Considerando con circunspección la
alternativa, el hecho de que la esperanza
de vida aumente es una gran
noticia. Por lo general, cada generación
vive más años que la precedente
y, también por lo general, en mejores
condiciones de salud física y mental.
Claro, la gran edad expone crudamente
la prevalencia aparentemente creciente
de enfermedades propias de esa
fase etaria, pero solo sucede, a una
mayor escala, lo que antes sucedía
para aquellos individuos que alcanzaban
dicha gran edad.
El que los individuos vivan más y
en mejores condiciones tiene, sin embargo,
una serie de implicaciones descomunales
en todos los planos:
individual, social, de mercado, de Estado.
Muchas de estas implicaciones
devienen en problemas no porque intrínsecamente
lo sean, sino porque
las estructuras mentales, culturales,
de mercado y de Estado no son capaces
de evolucionar a la misma velocidad
que lo hace la bio-demografía.
¡Qué gran paradoja! Un fenómeno
que evoluciona al ritmo, lentísimo dirían
algunos, que marcan las escalas
temporales de la biología y la demografía,
no puede ser alcanzado por la
supuesta mucho mayor velocidad que
determina la escala temporal de la política
y la sociedad. Es como si Aquiles,
el de los pies ligeros, fuese
incapaz de alcanzar a la tortuga,
como sostenía Zenón de Elea, un discípulo
de Parménides, también de
Elea, ambos metafísicos de pro.
Nótese que no me he referido a la
longevidad ni a sus implicaciones de
todo tipo como problemas intrínsecos,
sino como fenómenos que devienen
problemáticos a causa de su choque
frontal con estructuras materiales y
culturales más rígidas de lo deseable.
Una de las implicaciones más potentes
de la creciente longevidad es la
distorsión de la estructura de edades
de la población, el mal llamado
envejecimiento. Esta alteración se da
también en el plano individual cuando
nos empeñamos en seguir llamando
tercera edad a la que se produce a
partir de los 65 años. Hace un siglo,
sólo el 30% de una generación alcanzaba
los 65 años. Hoy, hay que irse a
los 89 años para observar una supervivencia
generacional de ese mismo
30%. Bueno... ¿se atreverían a llamar tercera edad a la que se produce a partir de los 89
años?
En este contexto, es muy fácil convertir en
problemas cualquier cosa que nos suceda y que
venga relacionada con la edad, o lo que les suceda
a terceros si estos están encuadrados en un esquema
social (o societario) compartido. Tal es el caso
de las pensiones públicas. Pero también lo es el de
los escalafones corporativos, el de las todavía peor
llamadas prejubilaciones (un término carente
de contrapartida jurídica que todo el mundo piensa
que la tiene) y la actividad laboral en general.
En realidad, bastaría con liberarse de la tiranía
que la barrera de los 65 años ha impuesto a la
sociedad occidental, legada igualmente al resto de
sociedades, en las últimas décadas. La ilusión de
que es posible, incluso deseable, entrar cada vez
más tarde a la actividad laboral, mediante esquemas
anticuados de formación intensiva, y salir
antes de la misma mediante expedientes de jubilación
anticipada o programada por la empresa con
el apoyo del sistema de empleo, se compadece mal
con la evidencia de vidas cada vez más largas.
¡Que benditas sean!
¿Y qué más? Me preguntarán. Pues eso, o que
el Aquiles social e institucional alcanza a la tortuga
bio-demográfica o que los dioses del Olimpo nos
pillen confesados. Porque, si la tortuga está siempre
por delante de Aquiles acumularemos frustración
y encono social en vez de los recursos que
necesitaremos para sortear, incluso facilitar la
ocurrencia de tan formidable (en todas las acepciones
del término) desarrollo de la longevidad.
Este artículo se publicó originalmente en la revista Empresa Global.