El restaurante Casa Pascualillo cumple su 75º aniversario y sus anfitriones, Guillermo Vela y Teresa Blasco, han decidido festejarlo acogiendo en su local del Tubo zaragozano diferentes actividades a lo largo del año. El miércoles 28 de junio, por ejemplo, se celebró allí la presentación de un libro por primera vez en la historia del restaurante: Cuando éramos los mejores (pero no ganábamos nunca). Los autores son Luis Martín -de El País- y Santi Giménez -del AS-, dos tipos que demuestran hasta qué punto el periodismo futbolístico puede ser algo realmente brillante y singular. El libro -ideado por el editor Miguel Aguilar- es una formidable crónica de las andanzas de la Selección Española en el Mundial de México 86, el que ganó Maradona. Se escribe y se habla de fútbol sin parar. Pero no son frecuentes los libros que indaguen en la historia de la Selección con tanta gracia y rigor. En Casa Pascualillo Santi y Luis -Lu- estuvieron arropados por David Trueba, Jorge Sanz, Víctor Muñoz y Juan Señor, la mejor compañía posible en la presentación del libro en Zaragoza.
La Selección, justo desde que Luis Aragonés la bautizó como La Roja, ha sido la mayor fábrica de alegrías colectivas para los españoles y una metáfora de lo que querríamos ser y nunca somos: un grupo armónico y elegante que funciona como una orquesta muy bien afinada y deslumbra en el mundo. Pero durante mucho tiempo la Selección sólo nos dio sofocos o, directamente, nos dio igual. Yo sólo tenía dos años cuando el gol de Marcelino. Si pienso en la Selección de mi infancia y adolescencia, la de la década de los 70, me dan ganas de bostezar o, peor aún, se me aparece el gatillazo ante Brasil de uno de mis futbolistas favoritos de aquella época, Julio Cardeñosa. La Selección sólo me interesaba si alineaba alguno de mis ídolos -Luis Arconada- o, sobre todo, si en ella jugaban futbolistas aragoneses o del Zaragoza. Los 14 partidos que jugó con España José Luis Violeta, que era las dos cosas, me los tragué enteros.
Sin embargo, hubo un tiempo dorado o, mejor dicho, casi dorado. Poco después del ridículo del Mundial 82, la Selección volvió loco de alegría al país con el 12-1 ante Malta, uno de los encuentros más asombrosos de la historia del fútbol. Fue el 21 de diciembre de 1983. Esa victoria clasificó a España para la Eurocopa de Francia del 84, en la que fuimos subcampeones pero donde jugamos mejor que los campeones. Y, luego, en el Mundial de México, volvimos a acariciar la gloria: en cuartos de final caímos por penaltis ante Bélgica tras completar un torneo excelente. En la Eurocopa de Alemania del 88 regresaron el tedio y el desencanto pero durante esos dos años y medio, entre el partido de Malta y el de Bélgica, nos sentimos realmente orgullosos de unos futbolistas que, de algún modo, - tal como desliza el libro de Santi y Lu- fueron los padres de La Roja. Ellos fueron los primeros que nos hicieron soñar.
Viví muy intensamente esos años de la Selección porque me encantaba cómo jugaba y, también, porque a dos de sus estrellas las sentía muy cercanas: Juan Señor era el líder del Real Zaragoza y Víctor, aunque jugaba en el Barça, era aragonés y un ser muy querido para mí. No es posible olvidar la voz quebrada de José Ángel de la Casa cantando el último gol a Malta marcado por Señor después de una jugada de Víctor. Ni el gol a Bélgica en México que forzó la prórroga, también logrado por Señor de un latigazo desde fuera del área tras un pase de Víctor. Ni la imagen de Víctor sacando un fuera de banda de rodillas para no perder tiempo en ese encuentro ante Bélgica. Para resumir la importancia de Víctor en la Selección de los 80 se puede subrayar un dato impresionante: fue el único español que, desde el encuentro de Malta, jugó completos todos los partidos relevantes: los de la Eurocopa de Francia, los del Mundial de México y los de la Eurocopa de Alemania. Víctor brindó lo mejor de sí mismo y desató los piropazos de gente como Boskov ("El jugador más bravo que ha dado el fútbol español"), Luis Aragonés ("Es el jugador más potente que he conocido"), Menotti ("Es mucho más creativo de lo que la gente cree") o los periodistas internacionales. Al concluir el Mundial, fue elegido por diversas publicaciones como el mejor centrocampista de presión del mundo, algo especialmente llamativo si se considera que España fue apeada en cuartos de final. Víctor sobresalía de modo espectacular en las prórrogas, cuando su feroz resistencia resultaba más llamativa: hasta el minuto 120 parecía fresco, como si acabara de salir de la ducha.
Para mi generación había otra razón para seguir con una emoción especial a esos jugadores: la mayoría tenía sólo unos pocos años más que nosotros. Andrés Iniesta podría ser mi hijo pero Víctor o Señor eran como mis hermanos mayores. La identificación no sólo era generacional. Esos chicos eran perfectos para proyectar en ellos nuestro incumplido sueño infantil: ser futbolista. Tampoco había pasado tanto tiempo desde que los futbolistas de los cromos eran mis superhéroes. Tal vez por eso el impacto de aquella Selección fue tan enorme entre nosotros y por eso parece mentira que hayan pasado 30 años. Santi Giménez y Luis Martín habrán disfrutado recreando las peripecias de un equipo mitificado en su memoria.
El libro detalla los hechos más recordados del Mundial: el gol anulado a Míchel ante Brasil; los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca -¡¡Butragueño a la Moncloa!! gritaba la gente- o el penalti fallado por Eloy que determinó la eliminación. "Eloy al paredón" decía una pintada que Miguel Mena recuerda haber visto en Zaragoza. Pero Santi y Lu también reflejan el aire de comedia grotesca, vodevil y sainete que a menudo sobrevoló la concentración de la Selección y retratan unos modos de hacer y relacionarse ya caducados. El libro tiene otro interés añadido: retrata la aventura de un equipo derrotado, finalmente, por la fatalidad. Y, el fracaso, sobre todo si se ha tocado el cielo con los dedos, siempre tiene un encanto literario y periodístico superior.
En Cuando fuimos los mejores se cuela la España de la época. En junio de 1986 sólo hacía seis meses que España había ingresado en la Comunidad Económica Europea y Felipe González caminaba hacia su segunda mayoría absoluta. La Selección también fue una metáfora de un país ilusionado que creía haberse sacudido de encima las telarañas del franquismo. Durante un rato ese equipo fue un espejo en el que nos gustó mirarnos.
La Selección, justo desde que Luis Aragonés la bautizó como La Roja, ha sido la mayor fábrica de alegrías colectivas para los españoles y una metáfora de lo que querríamos ser y nunca somos: un grupo armónico y elegante que funciona como una orquesta muy bien afinada y deslumbra en el mundo. Pero durante mucho tiempo la Selección sólo nos dio sofocos o, directamente, nos dio igual. Yo sólo tenía dos años cuando el gol de Marcelino. Si pienso en la Selección de mi infancia y adolescencia, la de la década de los 70, me dan ganas de bostezar o, peor aún, se me aparece el gatillazo ante Brasil de uno de mis futbolistas favoritos de aquella época, Julio Cardeñosa. La Selección sólo me interesaba si alineaba alguno de mis ídolos -Luis Arconada- o, sobre todo, si en ella jugaban futbolistas aragoneses o del Zaragoza. Los 14 partidos que jugó con España José Luis Violeta, que era las dos cosas, me los tragué enteros.
Sin embargo, hubo un tiempo dorado o, mejor dicho, casi dorado. Poco después del ridículo del Mundial 82, la Selección volvió loco de alegría al país con el 12-1 ante Malta, uno de los encuentros más asombrosos de la historia del fútbol. Fue el 21 de diciembre de 1983. Esa victoria clasificó a España para la Eurocopa de Francia del 84, en la que fuimos subcampeones pero donde jugamos mejor que los campeones. Y, luego, en el Mundial de México, volvimos a acariciar la gloria: en cuartos de final caímos por penaltis ante Bélgica tras completar un torneo excelente. En la Eurocopa de Alemania del 88 regresaron el tedio y el desencanto pero durante esos dos años y medio, entre el partido de Malta y el de Bélgica, nos sentimos realmente orgullosos de unos futbolistas que, de algún modo, - tal como desliza el libro de Santi y Lu- fueron los padres de La Roja. Ellos fueron los primeros que nos hicieron soñar.
Viví muy intensamente esos años de la Selección porque me encantaba cómo jugaba y, también, porque a dos de sus estrellas las sentía muy cercanas: Juan Señor era el líder del Real Zaragoza y Víctor, aunque jugaba en el Barça, era aragonés y un ser muy querido para mí. No es posible olvidar la voz quebrada de José Ángel de la Casa cantando el último gol a Malta marcado por Señor después de una jugada de Víctor. Ni el gol a Bélgica en México que forzó la prórroga, también logrado por Señor de un latigazo desde fuera del área tras un pase de Víctor. Ni la imagen de Víctor sacando un fuera de banda de rodillas para no perder tiempo en ese encuentro ante Bélgica. Para resumir la importancia de Víctor en la Selección de los 80 se puede subrayar un dato impresionante: fue el único español que, desde el encuentro de Malta, jugó completos todos los partidos relevantes: los de la Eurocopa de Francia, los del Mundial de México y los de la Eurocopa de Alemania. Víctor brindó lo mejor de sí mismo y desató los piropazos de gente como Boskov ("El jugador más bravo que ha dado el fútbol español"), Luis Aragonés ("Es el jugador más potente que he conocido"), Menotti ("Es mucho más creativo de lo que la gente cree") o los periodistas internacionales. Al concluir el Mundial, fue elegido por diversas publicaciones como el mejor centrocampista de presión del mundo, algo especialmente llamativo si se considera que España fue apeada en cuartos de final. Víctor sobresalía de modo espectacular en las prórrogas, cuando su feroz resistencia resultaba más llamativa: hasta el minuto 120 parecía fresco, como si acabara de salir de la ducha.
Para mi generación había otra razón para seguir con una emoción especial a esos jugadores: la mayoría tenía sólo unos pocos años más que nosotros. Andrés Iniesta podría ser mi hijo pero Víctor o Señor eran como mis hermanos mayores. La identificación no sólo era generacional. Esos chicos eran perfectos para proyectar en ellos nuestro incumplido sueño infantil: ser futbolista. Tampoco había pasado tanto tiempo desde que los futbolistas de los cromos eran mis superhéroes. Tal vez por eso el impacto de aquella Selección fue tan enorme entre nosotros y por eso parece mentira que hayan pasado 30 años. Santi Giménez y Luis Martín habrán disfrutado recreando las peripecias de un equipo mitificado en su memoria.
El libro detalla los hechos más recordados del Mundial: el gol anulado a Míchel ante Brasil; los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca -¡¡Butragueño a la Moncloa!! gritaba la gente- o el penalti fallado por Eloy que determinó la eliminación. "Eloy al paredón" decía una pintada que Miguel Mena recuerda haber visto en Zaragoza. Pero Santi y Lu también reflejan el aire de comedia grotesca, vodevil y sainete que a menudo sobrevoló la concentración de la Selección y retratan unos modos de hacer y relacionarse ya caducados. El libro tiene otro interés añadido: retrata la aventura de un equipo derrotado, finalmente, por la fatalidad. Y, el fracaso, sobre todo si se ha tocado el cielo con los dedos, siempre tiene un encanto literario y periodístico superior.
En Cuando fuimos los mejores se cuela la España de la época. En junio de 1986 sólo hacía seis meses que España había ingresado en la Comunidad Económica Europea y Felipe González caminaba hacia su segunda mayoría absoluta. La Selección también fue una metáfora de un país ilusionado que creía haberse sacudido de encima las telarañas del franquismo. Durante un rato ese equipo fue un espejo en el que nos gustó mirarnos.