No se puede saber antes de querer saber. Es un imposible lógico.
Pero insistimos.
No se puede tener conocimientos sin la capacidad de darles sentido. Sentido intelectual como conjunto articulado de conocimientos y sentido vital para el que los adquiere.
En la escuela -si al caso-, le damos motivos a los alumnos para aprender, pero casi nunca sentido para hacerlo. Y no es lo mismo. Los motivos son superficiales, cortos, reactivos y, en general, efímeros (aprobar un examen; satisfacer a papá; escalar en la escuela; satisfacer al profesor de turno; acceder al cuadro de honor; evitar el escarnio...). Son tácticos; de corto plazo; oportunos. Pero el sentido no aparece. La escuela no construye causas hondas, de buen calado, perennes, constitutivas, que la justifiquen. Las trivializa, volviéndolas apenas motivos para hacer las cosas (cuando no mera obligación). Y luego nos preguntamos por qué no funcionamos bien.
El vacío profundo de sentido del trabajo escolar es su principal problema. En la escuela nunca se sabe por qué ni para qué. Y cuando esas causas faltan, falta el tejido conectivo que enlaza y fija los conocimientos, que forja las capacidades. Sin esas causas, el conocimiento se adhiere mal y queda inconexo, débil, injustificado, ad hoc... y acaba cayendo. No sabemos por qué deberíamos saber. No sentimos que debemos saber. No sentimos que valga la pena saber.
Todo en la escuela entonces se vuelve light (y bilingüe). Cargamos el proceso de enseñanza-aprendizaje de una insustancial lógica transaccional donde el alumno aprende o al menos retiene porque le conviene y la escuela le enseña por lo mismo. Pero las buenas causas que nos hacen mejores no son las de las conveniencia, sino las de la existencia. No nos constituyen las cosas que nos sacan de las situaciones, sino las que nos estructuran la vida. Y el conocimiento no tiene ese estatus en la escuela.
No lo tiene para los alumnos porque no lo tiene para la escuela misma. Y si no lo tiene para la escuela, no lo tiene para sus profesores. No lo tiene para nadie. Nadie sabe para qué. Sabemos por qué, con qué motivo, para la superación de qué obstáculo, pero desconocemos la trascendencia de lo que estamos haciendo. Desconocemos la dimensión trascendente misma de las cosas. No entendemos que la trascendencia es constitutiva.
La escuela olvidó que hay cosas que valen por lo que valen y no por lo que con ellas se consigue. Hay cosas que son primeras, fundacionales del proceso de sentido, que no necesitan motivaciones. Como los hijos; como el amor. A nadie (o casi nadie) le importa tener motivos para tener hijos; le sobra con el sentido de tenerlos. Pero con el conocimiento no es así. Y la responsable de ese desfase es la escuela; la institución escuela como colectivo articulado y alineado simbólicamente. La escuela no sabe qué sentido profundo tiene el conocimiento.
Quisiera que nos planteáramos aprender como nos planteamos enamorarnos: porque nos hace mejores. No más competitivos, ni más maduros, sólidos, adultos, consistentes... Mejores, simplemente. La vida es mejor enamorados. Pues la vida también es mejor sabiendo más, habiendo aprendido mejor. Simplemente, mejor. Más significativa. Más vida.
Eso hace el sentido: le da cuerpo a las cosas; volumen a los esfuerzos; armonía a los actos; carisma a las subjetividades. Edifica. Nos crece. Nos justifica. Nos desarrolla. Nos humaniza.
Antes que nada y por sobre todo, la escuela debe trabajar en la busca de sentido para la vida de sus alumnos. Y al mismo tiempo, el proceso de aprendizaje en sí mismo es ya un sentido para la vida. Estamos para aprender y el aprendizaje nos constituye.
Pero yo no escucho estas cosas en las escuelas. Ni las veo ni las siento. Creo que no están. Pululan por ella demasiadas justificaciones baratas para que debajo subyazga de verdad lo que necesitamos; más bien me parecen evidencia de su ausencia. Múltiples pirotecnias que ni rozan el sentido profundo que perseguimos. Atajos. Adhoques. Oportunismos inconsistentes que caen al otro día o después de la siesta.
La escuela es un santuario, pero se comporta como un prostíbulo. Se disfraza todo el rato porque no se siente capaz. Se hace pasar por otra. Nos seduce con excesos y nos invita con exageraciones. Está demasiado necesitada. ¿Por qué? ¿Por qué no se basta? ¿Por qué no es simplemente ella, la que es? ¿Por qué no confía en una felicidad más sustentable y un goce más significativo? ¿Por qué no cree ni en ella? ¿Por qué pierde tan fácilmente su dignidad? ¿Por qué no nos invita a algo mejor?
Me gustaría tener a la mano una grúa gigante, descomunal, con la que pudiera coger todo esto por alguna parte y trasladarlo otra vez al centro, al eje. Me angustia lo descentrados que estamos y el gasto de energías e inteligencias que suponen los falsos debates que aquí, en la periferia de lo que importa, proliferan. Una grúa enorme, que haga sustentación en la equis que alguna vez nos dejaron marcada en el suelo y que se nos perdió vaya uno a saber cuándo.
Pero insistimos.
No se puede tener conocimientos sin la capacidad de darles sentido. Sentido intelectual como conjunto articulado de conocimientos y sentido vital para el que los adquiere.
En la escuela -si al caso-, le damos motivos a los alumnos para aprender, pero casi nunca sentido para hacerlo. Y no es lo mismo. Los motivos son superficiales, cortos, reactivos y, en general, efímeros (aprobar un examen; satisfacer a papá; escalar en la escuela; satisfacer al profesor de turno; acceder al cuadro de honor; evitar el escarnio...). Son tácticos; de corto plazo; oportunos. Pero el sentido no aparece. La escuela no construye causas hondas, de buen calado, perennes, constitutivas, que la justifiquen. Las trivializa, volviéndolas apenas motivos para hacer las cosas (cuando no mera obligación). Y luego nos preguntamos por qué no funcionamos bien.
El vacío profundo de sentido del trabajo escolar es su principal problema. En la escuela nunca se sabe por qué ni para qué. Y cuando esas causas faltan, falta el tejido conectivo que enlaza y fija los conocimientos, que forja las capacidades. Sin esas causas, el conocimiento se adhiere mal y queda inconexo, débil, injustificado, ad hoc... y acaba cayendo. No sabemos por qué deberíamos saber. No sentimos que debemos saber. No sentimos que valga la pena saber.
Todo en la escuela entonces se vuelve light (y bilingüe). Cargamos el proceso de enseñanza-aprendizaje de una insustancial lógica transaccional donde el alumno aprende o al menos retiene porque le conviene y la escuela le enseña por lo mismo. Pero las buenas causas que nos hacen mejores no son las de las conveniencia, sino las de la existencia. No nos constituyen las cosas que nos sacan de las situaciones, sino las que nos estructuran la vida. Y el conocimiento no tiene ese estatus en la escuela.
No lo tiene para los alumnos porque no lo tiene para la escuela misma. Y si no lo tiene para la escuela, no lo tiene para sus profesores. No lo tiene para nadie. Nadie sabe para qué. Sabemos por qué, con qué motivo, para la superación de qué obstáculo, pero desconocemos la trascendencia de lo que estamos haciendo. Desconocemos la dimensión trascendente misma de las cosas. No entendemos que la trascendencia es constitutiva.
La escuela olvidó que hay cosas que valen por lo que valen y no por lo que con ellas se consigue. Hay cosas que son primeras, fundacionales del proceso de sentido, que no necesitan motivaciones. Como los hijos; como el amor. A nadie (o casi nadie) le importa tener motivos para tener hijos; le sobra con el sentido de tenerlos. Pero con el conocimiento no es así. Y la responsable de ese desfase es la escuela; la institución escuela como colectivo articulado y alineado simbólicamente. La escuela no sabe qué sentido profundo tiene el conocimiento.
Quisiera que nos planteáramos aprender como nos planteamos enamorarnos: porque nos hace mejores. No más competitivos, ni más maduros, sólidos, adultos, consistentes... Mejores, simplemente. La vida es mejor enamorados. Pues la vida también es mejor sabiendo más, habiendo aprendido mejor. Simplemente, mejor. Más significativa. Más vida.
Eso hace el sentido: le da cuerpo a las cosas; volumen a los esfuerzos; armonía a los actos; carisma a las subjetividades. Edifica. Nos crece. Nos justifica. Nos desarrolla. Nos humaniza.
Antes que nada y por sobre todo, la escuela debe trabajar en la busca de sentido para la vida de sus alumnos. Y al mismo tiempo, el proceso de aprendizaje en sí mismo es ya un sentido para la vida. Estamos para aprender y el aprendizaje nos constituye.
Pero yo no escucho estas cosas en las escuelas. Ni las veo ni las siento. Creo que no están. Pululan por ella demasiadas justificaciones baratas para que debajo subyazga de verdad lo que necesitamos; más bien me parecen evidencia de su ausencia. Múltiples pirotecnias que ni rozan el sentido profundo que perseguimos. Atajos. Adhoques. Oportunismos inconsistentes que caen al otro día o después de la siesta.
La escuela es un santuario, pero se comporta como un prostíbulo. Se disfraza todo el rato porque no se siente capaz. Se hace pasar por otra. Nos seduce con excesos y nos invita con exageraciones. Está demasiado necesitada. ¿Por qué? ¿Por qué no se basta? ¿Por qué no es simplemente ella, la que es? ¿Por qué no confía en una felicidad más sustentable y un goce más significativo? ¿Por qué no cree ni en ella? ¿Por qué pierde tan fácilmente su dignidad? ¿Por qué no nos invita a algo mejor?
Me gustaría tener a la mano una grúa gigante, descomunal, con la que pudiera coger todo esto por alguna parte y trasladarlo otra vez al centro, al eje. Me angustia lo descentrados que estamos y el gasto de energías e inteligencias que suponen los falsos debates que aquí, en la periferia de lo que importa, proliferan. Una grúa enorme, que haga sustentación en la equis que alguna vez nos dejaron marcada en el suelo y que se nos perdió vaya uno a saber cuándo.