Sentada del movimiento Democracia Real Ya en la Plaza de Fuente Dorada de Valladolid. Foto: Rastrojo (CC).
Izquierda. Una palabra que a lo largo de la historia ha servido para impulsar cambios, luchas, revueltas y revoluciones, pero que aún induce a confusión incluso entre quienes más se identifican con su mitología. Muchas son las preguntas que surgen en torno a este concepto de textura semejante a la de los sueños, éterea e inaferrable. ¿Qué significa ser de izquierdas hoy? ¿Tiene sentido hablar de una izquierda y una derecha? La izquierda es tan poliédrica, tan llena de aristas e interpretaciones encontradas, que determinar su ADN aún desata furibundas discusiones entre teóricos y ciudadanos.
En un momento en el que la ciudadanía está más huérfana que nunca, cuando la estabilidad y cohesión de nuestras sociedades se empieza a tambalear, es más importante que nunca tratar de discernir el valor y significado de la izquierda. A través de una nueva serie de posts titulada El futuro de la izquierda, intentaré trasladaros mi visión sobre el ideario social y político que en los últimos dos siglos ha servido para hacer soñar a varias generaciones con un mundo más justo y que, aunque muy probablemente necesite reinventarse, aún puede ayudarnos a luchar por un futuro mejor.
Seguro que últimamente has oído hablar, como yo, del "descalabre de la izquierda": la caída del PSOE ha llevado a los medios a aficionarse a esta coletilla. Ser de izquierdas, sin embargo, es mucho más que apoyar al partido de turno. Es una declaración de intenciones que implica una distintiva forma de ser y actuar para cambiar el mundo. La izquierda no se ha descalabrado: sólo lo han hecho aquellos que dicen representarla. Y te preguntarás, si los partidos de izquierdas no son de izquierdas, ¿qué es ser de izquierdas? Echemos un vistazo rápido al pasado para intentar contestar esta pregunta.
Una sociedad enferma de neoliberalismo
Caído el muro de Berlín en el año 1989, el mundo asistió a la constatación del triunfo de un nuevo credo que ha entronizado el individualismo y la búsqueda egoísta de la riqueza a través de una competitividad feroz. Hablo del neoliberalismo, la filosofía económica de la Escuela de Chicago, hoy convertida en el libro de estilo de cabecera de la mayor parte de gobiernos del mundo. El neoliberalismo es como un virus. Un virus que ha fragmentado nuestra sociedad y la ha llevado a olvidarse de la justicia, de la cohesión social, de los valores solidarios y cooperativos que podían guiarnos en la búsqueda de un futuro mejor. Los gobiernos solo atienden a los designios de los especuladores internacionales de turno en una loca y suicida carrera con otros países en la que las víctimas siempre son los ciudadanos de a pie. Parece que ya no hay sitio en el mundo para la esperanza que siempre ha acompañado al sueño de una izquierda que se ha degradado tanto que muchos ya no somos capaces de reconocerla. Por eso, unos y otros, en distintos puntos del globo, nos hacemos preguntas similares en este momento de incertidumbre: ¿hay salida a la actual situación? ¿existe aún la izquierda como alternativa a la hegemonía neoliberal? Y si lo hace, ¿dónde está?
Hace 18 años, el politólogo autor del famoso libro Izquierda y Derecha Norberto Bobbio se hizo estas mismas preguntas. Para responderlas Bobbio quiso empezar por definir la personalidad de la izquierda, averiguar cómo este sistema de valores, creencias y convicciones organiza la relación de los individuos con respecto a la sociedad. Fruto de este ejercicio Bobbio llegó a la conclusión de que la izquierda se distinguía de la derecha por su decidida defensa de un valor grandioso: la igualdad. Una cualidad a la que, desde mi punto de vista, se pueden sumar tres valores más: la defensa de la participación política, la defensa de los derechos civiles y la lucha por la libertad.
Igualdad
La búsqueda de la igualdad es una consecuencia lógica del respeto a la dignidad humana: los seres humanos no nacemos iguales, por eso, el sueño de la izquierda es conquistar esa igualdad en todos los frentes. Los revolucionarios franceses lucharon hace más de dos siglos por la igualdad de las personas ante la Ley. Un rey debía ser igual a un ciudadano ante los ojos del Estado. Este tipo de igualdad, sin embargo, no era suficiente. Además, era necesario que todos gozásemos de las mismas oportunidades y, para conseguirlo, era importante que existiese una herramienta capaz de corregir las desigualdades que existen entre nosotros desde el momento mismo de nuestro nacimiento. Esa herramienta fue el Estado, que a través de los impuestos debía redistribuir la riqueza disponible tomando, como Robin Hood, más de quienes más tienen para llevárselo a quienes tienen menos.
De acuerdo al sueño de la izquierda, el Estado a través de esta faceta suya de Robin Hood permitiría a las personas gozar de una situación de partida similar que les permitiría desarrollar su potencial humano y conquistar todas sus metas: un niño nacido en el seno de una familia privilegiada no tendría más oportunidades que un chaval nacido en una familia desestructurada con ambos progenitores en paro. El Estado saldría en auxilio del niño obrero, financiando sus estudios a través de una escuela pública posible gracias a los impuestos de todos.
Este simple principio de solidaridad y reequilibrio social es la base de la izquierda. Pero a pesar de su lógica es rechazado por la doctrina liberal dominante: "La riqueza es para el que la genera, repartirla a la fuerza es robar", nos dicen. Para no caer en esta trampa argumentativa necesitamos preguntarnos: ¿Quién genera realmente la riqueza? La riqueza no se produce por obra y gracia de la acción de un puñado de empresarios, sino gracias al esfuerzo conjunto de una comunidad. Solo a través de la interacción, convivencia, cooperación y trabajo conjunto de las personas insertas en una determinada sociedad se dan las condiciones adecuadas para su creación, por lo que es del todo justo que se reparta de forma equitativa entre todos, con independencia de quiénes sean más o menos hábiles. En eso consiste la igualdad. Un empresario no "crea riqueza" o "da trabajo", contrata a trabajadores que le ayudan a a generar el trabajo y a generar la riqueza. Y esa riqueza no puede ser creada sin una policía pagada por todos, sin una red de transportes pagada por todos, sin unos trabajadores con una educación pagada por todos.
Defender la igualdad no solo es lo más justo: también es lo más bueno para todos. Una sociedad más igualitaria es el presupuesto básico para mejorar las condiciones y el nivel de vida de la población en su conjunto. Varios estudios demuestran que cuando las diferencias entre ricos y pobres son menores incluso los estratos más privilegiados viven mejor y se reducen las tensiones entre los distintos grupos sociales. Richard Wilkinson y Kate Pickett han desarrollado estas tesis en su obra Desigualdad. Una análisis de la (in)felicidad colectiva. "Los países en los que existen grandes diferencias entre ricos y pobres se ven afectados de manera negativa, porque se disparan las tasas de violencia, de embarazos de jóvenes no deseados, de población carcelaria; los resultados escolares y el sistema de sanidad empeoran", nos explican. ¿Qué mejor argumento para defender la búsqueda de la igualdad que el hecho de saber que cuanto mayor sea esta más felices seremos con independencia de nuestro estatus?
Lucha por los derechos civiles
El pensamiento de izquierdas no se limita a la búsqueda de una mayor igualdad material. El ADN de la izquierda, aún a pesar de las mutaciones extremistas que ha sufrido a lo largo de la historia, también va indisolublemente unido a la lucha por la extensión de la democracia y de los derechos civiles y políticos.
A finales del siglo XX la lucha por la igualdad alcanzó nuevas dimensiones y cristalizó en la formación de una nueva izquierda que se hizo oír a través de los movimientos sociales: la lucha por la igualdad de hombres y mujeres, la igualdad de derechos entre personas de distinta raza u orientación sexual... Todas ellas son expresiones de la búsqueda de un mismo ideal que ha marcado los movimientos de izquierda durante el pasado siglo.
Participación
Desde su propio nacimiento, cuando los diputados de las Cortes francesas de 1789 sentados a la izquierda del rey votaron para impedir que el soberano conservase un poder absoluto, ya se vislumbraba otra de las características esenciales de la izquierda: garantizar amplios derechos políticos que hagan realidad la participación del pueblo en el gobierno de los asuntos públicos. Se trata de dar poder y herramientas a los ciudadanos (empoderarlos) para que realmente sean ellos los que tomen las riendas de su futuro. Un Estado capaz de ofrecer un gran nivel de igualdad material entre sus ciudadanos pero que no es capaz de garantizar una democracia participativa en la que se permita la intervención directa de los ciudadanos en los asuntos públicos, el control colectivo de las actividades del gobierno y una extensa batería de derechos políticos y civiles nunca debería ser calificado como de izquierdas.
Libertad
Hasta ahora está claro que la lucha por la igualdad y la extensión de los derechos civiles y políticos está intrínsecamente ligada al espíritu de la izquierda. Pero su esencia es aún más amplia.
En mi opinión, el ideal de libertad también está presente en el ADN de la izquierda, muy vinculado al de igualdad y defensa de derechos civiles y políticos. La libertad es quizás el ideal más tergiversado de todos los que conforman la cadena de valores de la izquierda. Pero a pesar de su apropiación por parte de corrientes ideológicas que solo han defendido la libertad en cuanto capacidad del más fuerte para aplastar y explotar sin cortapisas al débil y desprotegido, la libertad entendida como no dominación es una de las claves que nos deberían permitir entender a la izquierda: una sociedad solo será libre permite el desarrollo personal de todo individuo sin ser sometido o discriminado por otros semejantes que gocen de una situación de privilegio y poder.
Este concepto fue desarrollado por el filósofo Philip Pettit, y pretende ser una tercera vía entre las tradicionales ideas de libertad negativa (como no interferencia de poderes externos) y libertad positiva (capacidad de autodominio y de autorrealización) en la que confluyen características de ambas visiones: ya no se trata de reclamar una ausencia de interferencia como hacen los liberales, sino una ausencia de servidumbre.
Pettit explica que puede haber dominación sin interferencia (el poderoso no interviene simplemente porque no quiere) e interferencia sin dominación (si alguien da su consentimiento para que otra persona o institución interfiera en su actividad, con la condición de promover y respetar sus intereses).
Mientras sea posible para alguien ejercer un dominio arbitrario sobre otro, limitando sus posibilidades de elección y los resultados de ésta, no puede decirse del segundo que sea libre. Cuando tertulianos de derechas defienden que si alguien quiere trabajar por 500 euros al mes debe poder hacerlo, lo hacen en nombre de la libertad. Pero esa libertad de los liberales no es tal: oculta las relaciones de dominio existentes. Solo la libertad como no dominación hace realmente libres a los individuos. Porque no se puede hablar de un ataque a la libertad cuando la intromisión es el resultado de aplicar una ley justa para la convivencia y calidad de vida de una comunidad en la que todos estamos de acuerdo en participar.
Pero además, existe otra libertad esencial que tendría que haber sido defendida de forma más clara por los círculos de izquierda pero que tradicionalmente ha pasado más desapercibida: la libertad entendida como difusión abierta y sin cortapisas del conocimiento y la cultura. Sin una sociedad formada y con acceso libre a la información y al acervo común de conocimiento jamás se podrá hablar de una verdadera libertad, de auténtica igualdad y de una democracia en la que todos puedan participar en las mismas condiciones.
He aquí las bases que podrían definir a un pensamiento de izquierdas hoy más necesario que nunca: la defensa de la extensión de los derechos civiles para garantizar la dignidad de todo individuo, la garantía de amplios derechos de participación política para que los ciudadanos sean los que se gobiernen a sí mismos, la defensa de la libertad como no dominación, la libre difusión de cultura y conocimiento, y, por supuesto, la defensa de la igualdad que desde 1789 guía a aquellos que luchan por una realidad más justa.
Pero, una vez que hemos arrojado un poco de luz en los valores que conforman el espíritu de la izquierda, volvemos a las dudas que nos atenazan a todos los que hoy en día intentamos luchar por una sociedad mejor: ¿dónde están hoy en día estos valores? ¿quién los defiende? ¿por qué unos principios que deberían ser universales no son apoyados masivamente por la mayoría de la población? En la nueva entrega de esta serie intentaré contestar a estas cuestiones.