La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI o WIPO, en inglés) celebra todos los años el 26 de abril como día internacional de la Propiedad Intelectual. Este año la celebración se dedica especialmente al mundo de la creación cinematográfica, uno de los sectores más poderosos y simultáneamente más comprometidos por la evolución tecnológica. El cine es una de las formas creativas más jóvenes, nacida precisamente gracias a la tecnología y extendida por todo el mundo como una industria de entretenimiento sin fronteras. Los actores de cine son probablemente los artistas más populares, y las películas de éxito se convierten en las obras intelectuales más conocidas; puede que en España no todo el mundo conozca la obra de García Márquez o Cela -pese a ser premios Nobel de Literatura-, pero hoy mismo resulta mucho más difícil encontrar a alguien que no haya oído hablar de Ocho apellidos vascos.
El poder comunicativo del cine y su explotación industrial internacional tanto por vías tradicionales (la exhibición en salas, el alquiler y venta de copias) como innovadoras (el streaming) oculta en ocasiones la realidad del inmenso trabajo colectivo que hay en cada película: un simple cortometraje puede ser una de las obras más complejas en cuanto al concurso de creadores y profesionales técnicos, con lo que un blockbuster alcanza las dimensiones de obra faraónica con su correspondiente legión de guionistas, técnicos y actores bajo la organización de un director y el amparo de uno o varios productores que participan en un trabajo común y muchas veces complicado. Por eso mismo el coste de producción de una película puede resultar elevadísimo y el riesgo que una gran producción afronta al salir a la cartelera puede terminar hundiendo a un estudio y llevándose por delante la carrera de un director.
Legalmente, las obras cinematográficas (nuestra Ley trata conjuntamente todas las obras audiovisuales, dando cabida en su regulación tanto a películas como a documentales o anuncios publicitarios) son naturalmente obras en colaboración. Esto significa que la Ley reconoce que son fruto del trabajo creativo conjunto de distintas personas, y particularmente de tres categorías diferentes de creadores: el director-realizador, los autores del argumento, adaptación y guión o diálogos y los autores de las composiciones musicales, si han sido creadas especialmente para la obra (es decir, no las obras musicales anteriores que se aprovecharan para la banda sonora). El director acostumbra a ser una única persona, pero en las demás categorías podemos encontrar a múltiples guionistas, adaptadores o compositores, lo que significa que una película puede tener -y así sucede normalmente- multitud de coautores al mismo tiempo. En España tenemos uno de los escasos ejemplos de autor único de una obra cinematográfica: Alejandro Amenábar escribe sus propios guiones, dirige e incluso compone la banda sonora de sus películas.
Todos estos coautores terminan uniendo sus aportaciones y formalizan un contrato con otro personaje imprescindible, pese a que no sea autor (como tampoco lo son los actores ni los técnicos, aunque nadie discuta la entidad artística de su trabajo): el productor. Por el contrato de producción de la obra audiovisual la Ley presume que se ceden en exclusiva a ese productor (que puede ser una persona física o jurídica) los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública, así como los de doblaje o subtitulado. Se trata de los elementos imprescindibles para poder explotar la obra.
No obstante, la Ley establece que en las obras cinematográficas será siempre necesaria la autorización de los autores para su explotación mediante la puesta a disposición del público de copias en cualquier sistema o formato, para su utilización en el ámbito doméstico o mediante su comunicación pública a través de la radiodifusión. Es decir, que la Ley ya no presume ese acuerdo, sino que requiere que los coautores den su conformidad expresa para explotar la película mediante la venta, alquiler o préstamo de copias, o para emitirla públicamente a través de una canal de televisión o, actualmente, de streaming online.
El poder comunicativo del cine y su explotación industrial internacional tanto por vías tradicionales (la exhibición en salas, el alquiler y venta de copias) como innovadoras (el streaming) oculta en ocasiones la realidad del inmenso trabajo colectivo que hay en cada película: un simple cortometraje puede ser una de las obras más complejas en cuanto al concurso de creadores y profesionales técnicos, con lo que un blockbuster alcanza las dimensiones de obra faraónica con su correspondiente legión de guionistas, técnicos y actores bajo la organización de un director y el amparo de uno o varios productores que participan en un trabajo común y muchas veces complicado. Por eso mismo el coste de producción de una película puede resultar elevadísimo y el riesgo que una gran producción afronta al salir a la cartelera puede terminar hundiendo a un estudio y llevándose por delante la carrera de un director.
Legalmente, las obras cinematográficas (nuestra Ley trata conjuntamente todas las obras audiovisuales, dando cabida en su regulación tanto a películas como a documentales o anuncios publicitarios) son naturalmente obras en colaboración. Esto significa que la Ley reconoce que son fruto del trabajo creativo conjunto de distintas personas, y particularmente de tres categorías diferentes de creadores: el director-realizador, los autores del argumento, adaptación y guión o diálogos y los autores de las composiciones musicales, si han sido creadas especialmente para la obra (es decir, no las obras musicales anteriores que se aprovecharan para la banda sonora). El director acostumbra a ser una única persona, pero en las demás categorías podemos encontrar a múltiples guionistas, adaptadores o compositores, lo que significa que una película puede tener -y así sucede normalmente- multitud de coautores al mismo tiempo. En España tenemos uno de los escasos ejemplos de autor único de una obra cinematográfica: Alejandro Amenábar escribe sus propios guiones, dirige e incluso compone la banda sonora de sus películas.
Todos estos coautores terminan uniendo sus aportaciones y formalizan un contrato con otro personaje imprescindible, pese a que no sea autor (como tampoco lo son los actores ni los técnicos, aunque nadie discuta la entidad artística de su trabajo): el productor. Por el contrato de producción de la obra audiovisual la Ley presume que se ceden en exclusiva a ese productor (que puede ser una persona física o jurídica) los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública, así como los de doblaje o subtitulado. Se trata de los elementos imprescindibles para poder explotar la obra.
No obstante, la Ley establece que en las obras cinematográficas será siempre necesaria la autorización de los autores para su explotación mediante la puesta a disposición del público de copias en cualquier sistema o formato, para su utilización en el ámbito doméstico o mediante su comunicación pública a través de la radiodifusión. Es decir, que la Ley ya no presume ese acuerdo, sino que requiere que los coautores den su conformidad expresa para explotar la película mediante la venta, alquiler o préstamo de copias, o para emitirla públicamente a través de una canal de televisión o, actualmente, de streaming online.