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Jubilarse dejó de ser un sueño para millones de latinoamericanos

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Jorge y Raúl, dos hermanos argentinos de 75 y 73 años, han tenido una vida muy parecida. Ambos nacieron en una ciudad de tamaño mediano, estudiaron hasta la escuela secundaria, formaron familias y trabajaron casi todos los días de sus vidas desde la juventud. Jorge trabajó siempre en empleos formales, como empleado público un tiempo, en una empresa de transporte en los últimos años. En cambio, su hermano Raúl nunca consiguió empleos en blanco. Sus patrones le pagaban salarios y respetaban sus vacaciones y otros derechos, pero nunca hicieron los aportes de la seguridad social porque decían que era demasiado caro.

En 2004, al cumplir 65 años, cada uno de ellos se encontró con una realidad diferente. Jorge comenzó a recibir una pensión, pagada todos los meses por el Estado, mientras que Raúl no. Para él, las posibilidades de subsistencia se limitaron a seguir trabajando, consumir sus pocos ahorros, o recibir ayuda de su hermano mayor.

Estas dos historias representan la situación de dos grandes grupos de trabajadores en América Latina. Algunos realizan sus actividades en un empleo formal, en el cual sus empleadores -o ellos mismos en caso de los independientes- hacen aportes a la seguridad social para protegerse ante riesgos como vejez y fallecimiento, enfermedad, discapacidad o desempleo. Otros trabajadores se desempeñan en el mercado informal o no registrado y, por tal motivo, no están incluidos en los seguros sociales.

Algunos trabajadores pasan su vida en el primer grupo, otros en el segundo, pero la gran mayoría se mueve entre uno y otro, dependiendo principalmente de la situación del mercado de trabajo en general y la suerte que tengan en encontrar empleos mejores. Como los sistemas de pensiones exigían haber hecho aportes para recibir un beneficio, la mayoría de los Raúles se quedaban fuera.

Sin embargo, en 2005 un cambio en las leyes argentinas le permitió a Raúl obtener una pensión, a través de un programa que se conoce como Moratoria. Este no fue un caso excepcional, sino que Raúl es uno más de los muchos millones de adultos mayores latinoamericanos que consiguieron una pensión gracias a las reformas que los distintos gobiernos han implementado en la última década.

Los cambios en los últimos años tienen que ver, fundamentalmente, con reconocer que quienes trabajaron informalmente durante su vida también tienen derecho a la protección del Estado, y buscar un mecanismo que les permita recibir un beneficio en forma regular.

En América Latina el porcentaje de adultos mayores de 65 años que reciben una pensión gracias a los sistemas pensionales tradicionales es bajo, cerca del 60%, que equivale a unos 18 millones de personas, con algunos casos como Honduras, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Paraguay o Nicaragua donde el porcentaje es menor al 20%. La baja cantidad de personas que reciben una pensión no es un problema menor, más aún si tenemos en cuenta que quienes tienen menor posibilidad de acceder a un beneficio de pensión son las personas más pobres.

Es por ello que la mayoría de los gobiernos de la región han impulsado medidas dirigidas a corregir este problema.

El libro Más Allá de las Pensiones Contributivas muestra este proceso de cambio de paradigma en la concepción de las pensiones y describe en detalle las reformas adoptadas en 14 países de la región, donde el objetivo de inclusión y prevención de la pobreza ha pasado a ser el más importante. Esto implica un cambio central ya que mientras que durante las décadas de los ochenta y noventa la mayoría de las políticas públicas estaban dirigidas a corregir problemas de financiación de los sistemas de pensiones, hoy el foco de atención está puesto en lograr una mayor inclusión, expandiendo las pensiones no contributivas o flexibilizando requisitos de acceso a los sistemas tradicionales de pensiones contributivas.

Gracias a estas reformas, cerca de seis millones de personas mayores de 65 que no tenían cobertura ahora reciben una pensión. En algunos países la inclusión alcanzó a casi toda la población (como el caso de Bolivia y Trinidad Tobago). En otros, el esfuerzo se focalizó en los más pobres (Perú) o en un grupo relativamente pequeño que había quedado fuera del sistema tradicional (Uruguay).

Revisando las distintas experiencias, el libro muestra que no existe una receta única para este problema: cada país se enfrenta a necesidades, características y condiciones iniciales particulares que impiden la aplicación de una fórmula única y por el contrario requieren de políticas flexibles, aun cuando todos van hacia un camino de inclusión.

Las reformas que los distintos países implementaron en los últimos años fueron un avance importante en esa dirección, pero es claro que aún queda un camino importante por recorrer, tanto en lo que se refiere a incluir a sectores que aún no han accedido al sistema como a asegurar que estos programas se mantengan en el tiempo, para promover una mayor equidad en las sociedades de América Latina, para eliminar las diferencias entre los Jorges y Raúles.

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