¡Qué difícil es vivir en un país en el que casi todos gritan, pero pocos escuchan! ¡Qué irritante es asistir, un día tras otro, a debates estériles y redundantes en los que unos señalan a otros como los culpables y rehúyen continuamente la autocrítica! ¡Qué hartazgo produce leer, ver y escuchar cómo la bulla solo sirve para no asumir responsabilidades y para justificar promesas incumplidas!
¡Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que, incluso, dos políticos tan sumamente enfrentados ideológicamente como Manuel Fraga y Santiago Carrillo fueron capaces de aparcar sus insalvables diferencias políticas para permitir que en este país se construyese un sistema democrático!
Hoy es impensable, casi una utopía, que exista una mesa de diálogo como la que se constituyó durante la transición democrática. Es una ilusión, casi un sueño, que en el patio político de nuestro país, integrado por demasiados adultos con mentes pueriles, se reproduzcan escenas de reconciliación que contribuyan a que se establezcan políticas de consenso para afrontar retos comunes. Escenas en las que se dialogue de manera constructiva, sin histrionismos, sin demagogia, para intentar superar obstáculos pensando en el interés ciudadano y no en estrategias ni en ambiciones partidistas.
Es cierto que en España no se han vivido escenas de violencia en ningún Parlamento y que los diputados no han llegado a las manos, como en Corea, ni se han lanzado los iPads a la cabeza, como en Turquía, pero, a veces o casi siempre, los insultos, los reproches dialécticos y el cansino "y tú más" produce tanta pesadumbre e inquietud como cuando se pierden las formas.
El ruido de las tribunas políticas apenas difiere de las tertulias de algunos programas de la tele basura en las que sus protagonistas, muchos de ellos personajes de medio pelo que han surgido de realities infumables, se enzarzan en discusiones en las que solo triunfa quien más chilla.
Comportamientos que, curiosamente, se repiten en las tertulias de radio o en conversaciones entre amigos en las que quien más se desgañita suma más méritos, entre comillas, para aniquilar los argumentos de los otros.
Este país necesita más diálogo y menos soflamas incívicas; más sosiego en los debates parlamentarios y menos populismo; más silencio y menos reyertas dialécticas; más propuestas constructivas y menos promesas de todo a cien. Más debates sobre el estado de la nación, como el que se celebró la semana pasada, y menos excusas para evitar que el Parlamento ejerza el papel de control de la gestión del Gobierno.
Los desacuerdos se repiten incesantemente en los titulares, las disputas son una constante en el debate político o en los medios de comunicación y pocos son aquellos que abren una mesa redonda con la intención de buscar puntos en común. Las comparecencias políticas y los puntos de vista de los tertulianos son cada vez más previsibles. Y cada vez que asisto a una sesión en el Congreso o en el Senado o escucho la radio me acuerdo casi siempre de aquel proverbio hindú, que muchos deberían tener muy presente, y que dice que "cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio".
¡Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que, incluso, dos políticos tan sumamente enfrentados ideológicamente como Manuel Fraga y Santiago Carrillo fueron capaces de aparcar sus insalvables diferencias políticas para permitir que en este país se construyese un sistema democrático!
Hoy es impensable, casi una utopía, que exista una mesa de diálogo como la que se constituyó durante la transición democrática. Es una ilusión, casi un sueño, que en el patio político de nuestro país, integrado por demasiados adultos con mentes pueriles, se reproduzcan escenas de reconciliación que contribuyan a que se establezcan políticas de consenso para afrontar retos comunes. Escenas en las que se dialogue de manera constructiva, sin histrionismos, sin demagogia, para intentar superar obstáculos pensando en el interés ciudadano y no en estrategias ni en ambiciones partidistas.
Es cierto que en España no se han vivido escenas de violencia en ningún Parlamento y que los diputados no han llegado a las manos, como en Corea, ni se han lanzado los iPads a la cabeza, como en Turquía, pero, a veces o casi siempre, los insultos, los reproches dialécticos y el cansino "y tú más" produce tanta pesadumbre e inquietud como cuando se pierden las formas.
El ruido de las tribunas políticas apenas difiere de las tertulias de algunos programas de la tele basura en las que sus protagonistas, muchos de ellos personajes de medio pelo que han surgido de realities infumables, se enzarzan en discusiones en las que solo triunfa quien más chilla.
Comportamientos que, curiosamente, se repiten en las tertulias de radio o en conversaciones entre amigos en las que quien más se desgañita suma más méritos, entre comillas, para aniquilar los argumentos de los otros.
Este país necesita más diálogo y menos soflamas incívicas; más sosiego en los debates parlamentarios y menos populismo; más silencio y menos reyertas dialécticas; más propuestas constructivas y menos promesas de todo a cien. Más debates sobre el estado de la nación, como el que se celebró la semana pasada, y menos excusas para evitar que el Parlamento ejerza el papel de control de la gestión del Gobierno.
Los desacuerdos se repiten incesantemente en los titulares, las disputas son una constante en el debate político o en los medios de comunicación y pocos son aquellos que abren una mesa redonda con la intención de buscar puntos en común. Las comparecencias políticas y los puntos de vista de los tertulianos son cada vez más previsibles. Y cada vez que asisto a una sesión en el Congreso o en el Senado o escucho la radio me acuerdo casi siempre de aquel proverbio hindú, que muchos deberían tener muy presente, y que dice que "cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio".