Tardenoche de domingo; interrumpidas por el explosivo y gozoso nacimiento de Gael, mi primer nieto, empiezo a recomponer mis rutinas vitales: abro El Huffington y me doy de bruces con el testimonio de Noah relatando la estremecedora muerte de su padre, Robert Michelson, en un febrero de hace siete años que quedó petrificado para siempre en su conciencia.
De entre todas las vivencias similares que los muchos años de ejercer la medicina, y, sobre todo, de militancia por la dignidad en la muerte me han permitido conocer y compartir, se me agolpa en el recuerdo la experiencia conmovedora y magníficamente relatada por Jorge Martínez Reverte en su artículo de El País, también en un mes de febrero tan sólo un año después de la muerte de Robert. Casualidades de la vida.
Pienso en los Noah, los Jorge y tantos otros seres anónimos obligados a enfrentarse a experiencias tan dolorosas para las que uno, por más que haya vivido, no está nunca suficientemente preparado.
Me indigna la sinrazón que lleva a gobiernos de estados pretendidamente aconfesionales a seguir los dictados morales de los sumos sacerdotes religiosos que ni siquiera son capaces de convencer a la mayoría de sus propios fieles, pero consiguen mantener en los códigos penales lo que ellos consideran pecado: el gravísimo pecado de tratar a su progenitor, un ser humano al fin, con la caridad y la compasión que se supondría obligatoria para un creyente.
Me pregunto si ese Jesús de Nazaret que exhiben como coartada los Roucos, los Sebastianes y demás jerarcas bajo palio, consideraría que actúan como verdadero prójimo quienes obligan a un ser humano a apurar el cáliz o más bien quienes, desde el amor o la mera solidaridad, ponen fin a su sufrimiento cumpliendo la voluntad de quien no tiene otra salida que solicitar ayuda para morir con un mínimo de dignidad: la de asumir el control final sobre su vida y su muerte.
Aunque, por otra parte, tampoco creo que les importe demasiado. Debe hacer siglos que ese Jesús no va a misa ni entra en sus templos. Si es que lo hizo alguna vez.
Tanto como el cinismo de los jerarcas religiosos, las experiencias vitales concretas y terribles como las de Jorge Martínez Reverte o la de Noah Michelson, ponen claramente en evidencia la hipocresía que supone seguir empeñados en invocar el poder pretendidamente resolutivo de los cuidados paliativos. La supuesta capacidad de evitar el sufrimiento hasta hacer innecesaria la eutanasia es desmentida una y otra vez por experiencias como la de Josefina, la de Robert, y por la de miles de pacientes terminales que se ven obligados a comprobar en sus carnes la falacia de esa pretendida panacea de los paliativos. Porque, aunque fueran capaces de solucionar permanente y completamente todo el sufrimiento que puede rodear a la muerte, que no lo son, no hay ninguna razón moral mínimamente sostenible para negarle a nadie, menos a un moribundo, el derecho a establecer el ámbito de su propia dignidad. Algunos, no titubean en poner sus propios intereses corporativos por delante del sufrimiento de los demás.
Mientras renuevo mi admiración y el agradecimiento por el valor de Jorge, no dejo de pensar que el duelo de Noah no pudo tener siquiera el consuelo del deber filial cumplido. Un logro más de los guardianes de la ortodoxia pro-vida: manipular las conciencias hasta conseguir poner el temor al reproche penal por encima del deber filial y aún humano, de ayudar a quien lo necesita. Cada hijo incapaz de sobreponerse y dar a su padre la muerte liberadora que le pide, lo contabilizan como un éxito. Son conscientes de que tienen la batalla perdida pero intentan causar cuantas más bajas mejor.
Pensando en el conflicto vital y emocional a que se enfrentan centenares o tal vez miles de personas en situaciones parecidas, debatiéndose desconcertados entre el miedo y el deber, me vienen nuevamente a la memoria las palabras de un médico que se autodefinía como "médico de personas", Jordi Gol i Gurina: "Siento remordimientos de no haberlo hecho, porque pienso que nunca ha sido el amor al enfermo el que ha detenido mi mano, sino el miedo a perder la paz de mi conciencia, y que mi conciencia no estaba sólo condicionada por mis convicciones íntimas sino por un sustrato cultural que me influía mucho". Se arrepentía de no haber seguido el impulso, muchas veces sentido, de "desconectar" a pacientes sin más horizonte vital que el sufrimiento.
Me asalta una vez más la rabia, el recuerdo de las preguntas no contestadas, de las respuestas falaces, de tantos intereses vergonzosos inconfesos, de la maldad apenas disimulada de quienes fabrican pretendidos defensores de la vida en abstracto, con el único fin de poder seguir mandando en nuestras vidas concretas.
Me gustaría decirles desde aquí a todos los hijos e hijas que todavía tendrán que enfrentarse a una petición de ayuda para morir, que no cedan al chantaje moral y menos aún al miedo al castigo. La verdadera paz de su conciencia sólo nacerá del deber cumplido; el miedo nunca podrá traerles la paz.
De entre todas las vivencias similares que los muchos años de ejercer la medicina, y, sobre todo, de militancia por la dignidad en la muerte me han permitido conocer y compartir, se me agolpa en el recuerdo la experiencia conmovedora y magníficamente relatada por Jorge Martínez Reverte en su artículo de El País, también en un mes de febrero tan sólo un año después de la muerte de Robert. Casualidades de la vida.
Pienso en los Noah, los Jorge y tantos otros seres anónimos obligados a enfrentarse a experiencias tan dolorosas para las que uno, por más que haya vivido, no está nunca suficientemente preparado.
Me indigna la sinrazón que lleva a gobiernos de estados pretendidamente aconfesionales a seguir los dictados morales de los sumos sacerdotes religiosos que ni siquiera son capaces de convencer a la mayoría de sus propios fieles, pero consiguen mantener en los códigos penales lo que ellos consideran pecado: el gravísimo pecado de tratar a su progenitor, un ser humano al fin, con la caridad y la compasión que se supondría obligatoria para un creyente.
Me pregunto si ese Jesús de Nazaret que exhiben como coartada los Roucos, los Sebastianes y demás jerarcas bajo palio, consideraría que actúan como verdadero prójimo quienes obligan a un ser humano a apurar el cáliz o más bien quienes, desde el amor o la mera solidaridad, ponen fin a su sufrimiento cumpliendo la voluntad de quien no tiene otra salida que solicitar ayuda para morir con un mínimo de dignidad: la de asumir el control final sobre su vida y su muerte.
Aunque, por otra parte, tampoco creo que les importe demasiado. Debe hacer siglos que ese Jesús no va a misa ni entra en sus templos. Si es que lo hizo alguna vez.
Tanto como el cinismo de los jerarcas religiosos, las experiencias vitales concretas y terribles como las de Jorge Martínez Reverte o la de Noah Michelson, ponen claramente en evidencia la hipocresía que supone seguir empeñados en invocar el poder pretendidamente resolutivo de los cuidados paliativos. La supuesta capacidad de evitar el sufrimiento hasta hacer innecesaria la eutanasia es desmentida una y otra vez por experiencias como la de Josefina, la de Robert, y por la de miles de pacientes terminales que se ven obligados a comprobar en sus carnes la falacia de esa pretendida panacea de los paliativos. Porque, aunque fueran capaces de solucionar permanente y completamente todo el sufrimiento que puede rodear a la muerte, que no lo son, no hay ninguna razón moral mínimamente sostenible para negarle a nadie, menos a un moribundo, el derecho a establecer el ámbito de su propia dignidad. Algunos, no titubean en poner sus propios intereses corporativos por delante del sufrimiento de los demás.
Mientras renuevo mi admiración y el agradecimiento por el valor de Jorge, no dejo de pensar que el duelo de Noah no pudo tener siquiera el consuelo del deber filial cumplido. Un logro más de los guardianes de la ortodoxia pro-vida: manipular las conciencias hasta conseguir poner el temor al reproche penal por encima del deber filial y aún humano, de ayudar a quien lo necesita. Cada hijo incapaz de sobreponerse y dar a su padre la muerte liberadora que le pide, lo contabilizan como un éxito. Son conscientes de que tienen la batalla perdida pero intentan causar cuantas más bajas mejor.
Pensando en el conflicto vital y emocional a que se enfrentan centenares o tal vez miles de personas en situaciones parecidas, debatiéndose desconcertados entre el miedo y el deber, me vienen nuevamente a la memoria las palabras de un médico que se autodefinía como "médico de personas", Jordi Gol i Gurina: "Siento remordimientos de no haberlo hecho, porque pienso que nunca ha sido el amor al enfermo el que ha detenido mi mano, sino el miedo a perder la paz de mi conciencia, y que mi conciencia no estaba sólo condicionada por mis convicciones íntimas sino por un sustrato cultural que me influía mucho". Se arrepentía de no haber seguido el impulso, muchas veces sentido, de "desconectar" a pacientes sin más horizonte vital que el sufrimiento.
Me asalta una vez más la rabia, el recuerdo de las preguntas no contestadas, de las respuestas falaces, de tantos intereses vergonzosos inconfesos, de la maldad apenas disimulada de quienes fabrican pretendidos defensores de la vida en abstracto, con el único fin de poder seguir mandando en nuestras vidas concretas.
Me gustaría decirles desde aquí a todos los hijos e hijas que todavía tendrán que enfrentarse a una petición de ayuda para morir, que no cedan al chantaje moral y menos aún al miedo al castigo. La verdadera paz de su conciencia sólo nacerá del deber cumplido; el miedo nunca podrá traerles la paz.