La última vez que vi Salvados fue el del controvertido mockumentary del 23-F. Como a tantos otros, fruto de la desconfianza absoluta en el sistema, o simplemente de mi ingenuidad, me tragué la parodia. Maldije a Évole por haberme confirmado, falsamente, que el mecanismo del Estado era tan maquiavélico como en ocasiones presupongo. El día después, en el trabajo, me sentí ruborizado por haber sido demasiado crédulo y por dar argumentos al mensaje encriptado que el programa sugería: La televisión manipula y el relativismo debería ser asignatura obligatoria en las escuelas.
Unas semanas y algunos programas después, me encontré de nuevo en el sofá para reconducir mi relación con Jordi Évole. El otro lado de la valla era su propuesta y mi predisposición a una segunda oportunidad, alta. Como en tantas relaciones, un tiempo de distancia para reparar las heridas era necesario e incluso beneficioso, pero lo que no me esperaba era que, otra vez, volviera sentirme imbécil.
Odio a Évole. No hay más. Le odio por lo mal que me siento domingo tras domingo con su compañía. Ridículo por enaltecer mis trivialidades programa tras programa, estúpido por darme cuenta de lo patéticos que se vuelven mis problemas, incoherente tras desnudar todo mi ideario de arriba abajo y egoísta al revelar el narcisista que hay en mí. Simplemente me doy cuenta que con tipos como Jordi en el mundo, no soy nadie.
Su programa del conflicto migratorio en Ceuta fue una clase magistral de humanidad para combatir la alienación y la vacuidad que la propia sociedad crea entre todos nosotros día tras día. Y no entraré a valorar su visible partidismo en muchos de sus documentales. La naturaleza de Évole es palpable en cada uno de sus trabajos, y es muy probable que parte de su éxito se base en ello. Sea como sea, de nuevo, Salvados me dejó en evidencia.
En tiempos nacionalmente revueltos, uno se cree poseedor de la verdad absoluta con demasiada facilidad. Estamos rodeados de buenos y malos según el color de su voto y convertimos en colosal cualquier revés individual. Hay una sola e irrenunciable realidad; la propia. Solamente experiencias como las del Monte Gurugú permiten redescubrir las gamas de colores entre un sí y un no; y únicamente el testimonio de la desesperación convierte en banal cualquier dilema occidental.
Entre Melilla y Marruecos, con una reja y muchos policías de por medio, a uno le entran las dudas sobre diferentes conceptos: leyes, fronteras, nacionalidades... Ideas tan modernas como hipócritas en la actual relación Catalunya-España, pero que se convierten en nimiedades cuando las expresa alguien desde los nueve metros de la valla. Y no hablo en nombre de una convivencia utópica global o el flower power y todos amigos. Hablo en nombre de aquellos que en ocasiones perdemos el sentido de la realidad por culpa del capital, la complacencia y el ego. En nombre de quienes a menudo confundimos un no con el fin del mundo y un sí con un triunfo personal. De aquellos que necesitan pasar por Gurugú para redescubrirse.
Sí, odio a Évole. Cada vez que le veo mi inquebrantable verdad se tambalea y mi realidad se transforma. Y me contemplo débil. Aún más.
Unas semanas y algunos programas después, me encontré de nuevo en el sofá para reconducir mi relación con Jordi Évole. El otro lado de la valla era su propuesta y mi predisposición a una segunda oportunidad, alta. Como en tantas relaciones, un tiempo de distancia para reparar las heridas era necesario e incluso beneficioso, pero lo que no me esperaba era que, otra vez, volviera sentirme imbécil.
Odio a Évole. No hay más. Le odio por lo mal que me siento domingo tras domingo con su compañía. Ridículo por enaltecer mis trivialidades programa tras programa, estúpido por darme cuenta de lo patéticos que se vuelven mis problemas, incoherente tras desnudar todo mi ideario de arriba abajo y egoísta al revelar el narcisista que hay en mí. Simplemente me doy cuenta que con tipos como Jordi en el mundo, no soy nadie.
Su programa del conflicto migratorio en Ceuta fue una clase magistral de humanidad para combatir la alienación y la vacuidad que la propia sociedad crea entre todos nosotros día tras día. Y no entraré a valorar su visible partidismo en muchos de sus documentales. La naturaleza de Évole es palpable en cada uno de sus trabajos, y es muy probable que parte de su éxito se base en ello. Sea como sea, de nuevo, Salvados me dejó en evidencia.
En tiempos nacionalmente revueltos, uno se cree poseedor de la verdad absoluta con demasiada facilidad. Estamos rodeados de buenos y malos según el color de su voto y convertimos en colosal cualquier revés individual. Hay una sola e irrenunciable realidad; la propia. Solamente experiencias como las del Monte Gurugú permiten redescubrir las gamas de colores entre un sí y un no; y únicamente el testimonio de la desesperación convierte en banal cualquier dilema occidental.
Entre Melilla y Marruecos, con una reja y muchos policías de por medio, a uno le entran las dudas sobre diferentes conceptos: leyes, fronteras, nacionalidades... Ideas tan modernas como hipócritas en la actual relación Catalunya-España, pero que se convierten en nimiedades cuando las expresa alguien desde los nueve metros de la valla. Y no hablo en nombre de una convivencia utópica global o el flower power y todos amigos. Hablo en nombre de aquellos que en ocasiones perdemos el sentido de la realidad por culpa del capital, la complacencia y el ego. En nombre de quienes a menudo confundimos un no con el fin del mundo y un sí con un triunfo personal. De aquellos que necesitan pasar por Gurugú para redescubrirse.
Sí, odio a Évole. Cada vez que le veo mi inquebrantable verdad se tambalea y mi realidad se transforma. Y me contemplo débil. Aún más.