En una era tan cambiante, uno de los pocos consuelos que les quedan a aquellos que experimentan el paso del tiempo como pérdida es echar un vistazo a la universidad española. No conozco mejor paliativo para combatir la melancolía por hacernos mayores.
Por circunstancias que no vienen al caso, hace poco estuve consultando la configuración de los numerosos departamentos de la facultad en la que obtuve la licenciatura hace ya 20 años.
Me llamaron la atención dos cosas.
La primera fue que los nombres de los profesores no habían cambiado tanto como uno pensaría tras un lapso tan largo de tiempo. A decir verdad, ya había tenido un anticipo de que el tiempo se había detenido la última vez que me tomé un café en el bar de la facultad. Uno reconocía sin dificultad, a pesar de las dos décadas transcurridas, las caras de los camareros que casi en su totalidad habían sido capaces de mantener sus puestos de trabajo realizando las mismas labores.
En lo que se refiere al profesorado pasaba lo mismo. Es verdad que había ausencias, muchas de las cuáles se debían a que algunos de ellos se han jubilado y otras, desafortunadamente, debidas a su fallecimiento, pero en un alto porcentaje eran los mismos apellidos que dos décadas antes. Las novedades en bastantes casos consistían en encontrar nombres de compañeros que desde que se graduaron han permanecido más o menos a la teta de tal o cual departamento y han logrado finalmente el sueño de ser profesores titulares, doctores contratados o cualquiera de las innumerables categorías laborales inventadas por el Ministerio para dificultar la consecución de un salario decente.
La segunda fue que hasta un 95 por ciento los nombres y apellidos de profesores que figuraban son de origen español con todas sus variants regionales. Se que no es muy popular lo que voy a decir, pero no es de recibo que no haya apenas profesores extranjeros en la universidad española. Que todos se apelliden García, Fernández, Arroyo o Blanco. Es algo de lo que pocas veces se habla porque no resulta popular en un ambiente tan proteccionista y en el que los criterios para optar a plazas siempre favorecen a aquellos que residen físicamente en el territorio nacional y que previamente han impartido clase en facultades españolas. Por mucho estudiante europeo que venga a través de las becas Erasmus, la universidad española es de un provincianismo atroz y no es de recibo que apenas se contrate gente de fuera, que conoce sistemas educativos distintos y se ha curtido en algunos casos gestionando y resolviendo problemas que aquí tenemos ahora. La universidad estadounidense vuelve a ser el modelo a seguir al respecto. Basta con recorrer cualquier departamento de cualquier universidad para darse cuenta de que eso es un hervidero de nacionalidades.
He pensado que es prototípica de la experiencia contraria la historia de Sayta Nadella, el nuevo CEO de Microsoft. Realiza su licenciatura en la India, su país natal, y se marcha a Estados Unidos a realizar un master en computación y más tarde un MBA. Se queda a trabajar en el país de acogida y acaba como consejero delegado de la empresa más importante del mundo. Evidentemente, no todos los chinos, indios, africanos y europeos que realizan estudios de posgrado en Estados Unidos consiguen lo que Nadella ha logrado, pero no son excepciones los muchos que montan empresas o ponen en marcha proyectos empresariales ambiciosos.
España no es ni nunca será, para bien y para mal, Estados Unidos, pero no estaría mal plantearse que si aquí faltan emprendedores igual deberíamos pensar en cómo importarlos. Y uno de los caminos para ello pasa por replantearse una universidad más abierta con procesos de contratación más modernos.
A pesar de lo que nos creemos, para muchos buenos profesores que hay por el mundo España podría resultar un país atractivo en el que enseñar y trabajar.
Por circunstancias que no vienen al caso, hace poco estuve consultando la configuración de los numerosos departamentos de la facultad en la que obtuve la licenciatura hace ya 20 años.
Me llamaron la atención dos cosas.
La primera fue que los nombres de los profesores no habían cambiado tanto como uno pensaría tras un lapso tan largo de tiempo. A decir verdad, ya había tenido un anticipo de que el tiempo se había detenido la última vez que me tomé un café en el bar de la facultad. Uno reconocía sin dificultad, a pesar de las dos décadas transcurridas, las caras de los camareros que casi en su totalidad habían sido capaces de mantener sus puestos de trabajo realizando las mismas labores.
En lo que se refiere al profesorado pasaba lo mismo. Es verdad que había ausencias, muchas de las cuáles se debían a que algunos de ellos se han jubilado y otras, desafortunadamente, debidas a su fallecimiento, pero en un alto porcentaje eran los mismos apellidos que dos décadas antes. Las novedades en bastantes casos consistían en encontrar nombres de compañeros que desde que se graduaron han permanecido más o menos a la teta de tal o cual departamento y han logrado finalmente el sueño de ser profesores titulares, doctores contratados o cualquiera de las innumerables categorías laborales inventadas por el Ministerio para dificultar la consecución de un salario decente.
La segunda fue que hasta un 95 por ciento los nombres y apellidos de profesores que figuraban son de origen español con todas sus variants regionales. Se que no es muy popular lo que voy a decir, pero no es de recibo que no haya apenas profesores extranjeros en la universidad española. Que todos se apelliden García, Fernández, Arroyo o Blanco. Es algo de lo que pocas veces se habla porque no resulta popular en un ambiente tan proteccionista y en el que los criterios para optar a plazas siempre favorecen a aquellos que residen físicamente en el territorio nacional y que previamente han impartido clase en facultades españolas. Por mucho estudiante europeo que venga a través de las becas Erasmus, la universidad española es de un provincianismo atroz y no es de recibo que apenas se contrate gente de fuera, que conoce sistemas educativos distintos y se ha curtido en algunos casos gestionando y resolviendo problemas que aquí tenemos ahora. La universidad estadounidense vuelve a ser el modelo a seguir al respecto. Basta con recorrer cualquier departamento de cualquier universidad para darse cuenta de que eso es un hervidero de nacionalidades.
He pensado que es prototípica de la experiencia contraria la historia de Sayta Nadella, el nuevo CEO de Microsoft. Realiza su licenciatura en la India, su país natal, y se marcha a Estados Unidos a realizar un master en computación y más tarde un MBA. Se queda a trabajar en el país de acogida y acaba como consejero delegado de la empresa más importante del mundo. Evidentemente, no todos los chinos, indios, africanos y europeos que realizan estudios de posgrado en Estados Unidos consiguen lo que Nadella ha logrado, pero no son excepciones los muchos que montan empresas o ponen en marcha proyectos empresariales ambiciosos.
España no es ni nunca será, para bien y para mal, Estados Unidos, pero no estaría mal plantearse que si aquí faltan emprendedores igual deberíamos pensar en cómo importarlos. Y uno de los caminos para ello pasa por replantearse una universidad más abierta con procesos de contratación más modernos.
A pesar de lo que nos creemos, para muchos buenos profesores que hay por el mundo España podría resultar un país atractivo en el que enseñar y trabajar.