Los españoles preferimos que nos muelan a palos, limpiar las zurraspas, antes que ponernos a vender.
Preferimos quejarnos de que no nos compran nuestros productos, de que siempre los otros no entienden de lo que hablan, de que los empresarios son unos explotadores insaciables, el fijo del salario es siempre muy bajo y las comisiones demasiado altas.
Nos trae a cuenta estar en el paro antes que marcar el teléfono o conducir unos cuantos kilómetros a realizar una venta. Nos gusta el concepto de trabajar bajo pedido, que sea alguien quien se ponga previamente en contacto con nosotros. Como si eso siguiera pasando.
No sabemos vender nuestros productos, decimos, cuando vamos a cualquier supermercado en el extranjero y encontramos en las secciones de vinos treinta o cuarenta veces más referencias francesas o chilenas que españolas, en las secciones de quesos el triple o cuadruple de quesos italianos o franceses que españoles, el aceite de oliva embotellado con nombre italiano aunque luego dice que las cosechas proceden de España, Tunez y Grecia, ni rastro de jamón ibérico...
Nos enerva, nos hiere el orgullo patrio, pero eso sí, que no nos digan a título personal que tenemos que ponernos a vender que eso tiene muy poca clase. Un español buen conocedor del mundo de las empresas españolas en la capital del imperio, me comentaba hace poco que con frecuencia, aquel al que envían las empresas españolas a vender es el inexperto, el tonto, el malo, aquel a quien se quiere dar un escarmiento. Así nos va.
A la gente que sabe vender, y que no vive del Boletín Oficial del Estado, particularmente los nacidos en la piel de toro, los vilipendiamos. Y eso que la lista de emprendedores de éxito no es tan larga: Amancio Ortega, Adolfo Domínguez, Juan Roig, Isaak Andic, y pocos más.
A un buen vendedor no le falta trabajo, siempre se ha dicho, pero sin embargo hay multitud de empresas que no los encuentran incluso en circunstancias difíciles.
Saber vender suena a demasiado norteamericano, fenicio, superficial, inauténtico o arriesgado. En España el vendedor tiene algo de cainita, de caradura. No vender transmite abolengo e hidalguía.
He conocido unos cuantos que han acabado reciclándose en las administraciones locales cobrando casi la mitad que en su anterior trabajo pero que "al menos no tenían que vender".
Es curioso ese empecinamiento de los españoles por no vender, por no educarse en disciplinas empíricas o técnicas como las matemáticas o las ingenierías. El sistema educativo, desde la más tierna infancia, soporta esa mentalidad de que a la escuela no se va para eso, de que no somos mercaderes. En muchas escuelas norteamericanas, los chicos desarrollan incipientes planes de marketing con ocho años y eso no les hace necesariamente más estúpidos.
En muchas universidades de Estados Unidos los profesores acuden a ferias de estudiantes a vender sus programas. No pocos de ellos han obtenido doctorados en universidades de prestigio, son respetadísimos en sus campos, han recibido premios, tienen numerosas publicaciones científicas y han escrito unos cuantos libros. Se sientan en un expositor, con folletos y explican a los visitantes el contenido de sus carreras que ellos enseñan. Lo hacen con orgullo gracias al entusiasmo que sienten por sus disciplinas pero también sabedores de que los estudiantes no son un maná caído del cielo por obra y gracia de la mano del estado.
Vender es parte de la vida como amar, comer o crear arte, aunque filósofos sibaritas como Zygmunt Bauman vivan de decir que nuestras vidas, a fuerza de vendernos a nosotros mismos se han convertido en objetos de consumo.
Sin malditismos ni complejos.
Preferimos quejarnos de que no nos compran nuestros productos, de que siempre los otros no entienden de lo que hablan, de que los empresarios son unos explotadores insaciables, el fijo del salario es siempre muy bajo y las comisiones demasiado altas.
Nos trae a cuenta estar en el paro antes que marcar el teléfono o conducir unos cuantos kilómetros a realizar una venta. Nos gusta el concepto de trabajar bajo pedido, que sea alguien quien se ponga previamente en contacto con nosotros. Como si eso siguiera pasando.
No sabemos vender nuestros productos, decimos, cuando vamos a cualquier supermercado en el extranjero y encontramos en las secciones de vinos treinta o cuarenta veces más referencias francesas o chilenas que españolas, en las secciones de quesos el triple o cuadruple de quesos italianos o franceses que españoles, el aceite de oliva embotellado con nombre italiano aunque luego dice que las cosechas proceden de España, Tunez y Grecia, ni rastro de jamón ibérico...
Nos enerva, nos hiere el orgullo patrio, pero eso sí, que no nos digan a título personal que tenemos que ponernos a vender que eso tiene muy poca clase. Un español buen conocedor del mundo de las empresas españolas en la capital del imperio, me comentaba hace poco que con frecuencia, aquel al que envían las empresas españolas a vender es el inexperto, el tonto, el malo, aquel a quien se quiere dar un escarmiento. Así nos va.
A la gente que sabe vender, y que no vive del Boletín Oficial del Estado, particularmente los nacidos en la piel de toro, los vilipendiamos. Y eso que la lista de emprendedores de éxito no es tan larga: Amancio Ortega, Adolfo Domínguez, Juan Roig, Isaak Andic, y pocos más.
A un buen vendedor no le falta trabajo, siempre se ha dicho, pero sin embargo hay multitud de empresas que no los encuentran incluso en circunstancias difíciles.
Saber vender suena a demasiado norteamericano, fenicio, superficial, inauténtico o arriesgado. En España el vendedor tiene algo de cainita, de caradura. No vender transmite abolengo e hidalguía.
He conocido unos cuantos que han acabado reciclándose en las administraciones locales cobrando casi la mitad que en su anterior trabajo pero que "al menos no tenían que vender".
Es curioso ese empecinamiento de los españoles por no vender, por no educarse en disciplinas empíricas o técnicas como las matemáticas o las ingenierías. El sistema educativo, desde la más tierna infancia, soporta esa mentalidad de que a la escuela no se va para eso, de que no somos mercaderes. En muchas escuelas norteamericanas, los chicos desarrollan incipientes planes de marketing con ocho años y eso no les hace necesariamente más estúpidos.
En muchas universidades de Estados Unidos los profesores acuden a ferias de estudiantes a vender sus programas. No pocos de ellos han obtenido doctorados en universidades de prestigio, son respetadísimos en sus campos, han recibido premios, tienen numerosas publicaciones científicas y han escrito unos cuantos libros. Se sientan en un expositor, con folletos y explican a los visitantes el contenido de sus carreras que ellos enseñan. Lo hacen con orgullo gracias al entusiasmo que sienten por sus disciplinas pero también sabedores de que los estudiantes no son un maná caído del cielo por obra y gracia de la mano del estado.
Vender es parte de la vida como amar, comer o crear arte, aunque filósofos sibaritas como Zygmunt Bauman vivan de decir que nuestras vidas, a fuerza de vendernos a nosotros mismos se han convertido en objetos de consumo.
Sin malditismos ni complejos.