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Llega el dragón

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Con el estreno de El Hobbit: La desolación de Smaug (2013) al fin admiramos en todo su esplendor a Smaug el Dorado, el dragón más famoso de la literatura contemporánea. En la primera parte de la última trilogía cinematográfica de Peter Jackson, El Hobbit: Un viaje inesperado (2012), pudimos adivinar fragmentos escamosos de su cuerpo colosal, sentimos su sombra oscureciendo el cielo y nos estremecieron las llamaradas de su aliento destructor, pero ya está. Lo último que vimos, su ojo de reptil abriéndose, inmenso, ominoso y semienterrado en el tesoro robado a los enanos -una fortuna, por cierto, que Forbes se entretuvo en calcular y que cifró en unos 40.000 millones de euros, ahí es nada-.

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El rostro del hobbit Bilbo Bolsón (Martin Freeman) lo dice todo: tiene ante sí al dragón. Igual de ojipláticos y boquiabiertos nos quedaremos los espectadores con El Hobbit: La desolación de Smaug (Peter Jackson, 2013), © Warner Bros. Entertainment Inc.



Y llegar hasta aquí ha sido un sinvivir. Peter Jackson prometía para su segunda entrega un monstruo que nos cortaría la respiración, pero los adelantos, para desespero de los fans y de las webs especializadas -Elfenómeno es uno de referencia-, han ido llegando con cuentagotas y tan sólo dos han resultado realmente reveladores: el primero, el tráiler de junio que mostraba la majestuosa cabeza de la bestia, y el segundo, a poco del estreno del film, la decoración de Smaug en un avión de Air New Zealand.

¿Por qué la desazón? De entrada porque la novela El Hobbit (1937) situó a su protagonista más maléfico a la altura de los dos grandes referentes que el autor, J. R. R. Tolkien, tenía en mente: el Fáfnir de las leyendas escandinavas y el dragón innominado del poema anglosajón Beowulf, dos poderosos enemigos que han configurado los temores de generaciones de niños y adultos enamorados de la épica. Incluso su nombre se hunde en las tinieblas del pasado: en una carta de 1938, Tolkien afirmaba que Smaug es un pseudónimo malicioso, ya que se trata de una forma del verbo germánico primitivo Smugan, "apretujarse en un agujero", algo bastante adecuado para un cuerpo serpentino y gusanil. Profesor de Oxford, experto en lenguas antiguas y amante de viejas mitologías, Tolkien supo equilibrar lo atávico y lo moderno en su Smaug hasta dotarlo del carisma necesario para convertirlo en el dragón más importante del mundo contemporáneo.

El sustrato cultural y filológico, sin embargo, no lo explica todo. Esperábamos a Smaug como agua (hirviendo) de mayo también porque el dragón es el bicharraco sublime por excelencia. Sublime, sí, esa categoría estética que les gustaba tanto a los románticos del siglo XIX y que es capaz de aunar la belleza con el horror. La tormenta nos repele y nos hipnotiza a un tiempo, igual que el dragón, en un ejercicio de pura sublimidad, nos espanta tanto como nos fascina. «La atracción del abismo», que diría el filósofo Rafael Argullol.

Por otro lado, lo sublime puede conllevar lo excesivo, y eso es algo bien conocido en el cine mastodóntico de Peter Jackson, tan dado a las narraciones y las concepciones visuales aparatosas. El crítico y profesor Àngel Quintana, en su extraordinario ensayo Después del cine: Imagen y realidad en la era digital (2011), califica los mundos recreados por ordenador de Jackson y otros cineastas en su línea como neobarrocos, por su tendencia a lo sobredimensionado y lo apocalíptico, y sobre todo por la búsqueda de la espectacularidad, una característica que el paso del celuloide a los píxeles ha acentuado. Dicho de otro modo, el cine digital facilita un imaginario en el que el exceso es la norma y en el que se desarrolla un nuevo sentido tecnológico de lo sublime.

Tanto por su fondo mítico -magnífico y letal, tal y como lo concibió Tolkien- como por su forma digital -avatar deslumbrante de las realidades virtuales donde no existe lo imposible, según Jackson-, el Smaug que ha llegado a las pantallas está llamado a convertirse en el mejor símbolo posible de la nueva mirada que construye el cine digital, la del espectador dispuesto a dejarse llevar con espectáculos que superen en belleza y horror cotidianidades insoportablemente anodinas. Dispuestos, por tanto, a embelesarse.

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Arriba, el héroe Siegfried se baña en la sangre del dragón Fáfnir en el film de Fritz Lang Los nibelungos (1924), © Decla Bioscop - The Kobal Collection. Abajo, el ojo de Smaug en El Hobbit: Un viaje inesperado (Peter Jackson, 2012), © Warner Bros. Entertainment Inc. Del muñeco a la criatura digital, de 16 a 48 fotogramas por segundo, los cambios son epidérmicos: de fondo palpita la misma la misma ansia de dar vida a la fascinante pesadilla del dragón.



Y es precisamente el embelesamiento, la capacidad para dejar en suspensión nuestros sentidos, lo que marca la diferencia: lo experimentó Tolkien cautivado por las palabras con que construyó su Tierra Media mítica, lo experimenta Jackson hechizado con las suplantaciones digitales con que recrea ese mismo territorio, y lo experimentamos los espectadores arrebatados y embotados visitando el laberíntico resultado y enfrentándonos a su habitante más arquetípico, Smaug. Un Smaug que, por si fuera poco, tiene una de las voces más magnéticas y sensualmente narcotizadoras del panorama actual, la del actor Benedict Cumberbatch, que ya ha puesto timbre y tono a otros iconos culturales, como Sherlock Holmes o Vincent van Gogh. Hay muchos dragones, temidos -desde el de la historia de San Jorge a los de la serie Dragonlance (principalmente por Margaret Weis y Tracy Hickman, desde 1984)-, amados -el Fújur de La historia interminable (Michael Ende, 1979) o la Saphira de El Legado (Christopher Paolini, desde 2002)- y respetados -los de Canción de hielo y fuego (George R. R. Martin, desde 1996)-, tanto en el cine como en la literatura, pero ninguno como él, Smaug el Magnífico.

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