A unas manzanas de mi apartamento, en el barrio de Neukölln, la panadería turca impregna cada mañana unos metros de acera con el perfume de roscas tostadas con semillas de sésamo. Atiende al público siempre la esposa, cubierta con velo. El marido es el obrador y aprovecha los tiempos muertos para fumar en la trastienda mientras juega a las cartas con tres amigos, todos recios, de pelo negro y sobrados de peso. La pareja lleva más de treinta años en Berlín. Sus hijos y sus nietos han nacido aquí. Pero son turcos, todos ellos. Alemania les recuerda cada cierto tiempo que pertenecer al club de los nacionales puede ser una misión imposible.
Es la sangre la que hace al alemán. Nacer aquí, vivir años pagando impuestos o convertirse en un Premio Nobel no son razones suficientes para obtener la nacionalidad. Sólo las venas otorgan ese derecho. Este principio ha provocado un drama en cientos de miles de familias en las últimas décadas. La mayoría de los españoles que emigraron en los años sesenta resolvieron el problema volviendo a casa, pero muchos turcos se quedaron, abrieron negocios, prosperaron y formaron familias. Siguieron siendo "trabajadores invitados" en un país que siempre guardaba la esperanza de que terminasen marchándose. No sucedió, y sus hijos y nietos nacieron con un defecto fatal para poder integrarse. Su sangre habla turco. Cuando cumplen los 23 años tienen que decidir que pasaporte se quedan, el de sus padres o el de sus recuerdos. Una decisión que provoca desgarros, problemas familiares y renuncias absurdas a una parte de la identidad.
Al gobierno alemán le ha costado más de una década plantearse un cambio en la ley. Esta semana, pocos días después de anunciarse la posible expulsión de los ciudadanos europeos que no encuentren trabajo en seis meses, ha presentado un borrador que, de ser aprobado en por el Bundestag, permitirá a miles de personas conservar la doble nacionalidad, la de sus padres extranjeros y la de la tierra donde han nacido. Es un avance tímido y que esconde en sus detalles la resignación con la que Alemania avanza en este tema. Sólo podrán obtener este derecho los jóvenes que puedan probar, al cumplir los 21 años, que han estado residiendo al menos ocho en Alemania o que han estudiado durante seis en el país. Así, un hijo de inmigrantes que se vaya a estudiar fuera puede quedar sin patria, algo que nunca le sucederá a un joven de sangre pura que se pase toda la vida en el extranjero. El partido de Los Verdes ya se ha opuesto al proyecto, porque no supone un cambio real, sino una extensión de las leyes que ya existen. Pero Los Verdes tienen poco poder. El gobierno de Gran Coalición funciona como un rodillo en el Bundestag. Todo lo que acuerden los dos grandes partidos sale adelante, así que la norma podría entrar fácilmente en vigor a finales de año.
Hay unos tres millones de personas de origen turco viviendo en Alemania. Es la comunidad más numerosa en un país que atrajo en 2013 más de un millón de nuevos inmigrantes. Desde el gobierno insisten en que cualquiera es bienvenido. Crean programas de recepción del extranjero, establecen acuerdos para traer trabajadores, financian cursos de alemán. Todo eso existe y está bien, pero no convierte a Alemania en un lugar abierto. Cuando pasa por uno de los momentos de su historia más dulces y el resto del planeta se fija en este país para buscar liderazgo, Berlín se niega a asumir el reto. Su economía se mira el ombligo, su diplomacia es tímida y su política migratoria reacciona como si el extranjero fuese una amenaza, porque nada puede superar la calidad de la sangre alemana.
Los cambios en la ley no afectarán a los dueños de la panadería, siempre tratados como extraños, recluidos en sus barrios, donde siguen hablando en turco. Sus hijos tampoco serán alemanes, porque hace años tuvieron que renunciar a esa nacionalidad. Es la tercera generación de inmigrantes la que podrá acceder a este derecho, décadas después de que sus abuelos llegasen a Berlín para ayudar a levantar la economía, destrozada por la barbarie nazi. Un pequeño paso en un país grande que no quiere ser un gran país.
Es la sangre la que hace al alemán. Nacer aquí, vivir años pagando impuestos o convertirse en un Premio Nobel no son razones suficientes para obtener la nacionalidad. Sólo las venas otorgan ese derecho. Este principio ha provocado un drama en cientos de miles de familias en las últimas décadas. La mayoría de los españoles que emigraron en los años sesenta resolvieron el problema volviendo a casa, pero muchos turcos se quedaron, abrieron negocios, prosperaron y formaron familias. Siguieron siendo "trabajadores invitados" en un país que siempre guardaba la esperanza de que terminasen marchándose. No sucedió, y sus hijos y nietos nacieron con un defecto fatal para poder integrarse. Su sangre habla turco. Cuando cumplen los 23 años tienen que decidir que pasaporte se quedan, el de sus padres o el de sus recuerdos. Una decisión que provoca desgarros, problemas familiares y renuncias absurdas a una parte de la identidad.
Al gobierno alemán le ha costado más de una década plantearse un cambio en la ley. Esta semana, pocos días después de anunciarse la posible expulsión de los ciudadanos europeos que no encuentren trabajo en seis meses, ha presentado un borrador que, de ser aprobado en por el Bundestag, permitirá a miles de personas conservar la doble nacionalidad, la de sus padres extranjeros y la de la tierra donde han nacido. Es un avance tímido y que esconde en sus detalles la resignación con la que Alemania avanza en este tema. Sólo podrán obtener este derecho los jóvenes que puedan probar, al cumplir los 21 años, que han estado residiendo al menos ocho en Alemania o que han estudiado durante seis en el país. Así, un hijo de inmigrantes que se vaya a estudiar fuera puede quedar sin patria, algo que nunca le sucederá a un joven de sangre pura que se pase toda la vida en el extranjero. El partido de Los Verdes ya se ha opuesto al proyecto, porque no supone un cambio real, sino una extensión de las leyes que ya existen. Pero Los Verdes tienen poco poder. El gobierno de Gran Coalición funciona como un rodillo en el Bundestag. Todo lo que acuerden los dos grandes partidos sale adelante, así que la norma podría entrar fácilmente en vigor a finales de año.
Hay unos tres millones de personas de origen turco viviendo en Alemania. Es la comunidad más numerosa en un país que atrajo en 2013 más de un millón de nuevos inmigrantes. Desde el gobierno insisten en que cualquiera es bienvenido. Crean programas de recepción del extranjero, establecen acuerdos para traer trabajadores, financian cursos de alemán. Todo eso existe y está bien, pero no convierte a Alemania en un lugar abierto. Cuando pasa por uno de los momentos de su historia más dulces y el resto del planeta se fija en este país para buscar liderazgo, Berlín se niega a asumir el reto. Su economía se mira el ombligo, su diplomacia es tímida y su política migratoria reacciona como si el extranjero fuese una amenaza, porque nada puede superar la calidad de la sangre alemana.
Los cambios en la ley no afectarán a los dueños de la panadería, siempre tratados como extraños, recluidos en sus barrios, donde siguen hablando en turco. Sus hijos tampoco serán alemanes, porque hace años tuvieron que renunciar a esa nacionalidad. Es la tercera generación de inmigrantes la que podrá acceder a este derecho, décadas después de que sus abuelos llegasen a Berlín para ayudar a levantar la economía, destrozada por la barbarie nazi. Un pequeño paso en un país grande que no quiere ser un gran país.