"¡Pásame un Ceferino! ¡Y una bandera también! ¡A ver, a ver, paso, paso, que vamos...!" Como en un hormiguero, montones de personas corrían de un lado para otro, llevando y trayendo los más variopintos objetos que imaginarse pueda: lámparas, manteles, una cama turca, grandes rollos de un cable grueso y pesado, con puntas de cobre brillante, rematado con agujeros y tuercas del mismo material, un pavo de goma, o eso parecía, pues su largo y desnudo cuello, como el resto de su cuerpo, no terminaba de colgar naturalmente como correspondería a un animal de verdad... "¡Vamos señores que en diez minutos tenemos que estar listos!" Dijo la voz poderosa del ayudante de dirección. Unas vías de tren pasaron, flotando, ante mis ojos asombrados a hombros de unos fornidos eléctricos y alguien me explicó que no eran vías de tren sino vías de travelling, para colocar la cámara en una plataforma que, a su vez, iría colocada sobre los raíles y desplazarse sobre ellos. "O sea", dije yo, "unas vías de tren pero más pequeñito todo, ¿no?"
Con Bobby Deglané, en Radio España, no mucho tiempo antes de hacer esta pregunta.
"¡Pedro Mari, a retocar!" Me senté en el sillón de maquillaje y me miré en el espejo, bordeado de bombillitas blancas, que tenía delante, mientras corregían alguna imperfección en el maquillaje. Tras unas horas de jornada y, siendo yo como era, es decir, una guindilla, era altamente improbable que no tuviera la cara hecha un Cristo. Aquel era el último día que estábamos allí, a punto de terminar. "¡A plató!" Vinieron a por mí y llegamos, concretamente, al decorado del comedor de la que representaba ser la casa de aquella gran familia. Alrededor de su mesa nos acoplábamos los 16 hijos, los padres, el abuelo... aquello era como destapar una caja de juguetes en la que éstos hubieran decidido cobrar vida, cada uno a lo suyo, pero todo mezclado y a la vez. Era lo normal. Todo el mundo afanado en ultimar detalles de su departamento y, en medio de aquello, un grupo salvaje de críos, que poníamos un punto más de chispa a la que ya tienen, per se, los rodajes cinematográficos. Unas últimas comprobaciones de esta o aquella posición, del foco correcto, ajustado a cada paso del recorrido de la cámara, sobre su travelling... "¡Silencio, se rueda...!"
Como a la orden de un poderoso conjuro todo aquel tremendo guirigay desapareció por completo y el más absoluto silencio se hizo dueño de todo, a la espera de las palabras mágicas: Motor... ¡acción...! Y el aparente desbarajuste previo a ese momento cobraba sentido. Era el gran juego.
Con Antonio Ferrandis en el rodaje de El calor de la llama. Yo soy la asistenta...
A mí siempre me fascinó esa característica del cine que, un poco mas tarde, pude experimentar también en la televisión y en el teatro. Tanta gente de distintas especialidades, procedencias, convicciones, gustos personales, poniendo su máxima atención y buen hacer, con mimo, con una ilusión y compromiso como sólo los niños, cuando se meten en el juego, viviéndolo, son capaces de hacer. Y siempre, o desde hace mucho tiempo, al menos, me ha parecido que estas industrias eran representaciones metafóricas de la sociedad.
Todos y cada uno de cuantos participan en una película, u obra de teatro, están al servicio de algo intangible e inalcanzable, en realidad; el discurso, relato, mensaje... llámenlo como quieran, de esa obra. Nadie, ni guionistas, ni protagonistas, ni directores de fotografía, o de arte, ni los montadores, ni siquiera el director o el productor están por encima. O no deberían estarlo. De creer lo contrario, se daría lugar a una obra pequeña, sin universalidad; estaría despojada de verdadera utilidad para las personas, que es a quienes van dirigidas todas ellas. Ese equilibrio entre aportación de la personalidad y apartamiento del ego es una de las grandes dificultades para crear algo que merezca la pena y que no sea más que un simple tinglado narcisista.
Auto foto durante el rodaje de Cuéntame cómo pasó
¡Silencio, se rueda...! Y todos los trabajos, aparentemente inconexos, se coordinan para intentar crear la magia de una obra artística. A veces se consigue, otras no, pero la ilusión, el compromiso y el coraje, han de ser totales e inexcusables, a sabiendas de llegar a un lugar que es más una probabilidad que una certeza.
Pienso ahora en nuestra sociedad, en estos días nuestros, y no puedo dejar de pensar cuánto se parece el cine a la sociedad y de advertir que hay cosas que se están haciendo rematadamente mal. No se puede llevar a cabo un rodaje si una buena parte de quienes participan en él, ya sean de los que mandan o de los que no, digan ser esto o aquello, se infiltran en la película para reventarla porque, simplemente y llanamente, no quieren que la película salga bien, despreciando a tantos equipos de trabajo -y a las personas que los conforman- imprescindibles para que esto funcione, y que trabajan con toda la honradez, toda la entrega e ilusión del mundo y que ven desperdiciado todo su esfuerzo; atracada su economía y su dignidad de forma tan irrespetuosa y persistente.
Pienso que un insultante número de personas ha creído estar por encima del asunto, y han querido hacer su película dentro de La Película quedando en evidencia su egoísmo, su falta de consideración para con el resto del equipo y su desoladora falta de talento. Hay demasiadas personas a quienes, en realidad, no les gusta el cine, utilizando esta metáfora para seguir con el hilo y que nos entendamos, y así no hay manera.
No conviene, en absoluto, en esta realidad, trasunto del cine, confundir el verbo de este conjuro mágico ¡Silencio, se rueda!, con este otro, vulgar y zafio, que nos quieren imponer, y que sólo puede dar como resultado una mala película de terror:
¡Silencio, se roba...!
Proceso creación de El hombre elefante. Foto: Antonio Suárez.
www.pedromarisanchez.com
Con Bobby Deglané, en Radio España, no mucho tiempo antes de hacer esta pregunta.
"¡Pedro Mari, a retocar!" Me senté en el sillón de maquillaje y me miré en el espejo, bordeado de bombillitas blancas, que tenía delante, mientras corregían alguna imperfección en el maquillaje. Tras unas horas de jornada y, siendo yo como era, es decir, una guindilla, era altamente improbable que no tuviera la cara hecha un Cristo. Aquel era el último día que estábamos allí, a punto de terminar. "¡A plató!" Vinieron a por mí y llegamos, concretamente, al decorado del comedor de la que representaba ser la casa de aquella gran familia. Alrededor de su mesa nos acoplábamos los 16 hijos, los padres, el abuelo... aquello era como destapar una caja de juguetes en la que éstos hubieran decidido cobrar vida, cada uno a lo suyo, pero todo mezclado y a la vez. Era lo normal. Todo el mundo afanado en ultimar detalles de su departamento y, en medio de aquello, un grupo salvaje de críos, que poníamos un punto más de chispa a la que ya tienen, per se, los rodajes cinematográficos. Unas últimas comprobaciones de esta o aquella posición, del foco correcto, ajustado a cada paso del recorrido de la cámara, sobre su travelling... "¡Silencio, se rueda...!"
Como a la orden de un poderoso conjuro todo aquel tremendo guirigay desapareció por completo y el más absoluto silencio se hizo dueño de todo, a la espera de las palabras mágicas: Motor... ¡acción...! Y el aparente desbarajuste previo a ese momento cobraba sentido. Era el gran juego.
A mí siempre me fascinó esa característica del cine que, un poco mas tarde, pude experimentar también en la televisión y en el teatro. Tanta gente de distintas especialidades, procedencias, convicciones, gustos personales, poniendo su máxima atención y buen hacer, con mimo, con una ilusión y compromiso como sólo los niños, cuando se meten en el juego, viviéndolo, son capaces de hacer. Y siempre, o desde hace mucho tiempo, al menos, me ha parecido que estas industrias eran representaciones metafóricas de la sociedad.
Todos y cada uno de cuantos participan en una película, u obra de teatro, están al servicio de algo intangible e inalcanzable, en realidad; el discurso, relato, mensaje... llámenlo como quieran, de esa obra. Nadie, ni guionistas, ni protagonistas, ni directores de fotografía, o de arte, ni los montadores, ni siquiera el director o el productor están por encima. O no deberían estarlo. De creer lo contrario, se daría lugar a una obra pequeña, sin universalidad; estaría despojada de verdadera utilidad para las personas, que es a quienes van dirigidas todas ellas. Ese equilibrio entre aportación de la personalidad y apartamiento del ego es una de las grandes dificultades para crear algo que merezca la pena y que no sea más que un simple tinglado narcisista.
Auto foto durante el rodaje de Cuéntame cómo pasó
¡Silencio, se rueda...! Y todos los trabajos, aparentemente inconexos, se coordinan para intentar crear la magia de una obra artística. A veces se consigue, otras no, pero la ilusión, el compromiso y el coraje, han de ser totales e inexcusables, a sabiendas de llegar a un lugar que es más una probabilidad que una certeza.
Pienso ahora en nuestra sociedad, en estos días nuestros, y no puedo dejar de pensar cuánto se parece el cine a la sociedad y de advertir que hay cosas que se están haciendo rematadamente mal. No se puede llevar a cabo un rodaje si una buena parte de quienes participan en él, ya sean de los que mandan o de los que no, digan ser esto o aquello, se infiltran en la película para reventarla porque, simplemente y llanamente, no quieren que la película salga bien, despreciando a tantos equipos de trabajo -y a las personas que los conforman- imprescindibles para que esto funcione, y que trabajan con toda la honradez, toda la entrega e ilusión del mundo y que ven desperdiciado todo su esfuerzo; atracada su economía y su dignidad de forma tan irrespetuosa y persistente.
Pienso que un insultante número de personas ha creído estar por encima del asunto, y han querido hacer su película dentro de La Película quedando en evidencia su egoísmo, su falta de consideración para con el resto del equipo y su desoladora falta de talento. Hay demasiadas personas a quienes, en realidad, no les gusta el cine, utilizando esta metáfora para seguir con el hilo y que nos entendamos, y así no hay manera.
No conviene, en absoluto, en esta realidad, trasunto del cine, confundir el verbo de este conjuro mágico ¡Silencio, se rueda!, con este otro, vulgar y zafio, que nos quieren imponer, y que sólo puede dar como resultado una mala película de terror:
¡Silencio, se roba...!
Proceso creación de El hombre elefante. Foto: Antonio Suárez.
www.pedromarisanchez.com