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Barcelona es seguramente una de las pocas ciudades de tamaño medio que celebra las fiestas mayores como debe ser (tanto la de la Merced, a finales de septiembre, como la de Santa Eulàlia, a mediados de febrero, o las de los barrios). No me refiero a tener uno o dos días de fiesta para irse de fin de semana, sino a que sean festivas. Que universalicen tradiciones. Que arraiguen la alegría, que es un fenómeno universal, en una expresión local, tradicional: el sonido de la gralla como encarnación de toda la música.
La Fiesta Mayor empieza con un cartel y un pregón, y ambos suelen poner ya de manifiesto una de las características peculiares de la población aborigen, proceda de donde proceda: las empedernidas ganas de hablar, de opinar. Hay quien dice que Barcelona no es un lugar sino una clase social, quizás sí; también es un estado de ánimo. No sé si hay muchos más sitios donde un simple cartel pueda despertar pasiones tan firmes a favor o en contra.
Hay polémicas sostenidas: la Sagrada Familia, con muchas perspectivas de futuro. De vez en cuando, además, hay auténticos festines, por ejemplo, las múltiples reformas de la plaza Lesseps. La última consensuada (y discutida) con el vecindario antes de empezar; discutida mientras se realizaba; discutida ahora, cuando todavía no está totalmente finalizada.
Pero vamos al caso. Durante la Fiesta Mayor, las noches se iluminan con correfocs y las ganas de correr de la chiquillería, por el olor a pólvora. Los días están repletos de actividades que crean tejido social. De gigantes y gigantas que aglutinan bailes, de cabezudos traviesos que convocan risas. Tan familiares como la Moños, como el señor Esteve, como Ocaña. También abundan los corros de las sardanas. ¿Por qué avergonzarse de ellas? ¿Por qué razón nos tendrían que fascinar los enérgicos y vitaminados zapateados de las danzas escocesas pero no los mesuradísimos pasos de la sardana? Déjate llevar por el canto agudo de la tenora.
Otras mañanas rebosan con el esfuerzo de castellers -y desde hace tiempo, de castelleras- en un intento, muchas veces exitoso, de tocar el cielo, de llegar más alto que edificios e instituciones. Un monumento de Antoni Llena lo celebra en la plaza de San Miquel, cerca de uno de los edificios (seguramente ilegal: si no lo es, debería serlo) del propio Ayuntamiento. Desde que se erigió, ¡qué digo, desde mucho antes!, el barcelonismo tiene un nuevo motivo de satisfacción y de manifestación apasionada en contra o a favor. A mí me encanta, me parece un monumento grácil y fino, incluso me gusta la comparación que alguien para ridiculizarlo hizo con el alambre que sujeta el tapón de corcho a la botella de cava.
Para que la discusión no baje de nivel, el monumento que está a disposición de la opinión barcelonesa ahora es el obelisco de Frederic Amat erigido (más bien aplanado y enterrado) en honor de Salvador Espriu en los Jardines de Gràcia. Es como el negativo del monumento que hay en el centro de la plaza, el popular Lápiz. También me gusta. Sólo me preocupa el paradero del par de majestuosas y serenas mujeres -seguramente novecentistas- antes sentadas en medio del césped del parterre y que ahora se han volatilizado. Saber que el franquismo las retiró porque le parecían una incitación al lesbianismo es motivo más que suficiente para pedir a gritos que tengan un lugar de honor en la ciudad. (Cómo envidio, además, la imaginación sexual a flor de piel de la censura.)
Mientras tanto, continuaremos discutiendo si nos gustan más las baldosas antiguas del paseo de Gracia o las nuevas; qué se debería hacer con la plaza de las Glòries, si nos gusta el logo de Cercanías (o el color del logo); qué árboles son mejores para sustituir a los que se mueren; cuántos modelos de farola se necesitan para iluminar calles y pasajes, por dónde debe pasar el tranvía... Y lo discutamos o no, seguiremos sin entender por qué, cerca del mar, donde el viento sopla a menudo, se empeñan -desmintiendo la diversidad de Barcelona- en poner las mismas papeleras tan monas de toda la ciudad en vez de unas con tapa.
Que nadie piense que la fiesta mayor es un ristra de actos tradicionales tirando a antiguo y nada más. Convive sin problemas con la Barcelona del (buen) diseño y la creación. Este año, las escuelas de arquitectura y de diseño han organizado en una serie de espacios públicos una fiesta de la luz a base de estructuras baratas y efímeras. Eran sencillas y emotivas, fascinantes. Líneas de luz que, por ejemplo, en la calle Traginers o en la plaza del 8 de març, reseguían lienzos de muralla y vestían de un aura de belleza inaudita los árboles. O con red y luz, la creación de un árbol en el museo Frederic Marès. Ventanas de luz muy cálida y con música incluida en el Pati Llimona. Una luna enorme y algo comedianta en la casa del Ardiaca.
En el patio de la casa Padellàs se hallaba, de todas las que vi, la más eulalística. Se titulaba Les llàgrimes de santa Eulàlia y, en efecto, trece lágrimas (por los años que vivió la chica; por el número de horribles martirios que sufrió), colgaban ingeniosamente, haciendo ángulo y a diferente altura en la entrada del museo; hechas de hielo moldeado (el negocio de las pelotas de baloncesto lo agradeció), tenían dentro una ingeniosa luz que las convertía, además, en unas portentosas lunas gélidas llenas de cráteres y matices; las gotas caían con un ritmo lentamente armónico a unos platillos metálicos, pura música de las esferas. ¿Quién dice que no es posible modernizar la tradición o hacer tradicional la innovación? Desde luego, no la gente a la que exalta lo viejo y a quien enamora lo nuevo.
Barcelona es seguramente una de las pocas ciudades de tamaño medio que celebra las fiestas mayores como debe ser (tanto la de la Merced, a finales de septiembre, como la de Santa Eulàlia, a mediados de febrero, o las de los barrios). No me refiero a tener uno o dos días de fiesta para irse de fin de semana, sino a que sean festivas. Que universalicen tradiciones. Que arraiguen la alegría, que es un fenómeno universal, en una expresión local, tradicional: el sonido de la gralla como encarnación de toda la música.
La Fiesta Mayor empieza con un cartel y un pregón, y ambos suelen poner ya de manifiesto una de las características peculiares de la población aborigen, proceda de donde proceda: las empedernidas ganas de hablar, de opinar. Hay quien dice que Barcelona no es un lugar sino una clase social, quizás sí; también es un estado de ánimo. No sé si hay muchos más sitios donde un simple cartel pueda despertar pasiones tan firmes a favor o en contra.
Hay polémicas sostenidas: la Sagrada Familia, con muchas perspectivas de futuro. De vez en cuando, además, hay auténticos festines, por ejemplo, las múltiples reformas de la plaza Lesseps. La última consensuada (y discutida) con el vecindario antes de empezar; discutida mientras se realizaba; discutida ahora, cuando todavía no está totalmente finalizada.
Pero vamos al caso. Durante la Fiesta Mayor, las noches se iluminan con correfocs y las ganas de correr de la chiquillería, por el olor a pólvora. Los días están repletos de actividades que crean tejido social. De gigantes y gigantas que aglutinan bailes, de cabezudos traviesos que convocan risas. Tan familiares como la Moños, como el señor Esteve, como Ocaña. También abundan los corros de las sardanas. ¿Por qué avergonzarse de ellas? ¿Por qué razón nos tendrían que fascinar los enérgicos y vitaminados zapateados de las danzas escocesas pero no los mesuradísimos pasos de la sardana? Déjate llevar por el canto agudo de la tenora.
Otras mañanas rebosan con el esfuerzo de castellers -y desde hace tiempo, de castelleras- en un intento, muchas veces exitoso, de tocar el cielo, de llegar más alto que edificios e instituciones. Un monumento de Antoni Llena lo celebra en la plaza de San Miquel, cerca de uno de los edificios (seguramente ilegal: si no lo es, debería serlo) del propio Ayuntamiento. Desde que se erigió, ¡qué digo, desde mucho antes!, el barcelonismo tiene un nuevo motivo de satisfacción y de manifestación apasionada en contra o a favor. A mí me encanta, me parece un monumento grácil y fino, incluso me gusta la comparación que alguien para ridiculizarlo hizo con el alambre que sujeta el tapón de corcho a la botella de cava.
Para que la discusión no baje de nivel, el monumento que está a disposición de la opinión barcelonesa ahora es el obelisco de Frederic Amat erigido (más bien aplanado y enterrado) en honor de Salvador Espriu en los Jardines de Gràcia. Es como el negativo del monumento que hay en el centro de la plaza, el popular Lápiz. También me gusta. Sólo me preocupa el paradero del par de majestuosas y serenas mujeres -seguramente novecentistas- antes sentadas en medio del césped del parterre y que ahora se han volatilizado. Saber que el franquismo las retiró porque le parecían una incitación al lesbianismo es motivo más que suficiente para pedir a gritos que tengan un lugar de honor en la ciudad. (Cómo envidio, además, la imaginación sexual a flor de piel de la censura.)
Mientras tanto, continuaremos discutiendo si nos gustan más las baldosas antiguas del paseo de Gracia o las nuevas; qué se debería hacer con la plaza de las Glòries, si nos gusta el logo de Cercanías (o el color del logo); qué árboles son mejores para sustituir a los que se mueren; cuántos modelos de farola se necesitan para iluminar calles y pasajes, por dónde debe pasar el tranvía... Y lo discutamos o no, seguiremos sin entender por qué, cerca del mar, donde el viento sopla a menudo, se empeñan -desmintiendo la diversidad de Barcelona- en poner las mismas papeleras tan monas de toda la ciudad en vez de unas con tapa.
Que nadie piense que la fiesta mayor es un ristra de actos tradicionales tirando a antiguo y nada más. Convive sin problemas con la Barcelona del (buen) diseño y la creación. Este año, las escuelas de arquitectura y de diseño han organizado en una serie de espacios públicos una fiesta de la luz a base de estructuras baratas y efímeras. Eran sencillas y emotivas, fascinantes. Líneas de luz que, por ejemplo, en la calle Traginers o en la plaza del 8 de març, reseguían lienzos de muralla y vestían de un aura de belleza inaudita los árboles. O con red y luz, la creación de un árbol en el museo Frederic Marès. Ventanas de luz muy cálida y con música incluida en el Pati Llimona. Una luna enorme y algo comedianta en la casa del Ardiaca.
En el patio de la casa Padellàs se hallaba, de todas las que vi, la más eulalística. Se titulaba Les llàgrimes de santa Eulàlia y, en efecto, trece lágrimas (por los años que vivió la chica; por el número de horribles martirios que sufrió), colgaban ingeniosamente, haciendo ángulo y a diferente altura en la entrada del museo; hechas de hielo moldeado (el negocio de las pelotas de baloncesto lo agradeció), tenían dentro una ingeniosa luz que las convertía, además, en unas portentosas lunas gélidas llenas de cráteres y matices; las gotas caían con un ritmo lentamente armónico a unos platillos metálicos, pura música de las esferas. ¿Quién dice que no es posible modernizar la tradición o hacer tradicional la innovación? Desde luego, no la gente a la que exalta lo viejo y a quien enamora lo nuevo.