"...si fallan las fuerzas, la osadía será un honor
en las grandes empresas ya basta con el querer".
Propercio, II, 10, 5-6
En el lenguaje del Derecho Internacional Humanitario que tutela la ONU, el concepto de dignidad humana significa un valor prejurídico universal que todas las naciones reconocen a una persona por el hecho de serlo.
Sin embargo, más de medio siglo después de su articulación, se ha evitado políticamente aclarar con exactitud el fondo filosófico del contenido del concepto, probablemente con el fin de relativizar y retrasar su impacto en la forma de concebir la vida material.
Desde una perspectiva general, la dignidad humana puede entenderse como un juicio de valor según el cual al hombre le corresponde un valor absoluto. Cuando estaba en la universidad, recuerdo que una de las metáforas que mejor me ayudó a entender el dilema histórico de este concepto en la modernidad, acontecía en una secuencia del filme La lista de Schindler, cuando Itzhak Stern (interpretado por Ben Kingsley) termina de mecanografiar la lista de elegidos por Schindler (Liam Neeson) para salvarlos del campo de exterminio. Spielberg logró hacer tangible el valor absoluto de la dignidad del hombre en la imagen de aquel objeto de papel, enfatizando que todo lo que materialmente no podía entrar en ella y todo lo que operaba ideológicamente contra ella, significaba asesinar a cualquier ser humano.
Hay quien piensa que el bien aumenta en el mundo mediante actos dignos, los cuales muy a menudo suelen ser actos no históricos. Sin embargo, desde una perspectiva de raíz teológica y cristiana con la que me gusta estar de acuerdo, el bien como el amor natural existen en el mundo de por sí; por consiguiente, no se puede producir más cantidad de unos fenómenos que forman parte de la propia estructura de la naturaleza. Lo que sí se puede producir y acumular es su contrario, el mal, que a cada manifestación nos aleja más de los confines de la virtud.
Para el filósofo danés Knud Ejler Løgstrup, la clave para acceder al bien (que está ahí, anticipado para su disfrute) reside en comprometerse con edificar confianza y confiabilidad con el prójimo, de manera que la construcción de lealtad hacia el otro es lo que permite que el amor natural no sea restringido socialmente por intereses ideológicos para que se practique menos, de un modo sesgado o que directamente no sea sancionada su traición.
La confianza y el amor entre las personas que no tienen lazos consanguíneos no se basa en ninguna fiabilidad mecánica de reciprocidad (si así fuera, podría determinarse objetivamente, incluso pudiendo ser anticipada estadísticamente), sino que su origen y su lógica interna se encuentra en que la naturaleza de los otros sea aprehendida mediante el amor y la confianza.
La ruptura de este modo de asimilar lo ajeno impide que se puedan contemplar como hechos naturales las carencias de quienes nos rodean. El amor y la confianza se pueden coordinar entre sí para articular un capital social trascendente, capaz de modificar las condiciones materiales de la sociedad. He ahí su poder de atracción y el interés de las élites por controlar el modo en que se comprenden y se practican políticamente estas nociones. Precisamente, un modo de vigilancia consiste en debilitar el ejercicio de ambos para que en vez de disfrutar de ellos como los recursos inagotables que son (ya que no descienden por un uso continuado, sino que aumentan su potencial gracias a él), sean apreciados como bienes escasos que hay que dosificar para cederlos únicamente a quienes lo merecen de acuerdo a las reglas y las creencias dominantes.
A mi parecer, aunque la realidad te empuje a desconfiar, la mente humana posee de forma natural un interés constante por el bienestar de los demás. Esta inclinación puede desembocar en generosidad o no. Tal preferencia, aunque venga fomentada desde dentro del individuo, ha sido interiorizada biológicamente porque debió ser un componente material fundamental para la pura supervivencia en las fases más prehistóricas de nuestro desarrollo como especie. El progreso desde entonces, aunque discontinuo, ha tenido un cierto hilo de continuidad alrededor de las relaciones dialécticas entre igualdad y desigualdad, entre dignidad y respecto frente al egoísmo y la destrucción.
Me dispongo a recorrer estas relaciones, complementarias y antagónicas a la vez, para entender mejor las motivaciones de las instituciones que nos dominan y representan para convencernos de la veracidad de ciertos mensajes falsos, logrando que algunos de nuestros amigos, compañeros de trabajo y familiares terminen por creer que hay muchos de nuestros semejantes que no merecen nuestra ayuda porque son inferiores en valor, y que, además, admitir un cierto grado de servidumbre es algo necesario para que el caos no se apodere del mundo. Veámoslo.
¿Cuántas veces habrá que explicar que desear la igualdad social no significa implícitamente que se desea una sociedad donde todos los hombres deban ser iguales en carácter y en inteligencia?
A través de la mentalidad de los iguales lo que se busca no es una sociedad estandarizada, lo que se quiere alcanzar no es una sociedad donde se anule la diferencia y lo singular, sino que lo que se aspira a construir es una sociedad donde precisamente la individualidad sea respetada y protegida. Lo que urge solucionar son las desigualdades que derivan de cómo es la organización social y el modo de producción económico, lo que a su vez implica que dichos desequilibrios no derivan del hecho de que las personas individualmente sean diferentes.
Así que el debate de fondo para entender el igualitarismo no puede consistir en una categorización de circunstancias diferenciadoras entre los fuertes y los débiles, o en introducir una escala de tolerancia para clasificar entre los más compulsivamente productivos y los menos. En verdad se trata de algo más profundo socialmente. Hay que plantear una reducción (reconducir la situación) para reconocer que nuestro bienestar individual presente y futuro no es ni será única y mayoritariamente fruto de nuestro esfuerzo autónomo e independiente. Y es preciso rechazar la creencia de que nuestra satisfacción personal y familiar exista completamente aislada, sin ser deudora, de los actos y esfuerzos de todas las generaciones que nos precedieron. Al poner en valor el reconocimiento del otro, por diferente que sea, estamos protegiendo a nuestra dignidad de ser cosificada y aniquilada psicológicamente.
En paralelo, en el corazón de estos tiempos de exuberancia tecnológica, la idea de la cohesión social, que escasamente suele ser explicada a fondo por la clase política, parece que tiene grandes posibilidades de llegar a convertirse en una pieza arqueológica según avanza el siglo. Los padres de la sociología, como Comte y Durkheim, fueron los que crearon esa categoría para designar la necesidad que tiene una persona de recibir apoyo de otras personas para poder realizarse, esto es, su dependencia para alcanzar la completitud de su propio ser. Si el fin de una sociedad moderna es fabricar personas completamente autónomas e independientes, la cohesión se desintegra como un residuo innecesario. Y es cuando la desigualdad social se acoge como natural e inevitable, recayendo la culpa de su sufrimiento sobre la conciencia del individuo aislado. Lo que demostraría a su vez que la sociedad no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para que unos pocos dominen la situación siempre con ventaja.
Aplicando los preceptos de Marx, el capitalismo que nos rodea físicamente y que nos construye psicológicamente no es un mero generador de desigualdad de renta (inherente al modo de generar crecimiento económico). Además, lo que produce constantemente es una estandarización en la forma de valorar a las personas, lo que redunda en negar el valor de la individualidad, en negar el "todo" multidimensional del ser humano para sólo reconocerle su vertiente como trabajador. Es decir, se le reconoce su personalidad exclusivamente como entidad productiva, la cual recibirá un valor relativo asignado por el mercado mediante el volumen de energía, creatividad e inteligencia que es capaz de desarrollar y hacer valer en cada intervalo de tiempo. El mercado ,a la hora de hacer esa asignación, ignora de él lo que es realmente, es decir, todo lo demás. Y en el caso de que su valor como trabajador no sea reseñable ni suficiente, será reconvertido en una entidad invisible que pasará a formar parte de lo desechable y superfluo. Una vez movido a ese espacio de basura, si no logra retornar a tiempo, hasta la dignidad le será arrebatada por completo.
Aplicando ahora la lógica del contractualista John Rawls, podríamos afirmar que una sociedad donde se respete la dignidad de la ciudadanía requiere de un contrato social imparcial entre personas racionales, libres e iguales, sin importar el lugar que coyunturalmente pueda ocupar cada individuo en la organización política o económica de un territorio, una organización o una institución. La justicia, en definitiva, debería dominar sobre cualquier tipo de utilitarismo. El impedimento para este escenario es la propia organización de la sociedad en clases sociales basadas en lo que las hace desiguales (por ejemplo, en EEUU, durante las últimas tres décadas la escalera de la movilidad social prácticamente ha quedado congelada. Lo que significa que el estadounidense que ha tenido la fortuna de tener un bisabuelo, abuelo y padre con posibles, cada año que pasa tiene muchísimas más probabilidades de mantener su mismo nivel de vida que en el caso contrario).
En una sociedad donde el capital social (la comunidad, la solidaridad, el amor, el respeto, la lealtad) está ausente o desconectado porque el principio rector es incentivar la competitividad radical entre sus miembros, los individuos de las clases sociales más humildes corren el riesgo de recibir continuamente estímulos desmotivadores que les mantengan en la ignorancia de sus auténticas posibilidades (exigiéndoles dar cada vez más pero aspirando a cada vez menos). Cuando una persona deja de creer en su potencial, es fácil perder el respeto por uno mismo. De ahí a que deje de aspirar a determinados bienes y servicios, a que deje de ampliar sus conocimientos para mejorar sus aptitudes físicas y mentales, sólo hay un paso muy pequeño. Mientras, sin apenas esfuerzo, quienes gestionan las reglas del juego se apoderan de la mentalidad "ganadora".
¿Dónde y cómo comenzó el viaje discontinuo a la amnesia de la dignidad?
En la antigüedad precristiana, especialmente en la cultura romana, surgió uno de los primeros antecedentes de la dignidad: la dignitas, que respondía a los méritos por la forma de vida que llevaba un individuo. El romano la podía defender y la lucía. Podía aumentarla, rebajarla, podía perderse y restituirse. Pero no era algo dado por la propia condición humana sino que era un logro personal externo, fruto del esfuerzo. Por supuesto, esta dignitas estaba reservada para la aristocracia, y fuera del alcance del esclavo. Después, el cristianismo, con mucho esfuerzo y luchas políticas internas, fue construyendo una fuerte ideología para exaltar la creación divina, que era el hombre, y la relación directa que cualquiera podía establecer con Dios con independencia de su condición social o su raza. Esta capacidad era lo que le elevaba a poseer un valor inviolable y predeterminado por su propia condición de hombre.
Durante el Renacimiento, el neoplatonismo propuso una profundización del humanismo cristiano, en el sentido de que el hombre para disfrutar del potencial de su espíritu inmortal debía hacer un uso correcto de su libertad, asumiendo una conducta que debía caracterizarse por poseer un insaciable deseo de saber, llevándolo a superar barreras, prejuicios y estereotipos culturales e ideológicos, y un actitud de rechazo frente a una tradición incapaz de resolver problemas técnicos e injusticias sociales, negando las soluciones pseudocientíficas y ejercitando un temperamento entusiasta para llevar a cabo empresas superiores a sus fuerzas, sin miedo ni servidumbre frente a la ignorancia de estamentos superiores. Esta forma de realizar la libertad componía la dignidad, y la organización social debía estar orientada a que éste fuera el modo esencial de vivir.
Pero esta concepción pronto tuvo a una competidora, la vía aristotélica, que buscaba generar un cambio fundamentalmente político y más materialista en las jerárquicas sociedades de Francia e Italia. Así, figuras como Pietro Pomponazzi y Cesare Cremonini durante los siglos XVI y XVII trabajaron en la línea de demostrar que el hombre no posee un alma inmortal y que, por lo tanto, al morir mente y cuerpo se acaba con el espíritu. Planteamientos que influyeron igualmente en pensadores ingleses como Thomas Hobbes y John Milton, o en activistas protestantes como Calvino.
La consecuencia fue mostrar convincentemente que el individuo, culpable de sus limitaciones y privado de cualquier reminiscencia divina, se mueve en el mundo mediante su voluntad; por lo tanto, es libre por naturaleza y responsable de todos sus actos, y son éstos y sus decisiones individuales los que confieren a su vida un mayor o menor valor entre sus semejantes. De algún modo, se retrocedió de nuevo a tiempos pasados para concluir que el derecho a la dignidad había que ganárselo con mucho esfuerzo y sacrificio cada día (además, el arrepentimiento y la redención ya no te aseguraban un billete a la eternidad).
Este giro político, a mi juicio, fue aprovechado por el incipiente mercado para trastocar la psicología colectiva hacia un lugar renombrado como un paraíso terrenal tangible y al alcance de la voluntad individual: el deseo de prosperidad, poder y riqueza fue distribuido entre las extensas capas de la sociedad que, por atributos políticos más que materiales, siempre habían estado por debajo de los privilegios de las élites.
Para entender hasta qué punto operó la "zanahoria" del mercado, me parece interesante detenernos en el Discurso sobre el origen de la desigualdad que presentó Rousseau en 1755. El pensador francés intuyó que en la base de la psique que mantenía a la sociedad en constante vigilancia de sí misma estaba el deseo de cada persona de convertirse en otro, es decir, la envidia por desear ser lo que es el prójimo, lo que aceleraba la desinhibición del egoísmo para "imitar" el tipo de persona que uno quería ser. Según él, el francés de la época movía su conciencia entre la confianza en uno mismo (amour de soi) y el amor propio y egotista, nacido artificialmente del placer de ser reconocido por la sociedad como alguien con alguna propiedad "superior" (amour-propre).
La idea implícita en esta concepción de Rousseau es que si el mercado te lo permite, ¿qué es lo que te impide alcanzar lo que tanto quieres poseer? Pero recuerda que si te comportas de un modo egoísta y sin escrúpulos, tú serás el único culpable. Rousseau diagnosticó que esa dependencia por recibir el amor de los demás por razones de situación social, talento o edad, quebraba la confianza de los hombres, tanto de los pobres como de los profesionales acomodados. Los primeros, en vez de concentrarse en asegurar sus condiciones de vida de acuerdo a sus posibilidades, se engañaban con una realidad que materialmente era inalcanzable, mientras que los segundos se endeudaban de forma similar pero no para saltar de clase social, sino para mantener las apariencias frente al vecino cuando las cosas iban mal.
¿Quién está de acuerdo con que en nuestro tiempo los hombres se mueven con más energía y convicción para alcanzar aquello de lo que carecen que para mantener el respeto por uno mismo?
La lucha competitiva por triunfar en el mercado genera vanidad entre aquellos que logran distinguirse de lo ordinario, a la vez que rompe personas, hundidas por no lograr salvar la desigualdad que les ahoga. No sé si realmente los impulsores de la Ilustración se preocuparon por la desigualdad de talento, y si se preocuparon de que los perdedores de un concurso de piano no acumularan resentimiento ni baja estima. Si lo hicieron es probable que fuera a cambio de estar de acuerdo con la ventaja de la herencia natural de algunos para destacar sobre el resto. Lo que está claro es que su proyecto no incluyó la sensibilidad de Marx. ¿Qué quiso explicarnos este alemán durante toda su vida?
Para empezar, si quieres aprender a tocar el piano primero necesitas uno, y para poder fabricarlo hay que contar con un sistema de producción (capital, tecnología y mano de obra). Sin producción material no hay civilización, sin trabajo no hay cultura. Lo menos obvio en su visión es que la forma en que se organiza la producción material es la que determina, más que ninguna otra circunstancia, la naturaleza de la sociedad. Y de ahí nos movemos hasta su hipótesis más dinámica: el piano es indispensable para hacer sonar una partitura del modo inconfundible en que lo hace. Pero el modo en el que se fabrica ese piano (las condiciones laborales y la organización del trabajo de la fábrica donde se realiza) también está determinando el tipo de partitura que el músico compondrá. Así que la actividad económica domina a la sociedad y, cuanto menos, es la pauta predominante para entender la evolución histórica en todos los ámbitos.
Siguiendo este razonamiento, el hecho de que determinadas prendas de vestir que compramos sean fabricadas en Bangladesh por trabajadores en unas condiciones infrahumanas está permitiendo, primero, que éstos puedan sobrevivir a la pobreza extrema; segundo, que la empresas puedan seguir siendo competitivas ofreciendo precios más baratos y logrando más margen de beneficios; tercero, está moldeando nuestra cultura, nuestros valores morales, nuestras creencias políticas, lo que estamos dispuestos a admitir y dejar pasar sin sanción alguna; y cuarto, está siendo un aval para que las propias condiciones de trabajo en los países occidentales sean presionadas para que se recorten los salarios. Así que, lo que está en juego todo el tiempo es la dignidad del hombre, al consentir quien tiene el poder que ésta sea un valor relativizado por las necesidades fluctuantes del mercado.
Si la vida de un trabajador de Bangladesh muerto en el derrumbamiento negligente de una fábrica textil se valora en 140 euros de indemnización para sus hijos (sin que además haya un juicio para depurar responsabilidades ni se produzca un marco normativo para impedir que la tragedia vuelva a suceder), según Marx, ese valor de cambio está influyendo automáticamente en cuánto y en cómo se fijará el precio de la vida de un trabajador español que tenga la misma suerte en nuestro país en circunstancias similares. Luego la dignidad se antoja que bajo la modernidad contemporánea es una categoría externa al individuo, voluble e inestable. Lo mismo ocurre cuando se fija el salario mínimo hasta un umbral determinado, de tal manera que el menor precio admisible que se da al trabajo de un hombre para que al menos pueda sobrevivir, es estandarizado por una agenda de intereses sustentada en calcular todo lo que es desigual en valor. Si la dignidad es desvalorizada y reificada como si fuera un índice cuantitativo más (véase el Índice de Desarrollo Humano de la ONU), la tendencia se dirigirá a que ésta se reduzca durante las crisis y a que se mantenga contenida durante los ciclos de crecimiento.
Así es como la dignidad queda determinada por la desigualdad: por miedo a volver a ser ordinario, sin amor propio ni confianza, el trabajador opta por seguir soñando con ser otro, diferente a los demás. Lo que resulta ser un incentivo suficiente para ceder voluntariamente a la servidumbre que exige el mantenimiento del sistema económico.
Aunque pocos políticos admitirían que la esclavitud, aun con características propias del siglo XXI y de un mundo globalizado, es un fenómeno que dista mucho de haber desaparecido a nuestro alrededor, la pregunta fundamental es: ¿cuántos "esclavos" no son conscientes de su situación, o la asumen como inevitable? ¿Puede ser esta pregunta la manera de justificar las bolsas de autoexclusión social?
Es vital confrontar contra el realismo que asume que debemos convivir con la maldad que nos rodea. La dignidad puede proporcionarnos tranquilidad, y suavizar nuestra angustia, pero necesita ser rescatada de la amnesia. Debe ser aprendida socialmente y protegida por la práctica política como un valor natural común (algo así como el monopolio natural del hombre). El compromiso para recuperarla, ajustando la hipótesis brindada por Løgstrup al principio de este artículo, debe partir de reconocer la demanda de confianza hacia el otro. Aunque siendo precavidos para no caer en una compasión solamente interesada en hacer engordar vanidosamente nuestro don de dar. En este equilibrio es como se podría resucitar y dejar de ocultar que su presencia es infinita.
Pero, desafortunadamente, en la rutina que ordena un mundo de naturaleza económica, la envidia trabaja incansable para impulsar a cada uno de nosotros a optar por el camino contrario. El mercado lo sabe, lo aprovecha y lo intensifica. ¿Realmente no tiene otro modo de actuar?
Para indagar en esta cuestión desde dentro del sistema, he pensado que comentar la posición de un economista liberal como William Baumol, valorado por sus posiciones moderadas y defensor de la versión más "limpia" y responsable del capitalismo, puede permitirme exponer más claramente las contradicciones. Según Baumol, la economía de libre mercado es incuestionablemente el aparato más eficiente de la historia para producir crecimiento económico, lo que tiene lugar fundamentalmente gracias a la innovación (una premisa que comparto plenamente). En la Antigüedad y durante la Edad Media, las grandes innovaciones estuvieron prácticamente monopolizadas para el asunto de hacer la guerra, para la expansión religiosa o para el desarrollo de las artes. Rara vez, y si acaso siempre a un ritmo lento, se tuvo en cuenta la preferencia de invertir en obtener más y mejores alimentos, mejores prendas de vestir, mejores construcciones para vivir, mejores medicamentos y demás factores que a la larga impactan en la esperanza de vida. Entonces irrumpió el mercado y lo cambió todo.
Pero Baumol advierte que nunca se debe olvidar que los capitalistas siempre actuaron y actuarán de la manera que lo hacen no porque sean personas excepcionalmente virtuosas o bondadosas, ni tampoco porque sean maliciosas, sino que actúan del modo que es más conveniente para sus intereses con el fin de acumular riqueza, poder y prestigio. El conflicto social estalla cuando el interés público es perjudicado porque el egoísmo de unos pocos se apodera de los intereses de toda la sociedad. Para Baumol, el mercado no es intrínsecamente egoísta, aunque una gran parte de las personas que participan en él, opina, sí lo suelen ser. Lo que hace el mercado es valerse de ese egoísmo para generar beneficio, es decir, transformarlo en un mecanismo incentivador capaz de generar ventajas para el bien común de la sociedad.
Pero ¿qué ocurre si el mercado es disfuncional la mayor parte del tiempo, y si la mayor proporción del beneficio se queda concentrado en una minoría monopolística? Entonces ¿qué razones justifican seguir construyendo el mundo a la imagen y semejanza del mercado?
Baumol, aunque siempre ha estado de acuerdo con vigilar (regular) para evitar que las personas deshonestas pudieran abusar del sistema, a mi juico, olvidó conscientemente un elemento decisivo: ninguna decisión que toma un capitalista para hacer honor a la lógica de su ethos, aunque se ajuste al marco normativo vigente, puede escapar a un juicio de responsabilidad mediante el uso de una planificada adiaforización (es decir, no es admisible la regla utilitarista de descontar los daños sobre el beneficio mayor).
La búsqueda y la obtención de riqueza siempre tienen consecuencias materiales y éticas, las cuales, en ciertas ocasiones, pueden determinar la vida de miles personas a peor o el agotamiento y la destrucción de los recursos naturales. Asumir, tal y como hacen todos los economistas liberales, que el mejor acuerdo posible es aprobar el dominio del mercado porque sus beneficios aportados suelen ser bastante mayores que los desequilibrios que produce, conlleva estar de acuerdo con que quienes mueven el capital puedan estrujar la dignidad del hombre como si fuera una esponja decrépita que paulatinamente irá perdiendo propiedades, hasta quedar decadente, vacía, incapaz de alojar dentro de sí algún rastro de su esencia, entre otras cosas porque el sacrificio al que ha sido obligada siempre fue falso. Si el mercado, ya parece sobradamente demostrado, ni puede ni se le permite actuar dignamente, no parece lógico esperar que alguna vez se comportará para alcanzar una prosperidad igualitaria para el conjunto de la humanidad.
La esponja decrépita también representa al Estado del Bienestar: una fortaleza en riesgo de derrumbe que fue erigida para dar cobijo y expresión a un modo de vivir próspero que pudiera ser compartido y disfrutado por todos los ciudadanos más o menos por igual, suavizando los desequilibrios y disimulando las desigualdades mientras se ganaba tiempo para encontrar una vacuna política o científica contra la disfuncionalidad del sistema de producción. En definitiva, este modelo de Estado, al menos algo esperanzador, está siendo sepultado bajo la sospecha de ser una peligrosa utopía, un monumento viejo de otra época, un obstáculo para el progreso y para salir de la crisis. Los envites para acelerar su caída no dejan de producirse a diario.
Hace un par de semanas, la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, adquirió cierta celebridad con sus reflexiones sobre la situación socioeconómica de España. Dado el cargo de representación que ostenta, sus declaraciones dejaron traslucir no sólo un análisis crítico del mercado laboral, sino una creencia en cómo debe transformarse la realidad. Es por esta razón que me sirve recoger dos de sus ideas para analizar el trasfondo, que intuyo como mucho más decisivo históricamente, y terminar nuestro recorrido por el empequeñecimiento del la dignidad y el desprestigio de la dependencia de otros para vivir con el respeto de la sociedad.
La primera de sus consideraciones hizo referencia a que la actual prestación por desempleo no incentiva la búsqueda activa de un trabajo y favorece situaciones de "parasitismo" entre los desempleados. La segunda noción se quedó en avalar la desvalorización y desprotección radical de la fuerza de trabajo peor cualificada. En realidad, no hay nada sorprendente en su posición. Es probable que su soberbia ceguera sobre la reacción que entre cierta parte de la opinión pública iban a tener sus declaraciones esté motivada porque su mentalidad de grupo se siente fuerte, consciente de la debilidad contemporánea de la política y el acorralamiento del pensamiento contrario.
Sin duda, la señora de Oriol olvidó que el hecho de que a ella o a mí no nos haya ido tan mal en la vida como podría habernos ido se debe, en buena parte, y como señaló George Eliot, "a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita". Ingenua, además, al no percatarse que negando la dignidad a un grupo de ciudadanos automáticamente estaba excluyéndose ella misma de su protección, admitiendo una servidumbre voluntaria por la que su existencia como persona pasa a ser evaluada exclusivamente como una mercancía que es fabricada artificialmente para que el mercado funcione. Su actitud psicológica frente al problema de no ser capaz de encontrar fórmulas para reducir el desempleo, la llevó a un tipo de desahogo que equipara el reconocimiento de depender de los demás con la vergüenza de aceptar esa dependencia. Obviando que al ser identificado como un perdedor, como un desecho social sin cualificación "que no sirve para nada", arrojamos al individuo a experimentar la culpa, la inferioridad y la humillación al ser señalado para que los demás te retiren el respeto.
Fijémonos en la regresión que supone volver a confrontar la dignidad humana con una actitud sin escrúpulos por alimentar el complejo de inferioridad entre aquellos que fracasan en el mercado. La vergüenza de "fracasar" se desdobla de dos formas sobre la conciencia del trabajador en paro: comienza con una pérdida de autoestima frente a la sociedad, y va creciendo sin pausa a media que aumenta su periodo de desempleo. Para, a continuación, desencadenarse una sensación de que algo falla en el interior de su cuerpo y su mente, generando el mismo una visión denigrante de su propia personalidad.
La consecuencia cultural que enciende esta mecha es hacer saltar por los aires la cohesión social como idea vertebradora del Estado, abriendo la puerta a justificar un odio o un desprecio sobre aquel que es incompleto porque está invalidado para el ideal de plenitud que nos enseña el consumo, hasta llegar a un punto crítico donde se termine negando la tutela de la sociedad para que esa persona no sufra una denigración profunda como consecuencia de la organización social y de sus propios actos. Este cambio cultural puede ser peligroso, incluso para la competitividad de la economía: me refiero ahora al ocultamiento de la debilidad.
Si transformamos nuestra sociedad en un espacio de aislamiento individualizado (donde una persona que antes se sentía segura de que no iba a faltarla nunca una cobertura para rencontrarse con su dignitas, ahora ya sólo puede esperar la competencia radical con los otros) lo que resultará será la distribución de un estado de alerta permanente para no caer en la nada y en la vergüenza. Dando lugar a un estrés social de tal magnitud que podrá motivar a la persona para hacer trampas, o para abandonar cualquier tipo de empatía con el desfavorecido.
En mi opinión, el resultado de este tipo de sustitución para la ciudadanía española (pasar desde la lealtad y el respeto hasta la lucha encarnizada, el odio y la competición sesgada para que no todos puedan competir en igualdad de condiciones) significaría permitir que el miedo se apodere de nuestra psique, y no sólo en el campo del trabajo, sino en las actividades que realizamos en todos los terrenos de la vida, precipitando que el egoísmo, la envidia, la avaricia y la desconfianza ante el prójimo, y no el altruismo y la solidaridad, dominen nuestros actos.
A los que estén leyendo ahora mismo este artículo y tengan o hayan tenido un trabajo, les pediría que hicieran una reflexión sobre si se sienten cómodos, sin ser escudriñados por el juico valorativo de los demás, al pedir ayuda a sus compañeros o superiores en la ejecución de sus tareas no de un modo puntual, sino muy habitualmente. Las organizaciones que profundizan demasiado en exigir una justificación detallada para que sus miembros puedan pedir "ayuda" o apoyo, de manera que sólo sea razonable solicitarla cuando se trate de problemas graves o de envergadura, suelen provocar una pérdida incremental de información crítica (sustituida por el silencio). Donde los equipos trabajan vueltos hacia sí mismos, inseguros ante la posibilidad de expresar un "no sé", mostrar su impotencia o reconocer un error, librando una carrera imposible por alcanzar autónomamente las soluciones para todo. Todo ello provoca que el capital social se empobrezca y que la autonomía de la persona quede desvirtuada.
La última cuestión que me quedaría todavía pendiente de entre todas las que lesionaron las premisas argumentales de la señora de Oriol, y que forma parte de la mentalidad histórica latente, es el asunto de la compasión.
¿Qué es más eficiente para el mercado: apoyar la compasión y la solidaridad hacia los necesitados o fomentar que se les castigue hasta anularles por su incapacidad para dejar de estar en su situación?
Parece que el mercado busca el modo de generar incentivos todo el tiempo para maximizar todos los recursos a su alcance, luego la opción más conveniente dependería del momento político y las circunstancias económicas presentes. Keynes, partiendo de las circunstancias históricas y vitales que experimentó, dibujó el perímetro de un Estado Protector donde había que ocuparse no sólo de la justicia económica y social, también había que proteger al individuo fortaleciendo el respeto por su diferencia, ayudando a que pudiera realizar su iniciativa, y permitiéndole que tuviera sus propios pensamientos de realización. En su imaginación, el economista británico combinó el poder de la producción material con el poder de lo subjetivo (Sin embargo, Keynes nunca valoró ni entendió a Marx. De hecho, siempre consideró que El Capital era una obra sin aplicación para el mundo moderno).
Otros defensores del Estado Protector, menos idealistas, como el alemán Claus Offe, conciben que la responsabilidad del Estado debiera circunscribirse a la mera eliminación de la necesidad económica. Esta concepción, alejada completamente de la ética del cristianismo, exaltaba el respeto mutuo, evitando tener que establecer una relación compasiva hacia el más necesitado mediante la transacción de placer y virtud a cambio de la ayuda prestada por el menos débil de la relación. Recomendando que la forma más eficiente de generar compromiso entre iguales pasa por crear un lazo de solidaridad colectiva mediante la articulación de una renta básica que el Estado cede a cada uno de sus miembros: una cantidad de dinero suficiente para comprar una casa en propiedad y cubrir todos los elementos de primera necesidad. A cambio, la posibilidad de alcanzar la felicidad dejaría de ser responsabilidad del propio Estado.
En todo caso, en nuestra época, el matiz de adscribirse a una visión secular o cristiana del socialismo no es lo sustancial. Lo que está en juego es que la mayoría de la sociedad, con resignación o indiferencia, acepte negar la posibilidad de realización a todas las personas sin excepción ni discriminación posible.
Esta negación es una contradicción con la que el capitalismo suele jugar con inteligencia, calificándola de incapacidad técnica transitoria. Lo que se traduce en un nuevo incentivo que maneja el mercado para hacer una llamada a la innovación tecnológica con el propósito de reducir la desigualdad social, desviando siempre el foco del debate sobre la reforma política de los sistemas de producción y distribución de la riqueza.
Un paso adelante para no aceptar la naturalidad de este escenario y exigir otro diferente comenzaría respondiendo a una sencilla pregunta:
¿En qué tipo de sociedad queremos vivir?
Una propuesta reducida que me animo a compartir sería la siguiente: en una sociedad auténtica que defina y aprenda hasta en lo más profundo la dignidad del hombre, que no cosifique al individuo, que proporcione la libertad para que cada uno de nosotros por igual pueda elegir realizar su diferente potencial, es decir, que podamos ejercer actividades y producir por el mero placer de hacerlo, al menos en una proporción ponderada. Permitiendo disfrutar a cada persona de una cantidad suficiente de recursos como para no estar todo el tiempo siendo dependiente de lo económico, sin tener que trabajar bajo condiciones extremas de coacción externa e interna.
Esta noción, aparentemente sencilla, tiene múltiples implicaciones para ser distribuida igualitariamente, ya que necesitaría de cambios profundos en el modo de organizar y valorar el trabajo en la sociedad. Intuyo que alterar ese tipo de elementos permitiría desencadenar mutaciones sobre la cultura, empezando por responsabilizar a cada persona para que las propiedades individuales que vaya acumulando fruto de su trabajo, no vengan dadas como consecuencia de una extracción inmoral, egoísta o avariciosa de la propiedad común.
Soy consciente que el alcance de esta propuesta será difícil de entender hoy día al escapar de los límites del conocimiento institucional, es decir, de lo que se considera como una "praxis" razonable. Algunos, incluso, podrán apuntar que ese tipo de sociedad podría frenar el incentivo en el trabajo y generar legiones de vagos y perezosos, aunque resulta sintomático que el deseo de acumular riqueza para el héroe capitalista, en gran parte, se oriente a conquistar mayores espacios de ocio para su vida.
Pero lo que más me preocupa es, precisamente, que no haya nadie que se esté moviendo en la política nacional e internacional por un principio que escape del entendimiento del pensamiento mercantilista, del fanatismo nacionalista o del dogmatismo religioso. Me refiero a una categoría de activismo con una ambición científica lo suficientemente profunda como para poder librarse de ser calumniado por la propaganda, y que sepa utilizar los resortes de la opinión pública para dialogar con la ciudadanía y con los partidos políticos para poner en marcha otro tipo de reformas, diferentes a las que nos hemos acostumbrado. Probablemente, lo difícil no radica en acceder a nuevas ideas en un sentido estricto, sino rehuir el yugo de las viejas, las ideas que imperan, porque son ellas las que se ramifican por todos los resquicios de nuestra mente.
Leyendo una entrevista a Christine Lagarde concedida en la Harvard Business Review a finales de 2013 (donde vino a exponer con orgullo que no hay otra forma de producir riqueza y reducir la desigualdad que no sea mediante el actual sistema económico y sus reglas), me fijé en unas pocas preguntas que estaban orientadas a saber el grado de creatividad y apertura intelectual con el que organiza el trabajo con su equipo de colaboradores. Por ejemplo, el periodista buscó confirmar si habitualmente está rodeada por expertos con visiones muy diferentes o si, por el contrario, todos trabajan en clave de pensamiento único. Lagarde contestó tajante que, efectivamente, no hay nadie entre todos ellos que sea "un economista marxista".
Aunque nos lo podíamos imaginar, me parece un aspecto significativo de nuestra época. Certificando no sólo que las alternativas disruptivamente innovadoras en economía únicamente se pueden producir en una dirección, sino que es improbable que surja alguna opinión influyente con capacidad para que las cosas cambien, que piense el mundo y la dignidad del hombre como lo hicieron algunos políticos y economistas occidentales en las décadas de los años 30, 40 y 50. Períodos en los que el consenso progresista consideró que si el capitalismo no podía hacer su reforma fundamental -llegar a incorporar en su funcionamiento la regla del pleno empleo- se evidenciaría que era un sistema técnicamente fallido para la aspiración económica. Suavizar la pobreza o las recesiones no eran admitidas como soluciones racionales ni éticas. Sólo cabía exigir un modelo que permitiera su abolición (la principal razón técnica instrumentalizada por los grupos de presión para desaconsejar las reformas estructurales con las que poder alcanzar el pleno empleo, ha sido que carecer de un ejercito de reserva de trabajadores provoca que los salarios suban peligrosamente. Lo que a su vez implica que en el mercado se produzca una caída en el valor del dinero. De ahí que se utilice el miedo a la inflación para recomendar unas cuotas sostenibles de desempleo y unos salarios permanentemente revisados a la baja. Así es como el dinero recupera o aumenta su valor, al tiempo que se incrementa la riqueza de los que más cantidad tienen acumulado).
Recordé la participación tan activa que tuvo Keynes en la creación del Fondo Monetario Internacional. Y al comparar aquel sueño con los decepcionantes resultados obtenidos (prisioneros de los errores bienintencionados de su propia teoría), no puedo dejar de reconocer como el uso ideológico y técnico tan intensivo que se ha hecho de la libertad, contradictoriamente, ha servido para mantenerla reducida a la obligación de tener un trabajo (por insatisfecho que éste sea dado su escasez) para producir, cubrir necesidades y consumir. Lo que significa que la libertad se protege intermitentemente, y cuando toca hacerlo en firme es porque permite el desarrollo o la adaptación de alguna faceta de la economía capitalista. Por ende, la libertad ha sido ordenada como un mecanismo de intercambio para que el mercado decida, como el funcionario en la frontera que te exige el pasaporte, si un hombre posee dignidad o no.