Sin duda, la política y los políticos son mejorables. La misma afirmación se podría señalar de cualquier profesión que sometiéramos a un escrutinio público diario como el que se somete a la actividad política y a sus actores. Por no hablar de quienes destacan la paradoja de que unos políticos "tan malos" provengan de una sociedad que parece tener respuestas acertadas para todo. Quizás ocurra que, en realidad, todos hemos ido dejando valores por el camino.
Es obvio que se han producido conductas políticas que requieren respuestas reprobatorias contundentes pero, a mi juicio, eso no es lo peor porque ante tales circunstancias bastaría con la sustitución del implicado y su sometimiento a las responsabilidades derivadas de cada caso. Lo verdaderamente grave es el perverso latiguillo del "todos son iguales" con el que se condena, a partir de anomalías individuales, al conjunto del colectivo. Esa elevación de lo particular y puntual -por grave que sea- a lo colectivo y general provoca altos niveles de desafección política y hasta actitudes claramente "anti-política" que generan un obstáculo de envergadura en el buen funcionamiento de la democracia.
Esa actitud de hacer pagar a justos por pecadores pone arbitrariamente en tela de juicio a un gran número de personas, de todos los colores, que de forma honrada y eficaz cumplen con sus responsabilidades públicas. Pero su peor consecuencia es la creciente dinámica de desconfianza y desafección hacia la fraternidad y lo colectivo. Deriva positiva para quién pretende la desunión.
Caer en la dispersión social, en la indiferencia, en el individualismo insolidario es renunciar a la esencia misma de la sociedad. Es la capitulación colectiva ante los desafíos y la derrota de lo colectivo significa también la de la gran mayoría de ciudadanos, que no pueden pagar de su bolsillo una seguridad y un estado del bienestar particulares.
Es evidente que la política no garantiza la igualdad absoluta y que, aún con ella, son innumerables los problemas de cohesión. Mucho más cuando, como ahora, nos han cambiado las reglas de juego y son los poderes económicos globales quienes ejercen la supremacía sobre la política, aún, nacional. Nos hallamos ante una inversión de los principios democráticos causante de la creciente desigualdad, propiciada por unas ideologías neoliberales que propugnan una sociedad de mercado, desregulada y egoísta, en la que lo público se condena al raquitismo.
Sin embargo, tirar la toalla y renunciar a ocupar el espacio público es sinónimo de renuncia a la propia condición de ciudadanos e incluso de personas. La dejación y el pasotismo configuran el camino más rápido para que quienes ya ostentan de manera ilegítima un inmenso poder que no les corresponde, puedan conservarlo de manera absoluta y vitalicia. Nada nutre mejor a los poderes incontrolados que la sustitución de la política y sus agentes tradicionales por direcciones de tecnócratas, puramente, economicistas, exentas de los valores y de garantías que garantizan la dignidad. Es algo de lo que, por desgracia, ya conocemos algunos de sus efectos.
Quizás el problema radique en que no entendamos que la política es una lucha permanente, un ir ganando espacios poco a poco, y no una fórmula matemática donde, moviendo una simple pieza, todo cuadra al instante. Quizás exijamos más de la política que lo que realmente puede dar y por ello no se entienda que sus éxitos siempre serán parciales e insatisfactorios por naturaleza puesto que nunca cesan de aparecer nuevos desafíos y necesidades. Quizás el problema se encuentre en la consideración de la política como un mundo aparte, como algo ajeno a nosotros, olvidando que ella es nosotros, y de ahí su fortaleza. O quizás todo ocurre por no valorar adecuadamente a los adversarios.
Se trata de poderosos adversarios que, a pesar de la política y de las instituciones democráticas, después de originar una crisis como la que estamos padeciendo, consiguen que acabemos discutiendo sobre lo innecesario de los Parlamentos y de los instrumentos de representación democrática. Los verdaderos responsables de lo que nos sucede han conseguido desviar el centro del debate hacia lo público y sus defectos; han logrado zafarse de su responsabilidad y evitado un debate riguroso sobre los imprescindibles límites y controles a los que deben sujetar todos los poderes, también los económicos, en toda sociedad democrática ¿De qué no serían capaces estos poderes sin la política?
Estos imperios opacos son los mismos que se apoyan en un "no hay más remedio" y en recortes extremos. Se valen del miedo, lógico en una situación de gran dificultad, para ofrecer seguridades engañosas mientras desmontan el sistema público, que garantiza la igualdad y, por ende, libertad, a la gran generalidad. La brecha entre ricos y pobres es más amplia que nunca.
La política se basa en conceptos éticos, traza fronteras entre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo inaceptable, lo justo y lo injusto. La política es, ante todo, una opción de carácter ético, una lucha por la equidad. Sin embargo, en las últimas décadas nos la ha vendido como una toma de decisiones que solo tienen en cuenta criterios técnicos de gestión y contables. Esto es anterior a la crisis y una de las principales causas de su origen.
Más que nunca, los difíciles tiempos que vivimos - con los cambios que sean necesarios en la política democrática, que no son pocos - demandan menos indiferencia y más compromiso político. Los poderosos, con gran inteligencia, nos utilizan de comparsa para conseguir unos objetivos que coinciden poco con los nuestros.
No nos dejemos engañar por quienes no creen realmente en la democracia y sólo especulan con ella y su fracaso, porque al final ocurrirá lo que un día contó Yomo Kenyata, primer presidente de Kenia, "cuando los blancos vinieron a África teníamos tierra y ellos la Biblia. Nos enseñaron a rezar con los ojos cerrados. Cuando los abrimos, los blancos tenían la tierra y nosotros la Biblia".
Es obvio que se han producido conductas políticas que requieren respuestas reprobatorias contundentes pero, a mi juicio, eso no es lo peor porque ante tales circunstancias bastaría con la sustitución del implicado y su sometimiento a las responsabilidades derivadas de cada caso. Lo verdaderamente grave es el perverso latiguillo del "todos son iguales" con el que se condena, a partir de anomalías individuales, al conjunto del colectivo. Esa elevación de lo particular y puntual -por grave que sea- a lo colectivo y general provoca altos niveles de desafección política y hasta actitudes claramente "anti-política" que generan un obstáculo de envergadura en el buen funcionamiento de la democracia.
Esa actitud de hacer pagar a justos por pecadores pone arbitrariamente en tela de juicio a un gran número de personas, de todos los colores, que de forma honrada y eficaz cumplen con sus responsabilidades públicas. Pero su peor consecuencia es la creciente dinámica de desconfianza y desafección hacia la fraternidad y lo colectivo. Deriva positiva para quién pretende la desunión.
Caer en la dispersión social, en la indiferencia, en el individualismo insolidario es renunciar a la esencia misma de la sociedad. Es la capitulación colectiva ante los desafíos y la derrota de lo colectivo significa también la de la gran mayoría de ciudadanos, que no pueden pagar de su bolsillo una seguridad y un estado del bienestar particulares.
Es evidente que la política no garantiza la igualdad absoluta y que, aún con ella, son innumerables los problemas de cohesión. Mucho más cuando, como ahora, nos han cambiado las reglas de juego y son los poderes económicos globales quienes ejercen la supremacía sobre la política, aún, nacional. Nos hallamos ante una inversión de los principios democráticos causante de la creciente desigualdad, propiciada por unas ideologías neoliberales que propugnan una sociedad de mercado, desregulada y egoísta, en la que lo público se condena al raquitismo.
Sin embargo, tirar la toalla y renunciar a ocupar el espacio público es sinónimo de renuncia a la propia condición de ciudadanos e incluso de personas. La dejación y el pasotismo configuran el camino más rápido para que quienes ya ostentan de manera ilegítima un inmenso poder que no les corresponde, puedan conservarlo de manera absoluta y vitalicia. Nada nutre mejor a los poderes incontrolados que la sustitución de la política y sus agentes tradicionales por direcciones de tecnócratas, puramente, economicistas, exentas de los valores y de garantías que garantizan la dignidad. Es algo de lo que, por desgracia, ya conocemos algunos de sus efectos.
Quizás el problema radique en que no entendamos que la política es una lucha permanente, un ir ganando espacios poco a poco, y no una fórmula matemática donde, moviendo una simple pieza, todo cuadra al instante. Quizás exijamos más de la política que lo que realmente puede dar y por ello no se entienda que sus éxitos siempre serán parciales e insatisfactorios por naturaleza puesto que nunca cesan de aparecer nuevos desafíos y necesidades. Quizás el problema se encuentre en la consideración de la política como un mundo aparte, como algo ajeno a nosotros, olvidando que ella es nosotros, y de ahí su fortaleza. O quizás todo ocurre por no valorar adecuadamente a los adversarios.
Se trata de poderosos adversarios que, a pesar de la política y de las instituciones democráticas, después de originar una crisis como la que estamos padeciendo, consiguen que acabemos discutiendo sobre lo innecesario de los Parlamentos y de los instrumentos de representación democrática. Los verdaderos responsables de lo que nos sucede han conseguido desviar el centro del debate hacia lo público y sus defectos; han logrado zafarse de su responsabilidad y evitado un debate riguroso sobre los imprescindibles límites y controles a los que deben sujetar todos los poderes, también los económicos, en toda sociedad democrática ¿De qué no serían capaces estos poderes sin la política?
Estos imperios opacos son los mismos que se apoyan en un "no hay más remedio" y en recortes extremos. Se valen del miedo, lógico en una situación de gran dificultad, para ofrecer seguridades engañosas mientras desmontan el sistema público, que garantiza la igualdad y, por ende, libertad, a la gran generalidad. La brecha entre ricos y pobres es más amplia que nunca.
La política se basa en conceptos éticos, traza fronteras entre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo inaceptable, lo justo y lo injusto. La política es, ante todo, una opción de carácter ético, una lucha por la equidad. Sin embargo, en las últimas décadas nos la ha vendido como una toma de decisiones que solo tienen en cuenta criterios técnicos de gestión y contables. Esto es anterior a la crisis y una de las principales causas de su origen.
Más que nunca, los difíciles tiempos que vivimos - con los cambios que sean necesarios en la política democrática, que no son pocos - demandan menos indiferencia y más compromiso político. Los poderosos, con gran inteligencia, nos utilizan de comparsa para conseguir unos objetivos que coinciden poco con los nuestros.
No nos dejemos engañar por quienes no creen realmente en la democracia y sólo especulan con ella y su fracaso, porque al final ocurrirá lo que un día contó Yomo Kenyata, primer presidente de Kenia, "cuando los blancos vinieron a África teníamos tierra y ellos la Biblia. Nos enseñaron a rezar con los ojos cerrados. Cuando los abrimos, los blancos tenían la tierra y nosotros la Biblia".