Los dioses se han convertido en enfermedades (Carl Gustav Jung).
Se puso a dibujar a los 60 años, después de haber enterrado a dos de sus tres hijos y de empezar a oír voces que nadie más oía. Componía figuras de grandes ojos y rostros hieráticos, a menudo con largas cabelleras flotantes y vestidos exóticos. Presencias de otros tiempos y otros lugares que a duras penas podía conocer -ni tenía estudios ni había viajado-, todas trazadas con la insistencia y la paciencia primorosa de quien atiende al dictado de alguien querido y reverenciado, ya que hacía lo que hacía porque «se lo dijeron así». Su nombre era Josefa Tolrà, Josefina y tía Pepeta en las distancias cortas, y no inventaba ni imaginaba, sino que mostraba lo que veía del más allá. Era médium, y por eso tuvo que dibujar, pintar, bordar y transcribir lo que le explicaban las autoridades espirituales con las que contactaba en estado de trance.
Una de las obras de Josefa Tolrà expuestas en Can Palauet, © Ajuntament de Mataró. La intensidad de la mirada nos acerca al mundo lejano aludido en los ropajes y el tocado tan sofisticados.
Nacida el 1880 en Cabrils -municipio de ese litoral del Maresme tan dado al espiritismo- y fallecida en Barcelona en 1959, hacia el final de su vida fueron muchas las personalidades fascinadas por su encanto sencillo, desde el crítico Alexandre Cirici-Pellicer a los artistas de Dau al Set, siempre abiertos a lo misterioso. Luego, sin embargo, el nombre de Josefa Tolrà se fue adormeciendo hasta que, en 1998, se rescataron algunas de sus obras en la exposición colectiva Revolt d'associacions. Sin embargo, es ahora cuando la crítica e historiadora del arte Pilar Bonet la recupera definitivamente de entre los muertos en una extraordinaria muestra monográfica en la sala municipal Can Palauet de Mataró (hasta el 30 de marzo de 2014).
Una de las libretas de Josefa Tolrà, © Ajuntament de Mataró. Textos entrelazados con personajes semitransparentes que se superponen: palabras y cuerpos etéreos para transmitir mensajes de paz y belleza. Bien en trance, hablando con la voz cambiada y en castellano -en su vida cotidiana usaba el catalán-, o bien escribiendo y dibujando, entendió el arte y la mediumnidad como una forma de comunicación. «La pintura es un correo de tipo práctico», dijo en una ocasión.
La exposición se titula Josefa Tolrà, Dibujo fuerza fluídica en referencia a las palabras con que la artista designaba su obra. Sus textos, fruto de la escritura automática, así como los comentarios sobre sus dibujos, están llenos de referencias místicas y filosóficas -indicios de los conocimientos arcanos de sus «seres de luz»- y, al mismo tiempo, de una poesía campechana y directa -quizá su aportación personal de payesa sensible y con sentido común-. En la inauguración de Revolt d'associacions, el poeta y artista Joan Brossa reprodujo algunas de las sentencias de Tolrà, siempre entre lo sublime y la franqueza llana: «La pintura es naturaleza, pero no olvides que tú también eres naturaleza». No es extraño que gente como el escultor Moisès Villèlia o el pintor Antoni Tàpies se rindieran a sus pies.
Josefina Tolrà y la silla donde hacía sus labores, en la exposición de Mataró, © cortesía del autor. Según Joan Brossa, la médium de Cabrils se parecía a Joan Miró, los mismos labios, la misma cara. Sí, y la misma capacidad de arrimarse a lo invisible.
Arte desde el otro lado. Pero ¿por qué nos obcecamos en perpetuar expresiones como "el otro lado" o "más allá" cuando aluden a una parte de la existencia que en ocasiones se revela sumamente cercana? Por supuesto, por imperativos antropológicos, culturales y religiosos -todo lo que tiene que ver con la ultratumba da miedo y, en consecuencia, se convierte en tabú-, pero también para distanciarnos de una realidad que la ciencia no termina de explicar. Así, como no somos capaces de racionalizar ciertas situaciones y fenómenos, los convertimos en lo otro, lo raro, lo distinto. De ahí que nos encante la expresión "más allá", lo que está al otro lado de la frontera, lo insólito.
De hecho, empujamos hacia el más allá, hacia la alteridad, todo lo que resulta molesto: a las mujeres y los homosexuales -porque nuestra civilización es patriarcal y heterocentrista-, a los enfermos mentales, los niños y los fantasiosos -porque nuestra civilización sueña con la razón-, a los chamanes y los médiums -porque nuestra civilización va de cientificista-... La obra de Josefa Tolrà ha dormido durante décadas por lo mismo que tardaron tanto en reconocerse las aportaciones estéticas de Harriet Powers, mujer, negra, ex-esclava y artista que hacía colchas en vez de pintar. Por lo mismo que algunos todavía miran con desconfianza las laboriosas marañas de la escultora Síndrome de Down Judith Scott. Por su alteridad.
Judith Scott, s/t (figura vertical rosa y nido blanco, c. 1990), © American Folk Art Museum. Judith Scott, artista vinculada al centro Creative Growth, se dio a conocer en nuestro país sobre todo gracias al documental ¿Qué tienes debajo del sombrero? (Lola Barrera e Iñaki Peñafiel, 2006). Es curioso observar como el arte de los médiums, de los niños y de los enfermos mentales suele parecerse en tanto muestran un nivel de concentración y de reiteración -de sentido de la repetición y del ritual- más que notable. ¿Será porque lo que hacen es muy de verdad?
La alteridad... ¿Pero qué alteridad? ¿Qué hay tan distinto entre Tolrà, Powers, Scott y yo, por poner un ejemplo, que soy un macho blanco? A veces olvidamos que el arte surge donde hay personas. Personas, sean como sean. Por eso, el arte se interesa por todo. Incluso por lo periférico, por lo invisible. Invisibles espíritus, invisibles mujeres, invisibles enfermos. Desde siempre. Como muestra, otros dos machos blancos, dos románticos, uno del siglo XIX y otro del XXI: Théodore Géricault no pudo dejar de aproximarse a la enfermedad mental, de interesarse por ella y, al mismo tiempo, hacerla visible; en la actualidad, en su serie sobre el pintor de Rouen, el artista armengolroura contrasta las miradas desviadas -idas- de los personajes alienados con la interpelación directa de los animales en un ejercicio grotesco, irónico y perturbadoramente reconocible. Quizá porque lo otro a menudo está más al alcance de lo que sospechamos.
Géricault de armengolroura (2009), © cortesía del artista. En este cuadro, inspirado en La loca ludópata (c. 1820) de Théodore Géricault, se hace evidente que en los últimos doscientos años el interés de los artistas por lo que la sociedad arrincona no decae.
El arte de los márgenes se ha llamado de muchas formas. "Art Brut" o "Outsider Art" son dos fórmulas frecuentes -la primera, acuñada por el artista francés Jean Dubuffet, y la segunda por el crítico Roger Cardinal-, pero también podríamos designarlo "arte daimónico", especialmente cuando implica una alteridad metafísica, como sucede en el caso de Josefa Tolrà y muchos otros artistas, sean del signo que sean. El adjetivo "daimónico" ha sido popularizado en los últimos años por el escritor Patrick Harpur en su ensayo Realidad daimónica (1995), donde lo define como aquello misterioso e innegable que la cultura oficial, materialista y reduccionista, se obstina en negar sin éxito. En el capítulo "Espiritismo" dice Harpur: «Los dáimones son contrarios a los extremos; ellos son el camino medio. Como lapsus freudianos, son la piel de plátano con la que se pegan un porrazo los orgullosos» -los orgullosos incapaces de sintonizar con los límites y las cunetas, claro-.
Sí, "arte daimónico" sería una buena expresión, porque la estética naif y sabia de Tolrà tienen mucho de epifanía. Es decir, de aparición de lo divino... sin parafernalias, con toda la guasa aludida por Harpur. Y con toda la carga viajera que conlleva cualquier epifanía. Por eso, el inicio del programa 10 de la temporada 13 del popular programa Milenio 3 de la Cadena Ser resultó un arranque radiofónico conmovedor como pocos, con el astronauta Edgar Mitchell explicando cómo al mirar el cielo en su viaje de regreso a casa desde la luna sintió la complejidad y la divinidad del universo. Así, dibujos como los de la tía Pepeta nos hacen viajar lejos, lejos, hasta el centro de nosotros mismos. Y no es cuestión de estar en el margen o en el centro, o de creer o no creer, sino, simplemente, de mirar.
Otra obra de Josefa Tolrà, Dibujo fuerza fluídica, © Ajuntament de Mataró. En esta ocasión una arca para las almas.