El gas de lutitas supone ya el 40% de la producción de gas natural en EEUU, tras un crecimiento espectacular en este siglo que se estanca y entra en meseta a partir de diciembre de 2011. El 80% de toda esta producción proviene únicamente de cinco campos, varios de los cuales están ya en irreversible declive, y ello obliga a multiplicar la inyección de capital (42.000 millones de dólares en 2012 para perforar 7.000 nuevos pozos) para mantener los niveles de producción. Los ingresos obtenidos en ese mismo año fueron de 32.500 millones de dólares, según el informe Perfora, chico, perfora ¿Pueden los combustibles no convencionales introducirnos en una nueva era de independencia energética?, de J. David Hughes, del Post Carbon Institute.
Es evidente que la cada vez más conocida técnica del fracking ha removido las bases económicas del sector de la energía en Norteamérica, modificando radicalmente su realidad en sólo cinco años. Se habla de la revolución del gas que devolverá a Estados Unidos el liderazgo industrial indiscutible. Pero no es eso lo que uno se encuentra cuando bucea en la estructura económica de aquel gran país. (Los sectores directamente beneficiados representan algo menos del 0,5% del PIB en su conjunto, y en torno a un 5% del total de la industria manufacturera en EEUU, que en 2010 aportaba el 11,8% al PIB nacional, según Unconventional wisdom: an economic analysis of US shale gas and implications for EU, de Spencer, Sartor y Mathieu.)
Europa se incorpora tarde al debate de los hidrocarburos no convencionales (de un tiempo a esta parte llega con retraso a demasiadas cosas); pero la inmersión en la materia se produce desde la orilla ambiental y no desde la económica, lo que ha desencadenado una creciente movilización social que tiene descolocados a los diferentes gobiernos, y absolutamente fuera de juego a Bruselas. Es razonable exigir de los poderes públicos la salvaguarda de la seguridad ambiental por encima de intereses económicos, presiones de lobbies empresariales, o estrategias políticas de vuelo gallináceo. No caben peros apostillando al principio de precaución.
Para disgusto de no pocos de esos gobiernos, la ciudadanía europea se les adelanta en la carrera de la información, y el acceso a cada vez más datos y evidencias de las consecuencias que se derivan de la utilización de esta tecnología se viene traduciendo en decisiones sociales de oposición frontal a la misma, de ahí se derivan decisiones de instituciones locales y regionales, y por último una titubeante posición de la Comisión en Bruselas, optando por contemporizar entre los hechos consumados de algunos ministros del Consejo fielmente volcados con el nuevo maná, y aquellos otros que dan más valor a la prudencia que a la fe.
Pero la partida se desequilibra tras los acontecimientos de Ucrania, con la abrupta irrupción de un nuevo jugador en el tablero europeo. Obama llegó con su gas transatlántico, calmando los temores al cierre de las tuberías rusas. Y a continuación la letra pequeña. Estados Unidos cubrirá las necesidades europeas de gas, pero a cambio Europa deberá olvidarse de sus remilgos medioambientales abriendo sus puertas de par en par a la mágica solución que viene de América, a su tecnología y a los miles de equipos de extracción que allí ya no son rentables.
Europa no debe embarcarse en el viaje energético a ninguna parte sacándose el billete del fracking, porque en bien poco se parecen las condiciones del Viejo Continente a las del Nuevo Mundo. Todos los euros que distraiga en ello, serán medios que no podrán ser aplicados al crecimiento de las energías limpias; algo que EEUU sí que puede permitirse, y de hecho en eso consiste su propia estrategia de transición.
Y por último España. La pregunta que cabe hacerse es si la UE está en condiciones de afrontar a un tiempo el desarrollo de interconexiones eléctricas y gasísticas; y eso dando por supuesto que Bruselas quiera hacerlo. En mi opinión no hay en estos momentos capacidad para solapar ambas, y no hay más alternativa que optar. Parece que Mariano Rajoy ha elegido el gas (un gas que España importa), en una ocurrencia un tanto sobrevenida de convertir a nuestro país en una suerte de Ucrania del sur. Pero hay quien sólidamente argumenta que la apuesta debe volcarse en las autopistas eléctricas (una electricidad que exportamos), porque si concluimos que por ahí pasa el futuro, qué mejor inversión que aquella que nos asegure el porvenir.
Es evidente que la cada vez más conocida técnica del fracking ha removido las bases económicas del sector de la energía en Norteamérica, modificando radicalmente su realidad en sólo cinco años. Se habla de la revolución del gas que devolverá a Estados Unidos el liderazgo industrial indiscutible. Pero no es eso lo que uno se encuentra cuando bucea en la estructura económica de aquel gran país. (Los sectores directamente beneficiados representan algo menos del 0,5% del PIB en su conjunto, y en torno a un 5% del total de la industria manufacturera en EEUU, que en 2010 aportaba el 11,8% al PIB nacional, según Unconventional wisdom: an economic analysis of US shale gas and implications for EU, de Spencer, Sartor y Mathieu.)
Europa se incorpora tarde al debate de los hidrocarburos no convencionales (de un tiempo a esta parte llega con retraso a demasiadas cosas); pero la inmersión en la materia se produce desde la orilla ambiental y no desde la económica, lo que ha desencadenado una creciente movilización social que tiene descolocados a los diferentes gobiernos, y absolutamente fuera de juego a Bruselas. Es razonable exigir de los poderes públicos la salvaguarda de la seguridad ambiental por encima de intereses económicos, presiones de lobbies empresariales, o estrategias políticas de vuelo gallináceo. No caben peros apostillando al principio de precaución.
Para disgusto de no pocos de esos gobiernos, la ciudadanía europea se les adelanta en la carrera de la información, y el acceso a cada vez más datos y evidencias de las consecuencias que se derivan de la utilización de esta tecnología se viene traduciendo en decisiones sociales de oposición frontal a la misma, de ahí se derivan decisiones de instituciones locales y regionales, y por último una titubeante posición de la Comisión en Bruselas, optando por contemporizar entre los hechos consumados de algunos ministros del Consejo fielmente volcados con el nuevo maná, y aquellos otros que dan más valor a la prudencia que a la fe.
Pero la partida se desequilibra tras los acontecimientos de Ucrania, con la abrupta irrupción de un nuevo jugador en el tablero europeo. Obama llegó con su gas transatlántico, calmando los temores al cierre de las tuberías rusas. Y a continuación la letra pequeña. Estados Unidos cubrirá las necesidades europeas de gas, pero a cambio Europa deberá olvidarse de sus remilgos medioambientales abriendo sus puertas de par en par a la mágica solución que viene de América, a su tecnología y a los miles de equipos de extracción que allí ya no son rentables.
Europa no debe embarcarse en el viaje energético a ninguna parte sacándose el billete del fracking, porque en bien poco se parecen las condiciones del Viejo Continente a las del Nuevo Mundo. Todos los euros que distraiga en ello, serán medios que no podrán ser aplicados al crecimiento de las energías limpias; algo que EEUU sí que puede permitirse, y de hecho en eso consiste su propia estrategia de transición.
Y por último España. La pregunta que cabe hacerse es si la UE está en condiciones de afrontar a un tiempo el desarrollo de interconexiones eléctricas y gasísticas; y eso dando por supuesto que Bruselas quiera hacerlo. En mi opinión no hay en estos momentos capacidad para solapar ambas, y no hay más alternativa que optar. Parece que Mariano Rajoy ha elegido el gas (un gas que España importa), en una ocurrencia un tanto sobrevenida de convertir a nuestro país en una suerte de Ucrania del sur. Pero hay quien sólidamente argumenta que la apuesta debe volcarse en las autopistas eléctricas (una electricidad que exportamos), porque si concluimos que por ahí pasa el futuro, qué mejor inversión que aquella que nos asegure el porvenir.