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Las mismas aguas

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Las mismas aguas refrescan las piernas de quien ha tenido un duro año en la oficina y abrasan el cuello de una mujer que vive el Mediterráneo como una pesadilla temporal que le podría traer una vida mejor. El mismo mar al que unos se escapan para pensar cómo aguantar a un jefe que es envidioso y mediocre; el mismo al que muchos miran desde el sur buscando un horizonte de luz. Un idéntico paisaje ilumina la paleta del pintor y arruina con la muerte el intento de un joven soñador que se conformaría con abrazar a sus padres al otro lado del Mediterráneo. Ojala todos tuviéramos un familiar o un amigo en la otra orilla. Ojalá nuestros líderes hubieran llegado a Europa en una de esas barcas.

En Europa hubo un tiempo en que justificábamos nuestra irrelevancia en la política mundial (o en el mejor de los casos nuestra negativa a compartir las cargas de ser una gran potencia, como mandar soldados fuera) debatiendo sobre nuestra forma de superioridad moral y la mejor manera de bautizarla. ¿Somos una potencia civil? ¿Acaso una potencia moral? ¿Un poder normativo? ¿Un espacio postmoderno sin conflictos? Hay literatura académica al respecto suficiente para llenar las estanterías de la biblioteca de Alejandría.

Siempre hemos sacado pecho por ser la región del mundo donde más se respetan los derechos humanos y donde más peso tiene - ¡hasta en nuestra política exterior! - el respeto a las leyes. El derecho manda en casa y también en lo que hacemos fuera. Un lujo. Pero la dura realidad es que aquí estamos pasando el verano, tratando de espantar, expulsar o sencillamente ignorar a quienes se juegan la vida para poder vivirla con dignidad. ¿Es que acaso hay algo que achacarle al perseguido, humillado, hambriento... que lucha brazada a brazada - si es necesario - contra los infortunios de su destino? ¿Es que no haríamos nosotros lo mismo si nos hubiera tocado nacer al otro lado?

Me sumo a las palabras que hace unas semanas pronunció - presumiblemente de forma iracunda - el primer ministro italiano, Matteo Renzi: "si esta es vuestra idea de Europa, quedáosla. O hay solidaridad o no me hagáis perder más el tiempo". Renzi se dirigía en estos términos a los líderes europeos que ponían trabas al plan de la Comisión Europea de establecer cuotas de refugiados entre los países europeos.

No importa que se trate de prestar dinero a griegos en apuros o salvar vidas que huyen de una existencia miserable, el líder europeo de hoy manosea la idea de Europa - la de la apertura de miras, la ilustración, el trazo fino que hizo posible la paz en el territorio más violento del mundo - en favor de un populismo miserable. Se escuda en los votos que necesita para seguir en el sillón de mando tras su elección y toma el camino más fácil. A contracorriente viviría peor, aunque más dignamente.

Basta con ver la forma en que Francia y Reino Unido están abordando la crisis migratoria en Calais, donde unos 5.000 inmigrantes se atrincheran con la esperanza puesta de cruzar inadvertidos el Canal de la Mancha. Mientras Marine Le Pen pide más mano dura al gobierno de Hollande, el premier británico David Cameron ha tenido el burdo desparpajo de calificar a los inmigrantes de Calais como "plaga de gente". Cameron ha anunciado también nuevas medidas para castigar con penas de cárcel a quienes alquilen una vivienda a un inmigrante sin permiso de residencia. Nada nuevo hay en este primer ministro que sigue teniendo en su gabinete a Theresa May, figura destacada en el Partido Conservador británico, que dijo hace meses no ser partidaria de las misiones de rescate de inmigrantes en el Mediterráneo ya que salvar sus vidas produce un efecto llamada. Las cifras de Calais son ridículas al lado de los 120.000 inmigrantes que han llegado a las costas griegas este año o los 90.000 que lo han hecho a Italia.

Son las mismas aguas y es demasiado cruel la forma en la que el mar nos separa a quienes tenemos todo y no tienen casi nada. Esto es lo que debieron pensar unos millonarios norteamericanos que hace dos años se enfrentaron con el drama de los ahogados y rescatados cuando participaban en un crucero de lujo cerca de Lampedusa. La experiencia le cambió la vida al matrimonio Catrambone, como cuenta un esperanzador reportaje de El Mundo. Compraron un barco por cinco millones de euros, fundaron una ONG y se dedican desde entonces en cuerpo y alma a salvar vidas en el Mediterráneo. Lo único más que les podríamos pedir a estos amigos de Norteamérica es que invitaran en sus misiones a varios líderes de este lado del Mediterráneo.

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