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Una, grande y gay: un 'Brokeback Mountain' en la España franquista

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Después del estreno en el Teatro Real de la ópera Brokeback Mountain, mucho se ha hablado sobre la representación (más sublimada que explícita, según la época) de la realidad LGTB en el cine, la ópera o el teatro. ¡Harka!, primera película de su director, Carlos Arévalo, dio mucho que hablar ya desde su estreno en 1941 debido a la relación entre sus dos protagonistas, que vista con los ojos del siglo XXI tiene menos ambigüedad que la de Jesús Vázquez con su marido, y ha sido comentada en muchos libros de cine (recomiendo especialmente Miradas insumisas, de Alberto Mira). Aviso: alérgicos al nacionalismo español, abstenerse.

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Cartel original de la película



El capitán Valcázar y el teniente Herrera, destinados en la guerra de Marruecos (nuestros Ennis y Jack), son interpretados por los guapísimos Alfredo Mayo y Luis Peña, cuyos nombres aparecen cruzados ya en el propio cartel de la película. Herrera ha pedido ser destinado a la harca de Valcázar, que es una especie de Lawrence de Arabia tan integrado con la población local que viste chilabas, babuchas y gorritos, y monta en blancos corceles con un barroquismo amanerado que haría las delicias de Delacroix y que disfruta con el sufrimiento rozando el S/M.

Hay cuatro momentos 'deliciosamente Brokeback' en la película. El primero trascurre delante de una hoguera, cuando Valcázar pregunta al joven Herrera cuál es la razón que le ha llevado a esos territorios rifeños. Las intensas miradas de Alfredo Mayo a Luis Peña, el soñador brillo de los ojos de éste y sus larguísimas pestañas, hacen imposible cualquier interpretación que no entre dentro de lo LGTBQQI.

Avanzada la película, Herrera comunica a Valcázar que vuelve a Madrid, a casarse con su novia, mientras éste se bebe una botella de whisky ahogado por el dolor. Es gracioso comprobar la poca química entre Luis Peña y la novia (Luchy Soto) y más sabiendo que se casarían poco después en la vida real. Aunque quizá sea eso. El caso es que los momentos pasados en Madrid, los bailes, las cenas en el Ritz, son aburridamente domésticos y pesan y ahogan al pobre Herrera, que sueña con los cielos limpios norteafricanos, la amplitud y sublimidad de los precipicios y las cabalgadas junto al capitán.

A la vuelta de uno de esos bailes, Herrera abre el armario (imposible obviar la metáfora, que en su época no debió ser tal) y su uniforme cae al suelo, inundando la habitación de ese olor a desierto y sudores de tienda de campaña, llevando Herrera aún prendidos en su ropa los perfumes asfixiantes del Ritz, y de su novia. Toca elegir: El Ritz o el Rif.

El cuarto momento se lo pueden ustedes imaginar: si uno conoce el desarrollo de la trama de Brokeback Mountain sabrá por dónde van los tiros. Herrera vuelve a la harca y se ha convertido en Valcázar. En una escena absolutamente LGTB, rompe la foto de su prometida y sus pestañas negras parpadean cual mariposillas de primavera, mientras sus (preciosos) ojos negros brillan con el recuerdo de su capitán montado en un blanco corcel por las serranías, anhelando la llegada de algún joven teniente que venga, como él vino, buscando quién sabe qué.




La segunda película de Carlos Arévalo, Rojo y Negro, parece que fue prohibida el mismo día de su estreno: narraba la historia de amor entre una chica falangista y un militante comunista en el Madrid de 1936. Casi nada.

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