El paso de los días ha demostrado que no es fácil lidiar con Nicolás Maduro. El presidente bolivariano no ceja en su empeño de asimilarse más y más a ese inquilino incómodo que no halla cómo fastidiar a su vecino y contra el cual no hay autoridad, conversación ni razón que valga para hacerlo entrar en razón.
Con no pocas fallas, la Cancillería colombiana ha cumplido un papel relativamente decoroso, cuyos frutos serían más visibles si estuviéramos tratando con un mandatario normal, en una situación regular. Pero este no es el caso: Nicolás Maduro es un hombre básico, rudimentario, sin educación ni modales, que luego de caer como paracaidista en el Palacio de Miraflores no tiene conciencia del papel que debe desempeñar como líder de una nación sumida en la miseria y la incertidumbre. Y así son sus subalternos.
En contraste, el presidente de Colombia --con todos sus atinos y desaciertos, con sus movidas tardías y sus incomprensibles silencios-- es un señor que se preparó toda la vida para gobernar y que valora la diplomacia como único lenguaje válido entre dos países que, como tanto se ha repetido, están condenados a entenderse.
El problema es que el aparato diplomático de Santos ha sido superado con creces por el aparato propagandístico de Maduro, tal y como se vio en la votación de la OEA, en la cual Colombia perdió por un voto la posibilidad de convocar a todos los cancilleres del continente a discutir el lío fronterizo con Venezuela. El respaldo obtenido de países tan importantes como Canadá, Estados Unidos, México o Chile, entre otros, desmiente a aquellos que aducen que Colombia se ha quedado aislada en el plano internacional. Sin embargo, queda claro que --con excepción de Perú-- no podemos esperar solidaridad de nuestros vecinos, empezando por Ecuador, país con el cual se supone que ya habíamos limado asperezas y que votó en contra nuestra.
Sin duda la Cancillería y nuestro embajador ante la OEA pecaron por ingenuos al llegar a la discusión con los dieciocho escasos votos que se requerían para aprobar la solicitud, pues, tras la voltereta de Panamá, quedamos en manos de Unasur, escenario manejado con un meñique por Maduro, con el beneplácito del secretario general, el expresidente Ernesto Samper.
Como era lógico, después del tramacazo en Washington los papeles se invirtieron y el Gobierno de Venezuela, que siempre ha visto con desdén a la OEA, salió a cobrar su triunfo y a ponderar el resultado de la votación, mientras que los representantes de Colombia --país que siempre ha sido respetuoso de la institucionalidad-- optaron por poner en tela de juicio el papel de la entidad. En este punto la administración Santos debería aceptar que el problema no es la OEA, pues así ha funcionado siempre, sino la poca efectividad de nuestro discurso, que no bastó para convencer a los países miembros de la gravedad del drama humanitario desencadenado por Maduro.
Sin digerir el sabor de la derrota, María Ángela Holguín dijo que la que perdió fue la OEA, por no adelantar el debate; mientras que otros consideran que el revés fue para el gobierno. Se equivocan todos: el gran derrotado no está en Washington ni en Bogotá, sino en esa frontera convertida en caldera por un mandatario inepto y camorrero que, con un discurso atrabiliario, lleno de verdades a medias, expresiones de mal gusto y frases altisonantes dista mucho del presidente que necesita un país para salir de la profunda crisis a la cual él mismo lo ha empujado.
Mientras atiende la emergencia humanitaria y social en la frontera, a Santos no le queda más remedio que insistir en el diálogo y hacer acopio de paciencia, pues no debe ser fácil entenderse con un presidente que se la pasa hablando con pajaritos.
Con no pocas fallas, la Cancillería colombiana ha cumplido un papel relativamente decoroso, cuyos frutos serían más visibles si estuviéramos tratando con un mandatario normal, en una situación regular. Pero este no es el caso: Nicolás Maduro es un hombre básico, rudimentario, sin educación ni modales, que luego de caer como paracaidista en el Palacio de Miraflores no tiene conciencia del papel que debe desempeñar como líder de una nación sumida en la miseria y la incertidumbre. Y así son sus subalternos.
En contraste, el presidente de Colombia --con todos sus atinos y desaciertos, con sus movidas tardías y sus incomprensibles silencios-- es un señor que se preparó toda la vida para gobernar y que valora la diplomacia como único lenguaje válido entre dos países que, como tanto se ha repetido, están condenados a entenderse.
El problema es que el aparato diplomático de Santos ha sido superado con creces por el aparato propagandístico de Maduro, tal y como se vio en la votación de la OEA, en la cual Colombia perdió por un voto la posibilidad de convocar a todos los cancilleres del continente a discutir el lío fronterizo con Venezuela. El respaldo obtenido de países tan importantes como Canadá, Estados Unidos, México o Chile, entre otros, desmiente a aquellos que aducen que Colombia se ha quedado aislada en el plano internacional. Sin embargo, queda claro que --con excepción de Perú-- no podemos esperar solidaridad de nuestros vecinos, empezando por Ecuador, país con el cual se supone que ya habíamos limado asperezas y que votó en contra nuestra.
Mientras atiende la emergencia humanitaria y social en la frontera, a Santos no le queda más remedio que insistir en el diálogo y hacer acopio de paciencia.
Sin duda la Cancillería y nuestro embajador ante la OEA pecaron por ingenuos al llegar a la discusión con los dieciocho escasos votos que se requerían para aprobar la solicitud, pues, tras la voltereta de Panamá, quedamos en manos de Unasur, escenario manejado con un meñique por Maduro, con el beneplácito del secretario general, el expresidente Ernesto Samper.
Como era lógico, después del tramacazo en Washington los papeles se invirtieron y el Gobierno de Venezuela, que siempre ha visto con desdén a la OEA, salió a cobrar su triunfo y a ponderar el resultado de la votación, mientras que los representantes de Colombia --país que siempre ha sido respetuoso de la institucionalidad-- optaron por poner en tela de juicio el papel de la entidad. En este punto la administración Santos debería aceptar que el problema no es la OEA, pues así ha funcionado siempre, sino la poca efectividad de nuestro discurso, que no bastó para convencer a los países miembros de la gravedad del drama humanitario desencadenado por Maduro.
Sin digerir el sabor de la derrota, María Ángela Holguín dijo que la que perdió fue la OEA, por no adelantar el debate; mientras que otros consideran que el revés fue para el gobierno. Se equivocan todos: el gran derrotado no está en Washington ni en Bogotá, sino en esa frontera convertida en caldera por un mandatario inepto y camorrero que, con un discurso atrabiliario, lleno de verdades a medias, expresiones de mal gusto y frases altisonantes dista mucho del presidente que necesita un país para salir de la profunda crisis a la cual él mismo lo ha empujado.
Mientras atiende la emergencia humanitaria y social en la frontera, a Santos no le queda más remedio que insistir en el diálogo y hacer acopio de paciencia, pues no debe ser fácil entenderse con un presidente que se la pasa hablando con pajaritos.
Este artículo fue publicado originalmente en El Tiempo.