Iberoamérica afronta en 2014 una agenda política intensa: siete convocatorias presidenciales a las urnas en Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Panamá y Uruguay, a las que cabe sumar las últimas de 2013 de Chile y Honduras. La estabilidad del euro ligada también al crecimiento sostenido en el continente, motiva una atención redoblada ante estas citas electorales. Es verdad que en algunos casos -aunque por fortuna cada vez menos- sus sistemas no están respaldados por un soporte institucional robusto y las tentaciones populistas persisten, pero lo cierto es que actualmente la región vive una edad de oro democrática como antes nunca había conocido.
Ahora bien, dejando de lado la siempre latente amenaza de involución, para los europeos uno de los grandes intereses que suscita el devenir político de Iberoamérica radica en el proceso de construcción bienestarista en el que están inmersos sus países, aun en diversos grados de desarrollo. Ciertamente, colean problemas de violencia e inseguridad, así como de brecha de rentas, por no abundar en las citadas inclinaciones populistas. No obstante, el ascenso de amplios sectores de la población a la clase media parece una realidad asentada, lo que constituye la mayor garantía para el mantenimiento de las democracias. En este estado de cosas, mientras que en Europa nos estamos preguntando qué hacer para racionalizar nuestros añejos y, en gran medida, hipertrofiados Estados del bienestar, en Iberoamérica asistimos a un fenómeno similar, pero inverso: qué hacer para afianzarlos, en un momento en que sus sociedades se impacientan por palpar unos resultados (de ahí las revueltas en Brasil) que la emergencia de su economía permite extender o consolidar y de ahí que la primera política social sea la generación de riqueza.
En Europa, el Estado del bienestar -pese a que muchos lo consideren un logro esencial de la izquierda- fue en realidad resultado de un pacto suscrito entre democristianos y socialdemócratas después de la II Guerra Mundial, que pudo articularse en la favorable coyuntura económica de los llamados treinta años dorados. Los procesos de reformulación que viene experimentando desde los años ochenta han tenido que ver tanto con los ciclos financieros, como con factores políticos y con la apertura global de los mercados tras 1989. Pero también con lo que el economista y miembro de la escuela de la Elección racional, James Buchanan, denominó "fallos del Estado". Esto es, con aquellas ineficiencias que genera el intervencionismo estatal al procurar corregir los fallos del mercado que se producen cuando éste, por ejemplo, carece de recursos para luchar contra los monopolios. De hecho, han sido los fallos del Estado -que derivan en problemas de solapamientos, excesos, falta de incentivos e inequidad distributiva- los que se han vuelto a manifestar en toda su crudeza con la crisis, sobre todo en aquellos países que no habían procedido a una adaptación inteligente de sus sistemas.
En Iberoamérica, a la hora de poner en pie sus modelos de bienestar, parten con la ventaja de conocer los errores en los que ha caído Europa para poder sortearlos de antemano. Por su pujanza y frescura, se encuentran en disposición de plantear un debate honrado sobre los límites de la acción estatal, que desemboque en propuestas sostenibles, equilibradas y, precisamente, racionales referidas a la sanidad, la educación o las infraestructuras. Es decir: encaminadas a no prometer más de lo que las arcas públicas pueden soportar y a no asfixiar a los ciudadanos con presiones fiscales excesivas. Por descontado, el requisito previo radica en que sus instituciones funcionen limpia y correctamente, puesto que sin un sistema tributario fiable y eficaz es imposible desarrollar medida alguna. Con todo, también conviene que en Iberoamérica se fijen en lo que sí salió bien en Europa y apliquen en consecuencia políticas universalistas, frente al modelo segmentado -a lo Robin Hood, como lo ha llamado el profesor Víctor Lapuente-, que se basa en el burdo esquematismo de quitar a los ricos para dar a los pobres.
Las recetas del futuro solo tendrán éxito, allí y aquí, si cuentan con la participación de todos los sectores de la sociedad en un objetivo común de construcción solidaria. Tal es la vía para actualizar el pacto que a mediados del siglo XX alcanzamos los europeos, cuando conformamos un verdadero sistema de capitalismo de rostro humano. Quizá ahora sea desde Iberoamérica -en el que el éxito de casos como Perú siguen esa misma senda- de donde proceda el perfil de un nuevo y competitivo Estado de bienestar 2.0. En el voto ciudadano y la lucidez de sus gobernantes está la respuesta.
Ahora bien, dejando de lado la siempre latente amenaza de involución, para los europeos uno de los grandes intereses que suscita el devenir político de Iberoamérica radica en el proceso de construcción bienestarista en el que están inmersos sus países, aun en diversos grados de desarrollo. Ciertamente, colean problemas de violencia e inseguridad, así como de brecha de rentas, por no abundar en las citadas inclinaciones populistas. No obstante, el ascenso de amplios sectores de la población a la clase media parece una realidad asentada, lo que constituye la mayor garantía para el mantenimiento de las democracias. En este estado de cosas, mientras que en Europa nos estamos preguntando qué hacer para racionalizar nuestros añejos y, en gran medida, hipertrofiados Estados del bienestar, en Iberoamérica asistimos a un fenómeno similar, pero inverso: qué hacer para afianzarlos, en un momento en que sus sociedades se impacientan por palpar unos resultados (de ahí las revueltas en Brasil) que la emergencia de su economía permite extender o consolidar y de ahí que la primera política social sea la generación de riqueza.
En Europa, el Estado del bienestar -pese a que muchos lo consideren un logro esencial de la izquierda- fue en realidad resultado de un pacto suscrito entre democristianos y socialdemócratas después de la II Guerra Mundial, que pudo articularse en la favorable coyuntura económica de los llamados treinta años dorados. Los procesos de reformulación que viene experimentando desde los años ochenta han tenido que ver tanto con los ciclos financieros, como con factores políticos y con la apertura global de los mercados tras 1989. Pero también con lo que el economista y miembro de la escuela de la Elección racional, James Buchanan, denominó "fallos del Estado". Esto es, con aquellas ineficiencias que genera el intervencionismo estatal al procurar corregir los fallos del mercado que se producen cuando éste, por ejemplo, carece de recursos para luchar contra los monopolios. De hecho, han sido los fallos del Estado -que derivan en problemas de solapamientos, excesos, falta de incentivos e inequidad distributiva- los que se han vuelto a manifestar en toda su crudeza con la crisis, sobre todo en aquellos países que no habían procedido a una adaptación inteligente de sus sistemas.
En Iberoamérica, a la hora de poner en pie sus modelos de bienestar, parten con la ventaja de conocer los errores en los que ha caído Europa para poder sortearlos de antemano. Por su pujanza y frescura, se encuentran en disposición de plantear un debate honrado sobre los límites de la acción estatal, que desemboque en propuestas sostenibles, equilibradas y, precisamente, racionales referidas a la sanidad, la educación o las infraestructuras. Es decir: encaminadas a no prometer más de lo que las arcas públicas pueden soportar y a no asfixiar a los ciudadanos con presiones fiscales excesivas. Por descontado, el requisito previo radica en que sus instituciones funcionen limpia y correctamente, puesto que sin un sistema tributario fiable y eficaz es imposible desarrollar medida alguna. Con todo, también conviene que en Iberoamérica se fijen en lo que sí salió bien en Europa y apliquen en consecuencia políticas universalistas, frente al modelo segmentado -a lo Robin Hood, como lo ha llamado el profesor Víctor Lapuente-, que se basa en el burdo esquematismo de quitar a los ricos para dar a los pobres.
Las recetas del futuro solo tendrán éxito, allí y aquí, si cuentan con la participación de todos los sectores de la sociedad en un objetivo común de construcción solidaria. Tal es la vía para actualizar el pacto que a mediados del siglo XX alcanzamos los europeos, cuando conformamos un verdadero sistema de capitalismo de rostro humano. Quizá ahora sea desde Iberoamérica -en el que el éxito de casos como Perú siguen esa misma senda- de donde proceda el perfil de un nuevo y competitivo Estado de bienestar 2.0. En el voto ciudadano y la lucidez de sus gobernantes está la respuesta.