fue apodada "la revolución verde". Borlaug recibió el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos y es el único científico agrícola en ganar este premio. Sin embargo, los monocultivos que dependían de químicos que él ayudo a crear dejaban una estela de destrucción ecológica y contaminación química a su paso.

"Para alimentar a los 9.600 millones de personas que se espera que vivan en la Tierra en 2050, los expertos predicen que necesitaremos aumentar el suministro de alimentos de un 70 a un 110%"



En la actualidad, organismos respetados como Lloyds, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y el Banco Mundial, entre muchos otros, están advirtiendo de nuevo sobre el futuro de la seguridad alimentaria, y esta vez la enorme brecha entre el suministro y la demanda de los granos de los alimentos básicos, que producen la mayor parte de las calorías mundiales, es incluso más grande.

El espectacular aumento del rendimiento de las cosechas de la revolución verde ha hecho rebosar las grandes cestas de grano del mundo, mientras que el crecimiento de la población, el aumento de los ingresos (que lleva a un mayor consumo de carne y de productos lácteos, multiplicadores del consumo de grano) y biocombustibles hechos a partir de alimentos, están creando una demanda todavía mayor. Para poder alimentar a las 9.600 millones de personas que se espera que vivan en la Tierra para el año 2050, los expertos predicen que necesitaremos aumentar el suministro de alimentos de un 70 a un 110%; o, como dijo la ganadora del Premio Mundial de Alimentación Gebisa Ejeta en 2010, "vamos a tener que aprender a producir tanta comida durante las cuatro próximas décadas como la que hemos producido desde el principio de la civilización".

Eso parece, por sí sólo, una tarea imposible. Pero en nuestro camino hay obstáculos adicionales. Los requisitos fundamentales para el cultivo de granos alimenticios apenas han cambiado en los últimos 10.000 años: un suelo adecuado, una cantidad suficiente de agua dulce y un clima que los cultivos de alimentos puedan soportar. Los dos primeros son recursos finitos que ya dan muestras de sus límites naturales, ya que pavimentamos buenas tierras de cultivos y drenamos constantemente nuestros acuíferos.

Según algunas estimaciones, la cantidad de tierra arable perdida en detrimento del desarrollo y la degradación asciende a 30 millones de hectáreas cada año, aproximadamente el tamaño de Filipinas, mientras que el Banco Mundial estima que del 15 al 35 % de las extracciones de agua mundiales son insostenibles. Sin embargo, se prevé que la demanda de agua aumente un 55% a mediados de siglo, cuando casi la mitad del mundo vivirá en regiones con escasez de agua.

Un clima benigno también parece una cosa del pasado. La ola de calor que invadió Europa en 2003 mató a más de 70.000 personas y destruyó de un 20 a un 36% de las cosechas de grano y de frutas. Rusia, uno de los mayores exportadores de trigo, perdió un tercio de su cosecha en 2010, que fue el verano más caluroso desde 1500. Las sequías consecutivas que Estados Unidos sufrió durante 2012 y 2013 fueron las peores desde la década de 1950, afectando a más de la mitad de la tierra de cultivo del país y causando pérdidas de más de 30.000 millones de dólares.

Y esta es la parte más aterradora. Una amplia revisión de los estudios sobre el clima, realizada por la Royal Society de Inglaterra, llegó a la conclusión de que un aumento de cuatro grados en la media de la temperatura superficial global podría hacer que la mitad de las actuales tierras de cultivo del mundo fueran menos adecuadas o no aptas para la agricultura a finales del siglo, cuando la población probablemente alcance los 11.000 millones. Nuestras emisiones actuales van camino de aumentar para entonces las temperaturas de 3.6º a 5.3º. La mayor ironía es que la agricultura, tal y como la practicamos en la actualidad, es uno de los mayores infractores, bombeando un tercio de las emisiones de gas invernadero del mundo. Literalmente, nos estamos dejando sin comida a nosotros mismos.

"Los obstáculos son, y han sido desde la época de Malthus, políticos, culturales y económicos"



En realidad, ya tenemos soluciones testadas para aliviar la inminente crisis alimentaria, algunas de las cuales se encuentran en Abundance. Los obstáculos son, y han sido desde la época de Malthus, políticos, culturales y económicos. La gigantesca brecha entre los países desarrollados y los países en desarrollo (así como los antiguos Estados soviéticos) se podría estrechar con nuestro actual suministro de fertilizantes y semillas, si no fuera por la oposición política, la descontrolada corrupción y el coste de la construcción de carreteras e infraestructuras. Podríamos expandir por todo el mundo la acuicultura, la forma más eficaz de producir proteína animal, si los residentes costeros lo permitieran. Esto nos permitiría ilegalizar el uso de biocombustibles fabricados a partir de alimentos, liberando millones de hectáreas de tierra cultivable.

Los nuevos y baratos sistemas de riego por goteo, así como los sistemas agronómicos como el sistema de intensificación del cultivo del arroz (SRI), pueden ahorrar la mitad del agua que se pierde en el riego tradicional. Quizá, lo que es más importante, podríamos ayudar a reducir el futuro crecimiento de la población y la demanda de alimentos educando a las chicas de los países en desarrollo y haciendo que los servicios de planificación familiar y los anticonceptivos sean gratuitos y estén disponibles para todas ellas. Simplemente dando a las mujeres africanas el mismo acceso a la tierra, a la tecnología y al capital que a los hombres, aumentaría la producción de África en un 30%, según USAID. Y, por supuesto, todos podríamos comer mucha menos carne, especialmente de vacuno, que emite metano y tiene un alto contenido de agua y cereales.

Sin embargo, todas estas soluciones palidecen frente un mundo que es 4º más cálido.

En Abundance, Diamandis y Kotler afirman que, en lugar de aprender a compartir un pastel cada vez con menos recursos mundiales, simplemente tenemos que hacer más pasteles. Sinceramente espero que la historia vuelva a darles la razón. Pero hasta que esos maravillosos artilugios que ellos promocionan empiecen a hacer mella en los alimentos de todo el mundo, en el agua y la seguridad energética, parece prudente que nosotros, y por extensión nuestros líderes políticos, nos pongamos a dieta, una masiva dieta de carbono.

Este artículo fue publicado originalmente en The World Post y ha sido traducido del inglés por María Ulzurrun.

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