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¿Por qué lloramos? ¿Por quién lloramos? (Novela)

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Al día siguiente de morir mi padre llamé a Regina, mi mujer, que se había quedado en Viena. (Vivíamos entonces en la frívola capital austriaca una vida plácida. Los vieneses me han parecido siempre contenidos y turbios al mismo tiempo, pero su sociedad a principios del siglo XXI era amable con los iguales e implacable con los diferentes. Nosotros, mi mujer y yo, estábamos más cerca de los iguales que de los diferentes. Así que gozábamos del aire bonancible de la ciudad imperial, respirábamos en la misma holgura en la que están trazadas sus calles, en el mismo desahogo que un siglo antes había insuflado la construcción de sus casas.) Regina no había podido o no había querido acompañarme. Es cierto que el aviso de que mi padre había empeorado y se hallaba en el hospital fue intempestivo, casi en la noche. Gestioné inmediatamente los billetes de avión y salí hacia Madrid de madrugada, vía Zúrich. No se planteó que ella me acompañara. Tampoco imaginé que mi padre podría morir. Le llevaba mi última novela, Breve historia del llanto, que aún no había salido a la venta, pero de la que tenía unos pocos ejemplares que mis editores me habían traído a Viena antes de distribuirlo. Para cuando llegué al hospital, mi padre ya no veía, ni oía, ni hablaba, aunque seguía vivo. Cinco días después expiró.

Para tener una mayor libertad a la hora de hablar con mi mujer desde mi móvil y respirar un poco de aire fresco, había salido de casa. No bien atendió a mi llamada y nos saludamos, ella respondió con sollozos. Por un momento pensé que se encontraba naturalmente afectada por la muerte de mi padre, de la que ya le había informado el día anterior, y por la compasión que debía inspirarle mi estado. Yo quería darle detalles del entierro y decirle que al día siguiente regresaba a Viena. Pero sus lamentos me interrumpían. Me pidió que la perdonara... Que se había dejado llevar... Entrecortando la vulgar historia de su infidelidad durante la misma noche en que velábamos a mi padre, un goteo de lágrimas que no parecía calculado sugería un patetismo escénico que yo no podía representarme del todo, una tristeza procedente de un espacio ciego al que yo no podía llegar. Su confesión de un engaño como ése en semejante momento convirtió en molino dañado el dolor que yo tenía ya por la pérdida de mi padre, y sentí que algo áspero y muy ruidoso me barrenaba el cerebro, dejándome convulso y sin control sobre mis miembros. Ella cesó de llorar y mi cólera puso fin a la conversación. Había visto en facebook que se había dado cita con un hombre al que yo no conocía. Supuse que era el mismo con el que me había engañado, e imaginé los llantos que acababa de escuchar como las lágrimas de glicerina que se colocan en el rostro de las actrices de cine, imaginé a Regina aspirando de un mortero un puñado de menta recién machacada, metiendo la nariz en una olla de cebolla picada, haciendo esfuerzos con su diafragma para colocar los gemidos entre las palabras que más directamente podían invocar mi perdón. Tal vez me equivocaba y su compunción era verdadera.

Lloré y contagié de una congoja desesperada a todo lo que estaba a mi alrededor. Los plátanos de la avenida en la que me encontraba chorreaban lágrimas como frutos melancólicos; miles de destinos trágicos alentaban en los cruces de las calles, y desde las ventanas nubladas de las casas se proyectaba una pesadumbre que descargaba sobre el aire su sustancia negra, inconsolable. Pensé que eran las "lágrimas de las cosas", las "lacrymae rerum" de las que habla el poeta Virgilio, y que me acompañaban en mi aflicción. Ahora pienso que no lloraba para sobrevivir, como se suele decir, o que no lloraba sólo para sobrevivir al derrumbe de un mundo que iba a tener que reconstruir a partir del día siguiente.

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