Este artículo está también disponible en catalán.
Quizás son los variados colores de las rosas de un día de san Jordi soleado los que me inspiran, quizás lo hacen los mil acentos de las riadas humanas tomando festivamente las calles de Barcelona en un día tan dichoso. El caso es que me vienen a la mente las críticas que recibió el parlamento de la diputada Rovira cuando acudió al Congreso de Madrid.
No era fácil hacer una intervención redonda. Por una parte, jugaba en campo contrario (el resultado de la votación fue harto elocuente); por otro, se encontraba en una vieja y conocida tesitura: cuando una política (una autora, una creadora...) se expresa de otra manera, desde otro punto de vista o lugar, se arriesga a no ser vista o, como mínimo, a provocar sobre todo extrañeza; si lo hace como un político, corre el peligro de ser juzgada como vana e innecesaria. Cuando la diputada afirmó que políticos y políticas de un lugar y otro se conocían poco no decía ninguna simpleza. Es posible que, si un señor con barba aseverara que no se puede respetar lo que no se conoce, nadie hiciera burla de ello.
Ahora bien, lo que causa más perplejidad y estupor es que estas alturas algunos medios difundan artículos u opiniones que critiquen el acento de una persona, puesto que se supone que los medios están a cargo de gente documentada y con algún rudimento sobre qué es y cómo funciona una lengua. Incluso hay quien atribuyó su horrendo y deleznable acento catalán a la inmersión lingüística. Que se desengañen, tengo una mala noticia: la mayor parte de las personas catalanohablantes de mi generación, educadas (es un decir) con la lengua catalana estrictamente prohibida y relegada a la intimidad, pronuncian las eles igual que la diputada. Ahora que Poniatowska acaba de recoger el Cervantes en Alcalá y que García Márquez ha muerto en Ciudad de México, no he oído a nadie que les criticara por sus respectivos acentos; al contrario, suelen ser celebrados con gozo como muestra de la potencia y diversidad de una lengua. Que a alguien le guste más el acento de Ana María Moix que el de Carme Riera o que el de Isabel Allende, muestra sólo que acerca de gustos está todo escrito.
Respecto al catalán, a pesar del prestigio que tiene el acento del Empordà, personalmente me enamoran (seguramente por razones sentimentales) todos los colores de los acentos del sur y de las islas: ¡Ah, el sonoro ensordecimiento del habla de Valencia, el uso y pronunciación de los diminutivos en ambos lados del Ebro, la casi imposible para mí e átona pronunciada como e abierta de Algaida, Llucmajor!
Lo único relevante es, por una parte, saber que tan bueno y lícito es preferir el acento de Sevilla al de Granada, como la opción contraria; por otra, la aceptación de que toda persona tiene acento, si no es imposible hablar. Todos los acentos (sin excepción) suman, enriquecen y constituyen una lengua (aunque los dos últimos citados, al igual que los de Mondoñedo, de La Laguna o de Basauri, por ejemplo, no se oigan tan a menudo como deberían ni siquiera en los medios audiovisuales públicos).
Todas las personas hablan con un acento u otro y todos los acentos son igual de bellos o feos, depende de quien los escucha. Es fácil de entender y, si no se entiende, aunque no es exactamente lo mismo, es tan corto y simple que se puede aprender de memoria.
¿Por qué, pues, esta inquina, este menosprecio, hacia uno más de los acentos que enriquece el castellano? Seguramente tiene que ver con la, digamos, idea previa de percibir la lengua catalana como una afrenta. En numerosas ocasiones, en muchos ámbitos, gente que usa con toda normalidad el catalán ha tenido que responder que no es que no cante, hable, escriba, etc., en castellano, sino que simplemente se expresa en catalán.
A finales de diciembre, la exministra socialista María Antonia Trujillo preguntaba patéticamente y con total desconocimiento de qué es una lengua que para qué cosas "importantes" servía el catalán. Una correligionaria suya, Rocío Martínez Sampere, la puso en su sitio con una elegancia impecable, implacable y rebosante de sentido común tal que no es necesario añadir nada más: "Para leer, para pensar, para hablar con mis hijos...".
Quizás son los variados colores de las rosas de un día de san Jordi soleado los que me inspiran, quizás lo hacen los mil acentos de las riadas humanas tomando festivamente las calles de Barcelona en un día tan dichoso. El caso es que me vienen a la mente las críticas que recibió el parlamento de la diputada Rovira cuando acudió al Congreso de Madrid.
No era fácil hacer una intervención redonda. Por una parte, jugaba en campo contrario (el resultado de la votación fue harto elocuente); por otro, se encontraba en una vieja y conocida tesitura: cuando una política (una autora, una creadora...) se expresa de otra manera, desde otro punto de vista o lugar, se arriesga a no ser vista o, como mínimo, a provocar sobre todo extrañeza; si lo hace como un político, corre el peligro de ser juzgada como vana e innecesaria. Cuando la diputada afirmó que políticos y políticas de un lugar y otro se conocían poco no decía ninguna simpleza. Es posible que, si un señor con barba aseverara que no se puede respetar lo que no se conoce, nadie hiciera burla de ello.
Ahora bien, lo que causa más perplejidad y estupor es que estas alturas algunos medios difundan artículos u opiniones que critiquen el acento de una persona, puesto que se supone que los medios están a cargo de gente documentada y con algún rudimento sobre qué es y cómo funciona una lengua. Incluso hay quien atribuyó su horrendo y deleznable acento catalán a la inmersión lingüística. Que se desengañen, tengo una mala noticia: la mayor parte de las personas catalanohablantes de mi generación, educadas (es un decir) con la lengua catalana estrictamente prohibida y relegada a la intimidad, pronuncian las eles igual que la diputada. Ahora que Poniatowska acaba de recoger el Cervantes en Alcalá y que García Márquez ha muerto en Ciudad de México, no he oído a nadie que les criticara por sus respectivos acentos; al contrario, suelen ser celebrados con gozo como muestra de la potencia y diversidad de una lengua. Que a alguien le guste más el acento de Ana María Moix que el de Carme Riera o que el de Isabel Allende, muestra sólo que acerca de gustos está todo escrito.
Respecto al catalán, a pesar del prestigio que tiene el acento del Empordà, personalmente me enamoran (seguramente por razones sentimentales) todos los colores de los acentos del sur y de las islas: ¡Ah, el sonoro ensordecimiento del habla de Valencia, el uso y pronunciación de los diminutivos en ambos lados del Ebro, la casi imposible para mí e átona pronunciada como e abierta de Algaida, Llucmajor!
Lo único relevante es, por una parte, saber que tan bueno y lícito es preferir el acento de Sevilla al de Granada, como la opción contraria; por otra, la aceptación de que toda persona tiene acento, si no es imposible hablar. Todos los acentos (sin excepción) suman, enriquecen y constituyen una lengua (aunque los dos últimos citados, al igual que los de Mondoñedo, de La Laguna o de Basauri, por ejemplo, no se oigan tan a menudo como deberían ni siquiera en los medios audiovisuales públicos).
Todas las personas hablan con un acento u otro y todos los acentos son igual de bellos o feos, depende de quien los escucha. Es fácil de entender y, si no se entiende, aunque no es exactamente lo mismo, es tan corto y simple que se puede aprender de memoria.
¿Por qué, pues, esta inquina, este menosprecio, hacia uno más de los acentos que enriquece el castellano? Seguramente tiene que ver con la, digamos, idea previa de percibir la lengua catalana como una afrenta. En numerosas ocasiones, en muchos ámbitos, gente que usa con toda normalidad el catalán ha tenido que responder que no es que no cante, hable, escriba, etc., en castellano, sino que simplemente se expresa en catalán.
A finales de diciembre, la exministra socialista María Antonia Trujillo preguntaba patéticamente y con total desconocimiento de qué es una lengua que para qué cosas "importantes" servía el catalán. Una correligionaria suya, Rocío Martínez Sampere, la puso en su sitio con una elegancia impecable, implacable y rebosante de sentido común tal que no es necesario añadir nada más: "Para leer, para pensar, para hablar con mis hijos...".