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Medio siglo de cine: 'El desierto rojo', de Antonioni

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El cine italiano en los sesenta

El camino abierto en la posguerra por el compromiso social y político de los neorrealistas fue transitado en los sesenta por un conjunto de jóvenes cineastas no menos vigorosos intelectualmente que, compartiendo cartelera con la generación anterior, no solo ofrecieron una envidiable y lúcida relectura crítica del periodo fascista y de la Resistencia, sino también una contundente reflexión sobre la nueva Italia del boom económico y sus secuelas, mezcla de desarrollismo rampante y miserabilización ética, así como una preocupación por la adustez de la vida provinciana, lejos de las grandes metrópolis. El agotamiento natural de la utopía neorrealista y las nuevas condiciones sociales, económicas y políticas facilitaron la aparición de un nuevo cine con mayor capacidad de experimentación e innovación, mayor libertad y riqueza expresiva y dispuesto a asumir mayores riesgos en la producción (Gian Piero Brunetta, Storia del cinema italiano. Dal 1945 agli anni ottanta, Riuniti, Roma, 1982).

La expansión industrial en aquella Italia gobernada por la Democracia Cristiana coexistía con una persistente inestabilidad política. La DC era un partido fracturado por las luchas internas y la corrupción, cuyo único proyecto era perpetuarse en el poder. Bajo la influencia de su secretario general, Amintore Fanfani, y de su sucesor, Aldo Moro, se fue abriendo paso la idea de una apertura a sinistra, a pesar de la reaccionaria oposición del Vaticano, contrario siempre a las corrientes secularizadoras de las sociedades industriales. La llegada al papado del cardenal Roncalli y la inauguración, en octubre de 1962, del Concilio Vaticano II, junto con el acercamiento de socialdemócratas (Giuseppe Saragat) y socialistas (Pietro Nenni), hicieron plausible la formación de un gobierno de centroizquierda, concebido como cordón sanitario contra el robusto Partido Comunista (25% de votantes). Por otra parte, el ritmo de la industrialización (Fiat, Pirelli, Olivetti, Montecatini, Snia Viscosa, etc.) ahondaba el foso existente entre el norte y el sur, desfase regional que tenía su reflejo también en la vida cultural y artística del país.

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De izquierda a derecha: Bellocchio, Rosi y Bertolucci. Fotos: GTRES.



La revitalización del cine italiano desde las fértiles cenizas neorrealistas se hizo evidente en 1961 con la aparición de las que entonces sólo eran jóvenes promesas (Pasolini, Petri, De Seta, Montaldo, Gregoretti), avanzadilla de los que se irán incorporando a lo largo de la década (Bertolucci, Bellocchio, Scola, los Taviani, Cavani) que, unidos a otros debutantes (Rosi, Damiani, Olmi, Zurlini, Maselli, Vancini, Ferreri), conformarán lo que, sin excesiva imaginación, se denominó Nuevo Cine Italiano. El NCI, a pesar de la diversidad generacional de sus integrantes (sin estructura organizativa como movimiento) y de su disparidad estilística, no renegó de su inmediato pasado neorrealista, como hicieron la nouvelle vague francesa con la qualité o el free cinema británico con el academicismo. ¿Cómo abominar de Rossellini, Visconti, Fellini, Antonioni, Monicelli, Comencini o Germi, todavía "modernos" y en activo?








En la producción de 1964, hace ahora medio siglo, entre la miríada de péplums, spaghetti-westerns y comedias de todo pelaje, aparece un puñado de filmes significativos: Se permetette parliamo di donne y La congiuntura, desafortunado doble debut de Ettore Scola; La calda vita, de Florestano Vancini, sobre la primera y dramática experiencia sentimental de tres jóvenes; Gli indiferenti, de Francesco Maselli, basado en un relato de Moravia, crónica de la ruina moral de la burguesía romana en los años veinte; Italiani, brava gente, empeño de cine heroico-popular de Giuseppe de Santis, muestra el absurdo de la guerra durante la campaña rusa del ejército mussoliniano; Matrimonio a la italiana, de Vittorio de Sica, adaptación de la Filumena Marturano de Eduardo de Filippo, a mayor gloria universal de la Loren y Mastroianni. En El momento de la verdad, mezclando documental y ficción, Francesco Rosi (un año después de la sensacional Las manos sobre la ciudad) trata de convencernos de la falsedad de la épica taurina: toro y torero son víctimas de la especulación empresarial. Pero el mayor interés de la cosecha recayó en tres películas muy reveladoras de la época: Prima della rivoluzione, segundo film de Bernardo Bertolucci, insatisfactoria y en exceso didáctica reflexión sobre la superación de las condiciones de clase; El evangelio según Mateo, de Pasolini, de la que ya nos ocupamos en esta misma sección; y El desierto rojo, de Michelangelo Antonioni.

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Michelangelo Antonioni. Foto: GTRES.



Inestabilidad afectiva, desconcierto existencial, eclipse sentimental

Después de una media docena de cortometrajes (entre ellos Gente del Po (1947), Nettezza Urbana (1948), L'amorosa menzogna (1949)) y cinco largometrajes (desde Cronaca di un amore (1950) hasta Il grido (1957)), Antonioni inició en 1960 con La aventura la que se ha dado en llamar (contra su parecer) "trilogía sobre la incomunicación" humana. Según él, no se trata tanto de la incomunicabilidad personal como de la extrema inestabilidad moral, social, política o simplemente física alojada en nuestras estructuras afectivas: "Desde su nacimiento, el hombre se encuentra abrumado por un bagaje de sentimientos. No digo que sean viejos o caducos, sino inadecuados, que le condicionan sin ayudarle". Los sentimientos no son falsos ni justos, mudan mientras las palabras permanecen. El conflicto surge porque, en el ser humano, no se transforman al mismo tiempo ni de la misma manera, no son duraderos y carecen de leyes. Son frágiles, insidiosos, reversibles.

La noche (1961) es algo más que la historia de una desafección conyugal. Es la crónica de la ambigüedad del desconcierto existencial, incapaz de transformarse en una verdadera conciencia crítica. Es lo que los analistas franceses de la época denominaron "neorrealismo interior". Nunca antes en el cine la poética de la soledad y el desvalimiento había sido expuesta con tal pesadumbre. Todo está depurado, no hay articulación dramática ni tampoco intriga; el relato es antes novelesco (en el sentido proustiano del término) que dramático. La aventura y La noche se ambientan en el mismo medio social, el de la acomodada burguesía italiana, ociosa y pretendidamente liberal, espacio de lujo donde los placeres tristes ocupan el lugar de las pasiones y el dinero es una excusa para el aburrimiento.

Los objetos que pueblan las secuencias de El eclipse (1962) (así como los silencios o los gestos inútiles) no forman parte de una inerte escenografía, poseen vida propia, nos conmueven o desconciertan, se convierten en símbolos, en alegorías, ayudan a descifrar el contenido de un film en continuo equilibrio lírico, crítico y figurativo. "Me encontré frente a una mujer que no sentía la necesidad de amar. Parecía desconocer los celos, el desprecio, la piedad o la desesperación" (Mónica Vitti). "El eclipse no es una historia de personajes; es la historia de un sentimiento, mejor, de un 'no sentimiento'" (Antonioni). Todo alrededor de la protagonista está vacío, petrificado: está y se siente sola, instalada en el tedio. Parece ser cierto que durante un eclipse se detienen también los sentimientos (René Prédal, Michelangelo Antonioni ou la vigilance du désir, Éditions du Cerf, París, 1991).





El desierto rojo

Giuliana (Monica Vitti), insatisfecha social y afectivamente, convalece de una crisis neurótica después de sufrir un accidente de tráfico. Vive con su hijo (Valerio Bartoleschi) y con su marido Ugo (Carlo Chionetti), ingeniero electrónico en una empresa radicada en la zona industrial de la ciudad portuaria de Rávena. Corrado (Richard Harris), ingeniero de minas y antiguo compañero de Ugo, llega a la ciudad para contratar trabajadores con destino a la Patagonia. Giuliana trata de encontrar en la relación con Corrado una salida a su inestabilidad emocional pero sólo consigue empeorar su estado: el sueño de huir a una playa desierta es la única, e insuficiente, salida a su profunda depresión.

"Esta vez no se trata de una película sobre sentimientos. [..] Es demasiado simple decir que es una denuncia del inhumano mundo industrial que aplasta al individuo o lo conduce a la neurosis. [...] La neurosis que he querido describir tiene que ver sobre todo con la cuestión de la adaptación. Lo que provoca la crisis del personaje es la diferencia incurable, el desfase entre su sensibilidad, su inteligencia, su psicología y el ritmo que se le impone. Es una crisis que no afecta sólo a las relaciones epidérmicas con el mundo, la percepción de los ruidos, de los colores, de la frialdad de las personas que la rodean, sino todo su sistema de valores (educación, moral, religión) ya superados que no sirven para sostenerla. [...] Ha de renovarse completamente como mujer. [...] La película es, en cierto sentido, la historia de este trabajo [...]. Es mi film menos autobiográfico, en el que he contado una intriga como si la viese desanudarse ante mis ojos" (Antonioni en Cahiers du Cinéma nº 160, noviembre de 1964).

Por primera vez, Antonioni utilizaba el color. Su intención fue "pintar" la película como quien pinta un lienzo, inventando las relaciones entre colores sin limitarse a fotografiar los de la naturaleza. Como sugiere Matisse ("Para un mismo objeto no existe un color fijo. Los azules no son siempre el cielo ni los verdes siempre árboles"), llegó incluso a cambiar los de las paredes y los objetos para simbolizar los cambios emocionales de Giuliana. Existe en todo el film una extraordinaria potencia simbólica, una lenta y gradual transmutación de colores, una paleta de tonalidades neutras procedentes tal vez de Klee y Mondrian que no hacen sino darle la razón a Josef Albers cuando dice que "con el color sucede lo que con los tonos musicales: la disonancia es tan deseable como su contraria, la consonancia" (La interacción del color, Alianza, Madrid, 1979).

Toda la acción transcurre en Rávena, la otrora esplendorosa ciudad imperial de Justiniano y Teodora, con sus baptisterios y palacios, la de los mosaicos del mausoleo de Gala Placidia, de San Vital y San Apolinar; pero nada de esto aparece en la película. Rávena es también el segundo puerto de Italia y el desarrollo industrial ha condicionado su vida y su fisonomía actuales: refinería petrolífera, industrias química, textil y alimentaria, central termoeléctrica. Estos son los protagonistas encubiertos de El desierto rojo: "Aquí las máquinas, con su caos de potencia, belleza y sordidez, son el paisaje natural del hombre" (Antonioni). El uso reiterado del teleobjetivo y el zoom tiene como finalidad "fundir" a sus personajes con los objetos y el entorno, destruyendo las perspectivas. Todo está marcado por el hálito espasmódico de los chorros de vapor amarillento y venenoso que expulsan las chimeneas de la refinería, verdadero fuego mortal, idéntico al comienzo y al final del film.

El desenlace (la protagonista, como en el plano inicial, pasea con su hijo en medio de un gris invernal, tenaz y húmedo, entre los montones de escoria, chimeneas, cisternas y silos) parece autorizar al menos dos explicaciones contradictorias: Giuliana está curada después del adulterio o lo está por haber renunciado a sus exigencias y aceptado los compromisos. Quizá la conclusión sea esta última: ya que no puede tener el mundo que desea, tiene que aprender a querer el mundo tal como es ("Debo pensar que todo lo que me sucede forma parte de mi vida", dice). Al final, parece no haber sucedido nada: Corrado se ha ido, Ugo permanece en su trabajo, su hijo sigue creciendo y una mujer con abrigo verde continúa soñando con un mundo en el que las rocas cantan y donde el agua tiene el color del mar y no del petróleo.

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