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Memorias de la desmemoria

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La extinción física del presidente Suárez ha desatado una ola de memoria y homenaje. Buena parte de la sociedad española buscaba una ocasión como ésta para respirar de nuevo, en la nostalgia y sus lecciones, el clima de la transición, tan irrepetible como la personalidad a la que rendimos tributo.

Historiográfica, sociológica y culturalmente, la transición española ha sido glosada desde todas las perspectivas imaginables. Su éxito fue resultado de un entrecruzamiento de miedos compartidos a repetir los errores del pasado (cuartelazos, asonadas, golpes de estado reaccionarios, guerras civiles y derramamiento de sangre). Y fue en buena medida debido a que la derecha sobreestimó el potencial revolucionario de la izquierda (Portugal y sus claveles estaban todavía cerca) mientras que la izquierda no podía perder de vista que la derecha española tenía la sartén por el mango: Los poderes facticos aludían entonces al Ejército, la iglesia y la Banca, pero todos los demás estaban alineados también de su lado: los medios de comunicación dominantes, ­una sola TVE­, y los aparatos del Estado, al frente de los cuales los aparatos represivos, las fuerzas de seguridad y de orden público.

En su contexto, la figura de Adolfo Suárez fue visualizada como providencial. Las generaciones más jóvenes -los nacidos en los 60 éramos adolescentes en la transición- supimos perdonarle mejor sus antecedentes franquistas y sus cargos en el Régimen (secretario general del Movimiento Nacional) que las generaciones a las que se adoctrinó para que se considerasen vencedoras de la Guerra Civil; los garantes de las esencias del 18 de julio y le denostaron cruelmente por traidor y "oportunista".

Por sobresaliente que fuera -que por descontado lo fue- la personalidad del presidente Suárez, la ensoñación colectiva y los éxitos de la transición no fueron producto de un hombre, sino de una sociedad enhebrada de anhelos generacionales sumados. El concurso activo de millones contribuyó a la validación del resultado: el consenso, la Constitución de 1978, la parlamentarización de la monarquía heredada de la dictadura, y la apertura de un ciclo de elecciones democráticas, locales, autonómicas, generales y finalmente europeas. Pero también el prestigio e incluso la osadía de cambiar de aquella hornada de representantes responsables políticos -sí, los políticos- que lo hicieron posible, desdiciéndose en buena medida de sus anteriores biografías.

Lo que quiera que hiciéramos todos bien ¡lo hicimos hace ya casi 40 años! Ha pasado un tiempo definitivo, un espacio cronológico de grandes transformaciones y vértigo en las revoluciones demográficas, ecológicas y socioculturales de la globalización.

Nada permanece permanentemente inalterable, que es como se proclamaban los Principios fundamentales del Movimiento Nacional de la dictadura franquista (Ley Fundamental de 1958). Ninguna civilización tiene nunca asegurada su supervivencia para siempre; ninguna conquista de la civilización está conseguida tampoco. Todas están permanentemente amenazadas: por el paso del tiempo y las transformaciones sociales, pero también por la regurgitación de la reacción y las contraofensivas de los enemigos del cambio.

El mejor homenaje que podemos brindar a los protagonistas de aquellos cambios, a cuya cabeza estaba Adolfo Suárez, es abrir un nuevo ciclo de cambios y reformas constitucionales.

El edificio puesto en pie a finales de los 70 rechina por todas las costuras: Corona, Parlamento, Gobierno, Estado Autonómico, Poder Judicial y Tribunal Constitucional... Todas las piezas están deteriorándose expuestos hace tiempo a un deterioro muy severo.

Una nueva sociedad pide ahora nuevos cambios. Atreverse tiene costes. Los habrá que se apresuren a denostar con la misma crueldad de incomprensión con la que criticaron a Adolfo. Pero hay que osar, con visión de Estado y patriotismo en valores.

Una nueva urdimbre generacional debe de nuevo hacer frente a un cambio, un ciclo constitucional que aprenda de las experiencias y haga valer nuestras procedencias diversas para relanzar la idea de las constituyentes de entonces. A menudo la ensoñación de la memoria encubre la desmemoria no sólo individual, sino también colectiva.

Sería el mejor tributo a la vida, la obra y la memoria de Adolfo.

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