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Muerte a las princesas

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No puedo con Cenicienta. Ni con Blancanieves. Me pongo mala cada vez que mis hermanas pequeñas me piden que les relate estos cuentos. Espero que nunca se parezcan a ellas. Espero que desarrollen herramientas para salvarse a sí mismas, que tengan una intuición fuerte para identificar cuándo están a punto de morder una manzana envenenada. Que sepan decir que no a cualquier tipo de sometimiento. Que mantengan los ojos abiertos siempre, independientemente de si reciben o no el beso que esperan.

Sumisas y estúpidas. El sino de las princesas de Disney hasta que son rescatadas por sus príncipes. Dentro de las razones por las que no puedo con estas historias están las más profundas, como que desde la infancia refuerzan una y otra vez la heterosexualidad obligatoria que se impone a la sociedad. Y, la más evidente, la imagen de mujer que alimentan, la de ser incompleto que necesita ser protegido, que no puede superar su adversidad sin el amor de un hombre.

Todas éramos princesas. Hasta hace muy pocos años nos movíamos por la historia, dóciles y resignadas, de la mano de nuestros príncipes no siempre tan encantadores, a los que necesitábamos para sobrevivir.

La mujer ha sido, durante siglos, criada para depender del hombre. Hasta hace muy poco tiempo era un ser sometido y domesticado por sus dueños: sus padres y, sobre todo, sus cónyuges. Hasta el siglo pasado no podía estudiar en la universidad y las trabas para trabajar y ganarse la vida eran muchas. Aún, en gran parte, sigue cobrando menos por el mismo trabajo que realizan los varones. En 1975 se eliminó la licencia marital y la obediencia al marido en España. Hasta 1958, en caso de separación (independiente de quién tomara la decisión), era la mujer la que debía abandonar la casa conyugal, la que perdía el dinero, sus bienes y hasta la custodia de sus hijos. Hasta 1963 las condenas de asesinatos de mujeres a manos de sus padres y maridos, "por honor", eran mínimas, y un violador podía perfectamente eludir la cárcel si su víctima le perdonaba o se casaba con él, puesto que sólo se trababa de un crimen contra la honestidad.

La conquista sobre el propio cuerpo, y sobre la opción de la maternidad, también se hizo esperar. Hasta 1978 no se despenalizaron los anticonceptivos, y en 1985 las mujeres podían abortar bajo tres supuestos (derecho que hoy se les vuelve a robar). En 1989 la violencia física habitual sobre la pareja se convirtió en delito. Diez años más tarde se sumó la violencia psicológica. Es esta la historia real de las princesas. Las princesas que durante cientos de años han necesitado legal, económica y socialmente a su príncipe azul. Gris o incluso negro, dependiendo del caso y la suerte de cada cual.

La violencia de género, la trata de blancas, la violación, el acoso, los asesinatos de mujeres y todo tipo de violencia sexual siguen estando presentes en la sociedad que, a través de esta vía, somete y desarma a las mujeres. Rebeldes, independientes y conectadas con su corazón. Esas son las antiprincesas que yo espero que mis hermanas (Valentina, Matilda y Paloma) lleguen a ser. Que con la medida de su pie calcen el zapato que ellas quieran calzar, no el tacón de cristal que otro les imponga por medida.

Que no se queden con las felices adaptaciones de Disney. En su versión original, la Sirenita no consigue el amor de su príncipe, éste ama a otra mujer. Que aprendan que a veces se gana y otras se pierde. Pero que pase lo que pase pueden ponerse de pie y seguir adelante.

Cuidado con los cuentos que contamos a los niños. Y más cuidado aún con los que nos siguen contando a nosotras. Por más brillantes que parezcan las manzanas, a veces esconden un veneno que es capaz de adormecer a la mujer entera que llevamos dentro, y convertirnos otra vez en princesas. En crédulas, incompletas e indefensas princesas.


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