Pertenezco a la generación del príncipe pero la inesperada abdicación del rey me ha sumido en una profunda conmoción, en una suerte de orfandad. Soy uno de aquellos españoles que han disfrutado casi toda su vida del sistema democrático, base del formidable progreso que ha experimentado España a todos los niveles: social, económico, cultural, deportivo, etc. Un sólido sistema cuya máxima garantía de estabilidad descansa en la figura del rey, por lo que su marcha no puede sino sumirnos en una cierta sensación de desamparo aunque tamizada y esperanzada por el aval del príncipe.
Para todos aquellos que hemos vivido en democracia desde que tenemos uso de razón, no hay hito de la historia reciente de España que no guarde conexión con la imagen del rey, desde la aprobación de la Constitución del 78 hasta nuestra integración en la Unión Europea, pasando por el triunfo del Estado de Derecho -esto es, de la paz y de la concordia- sobre sus enemigos. Bajo la estela del éxito de la transición, el reinado de S.M. Juan Carlos I ha reconciliado al país -como símbolo de unidad- por encima de las dos Españas, ha impulsado decisivamente su modernización y ha apuntalado su consolidación entre las democracias avanzadas, convirtiendo a España en un modelo de referencia internacional.
Más allá de la inercia de los clichés, nuestra nación es hoy un ejemplo de estabilidad, pujanza económica, innovación y fiabilidad, fruto sin duda del trabajo de toda la sociedad, pero igualmente de la entrega continuada de Su Majestad hacia los intereses de todos los españoles. De ahí que el prestigio del monarca llegue a todos los rincones del mundo. En este sentido, no es exagerado comparar su labor diplomática y su aureola de símbolo de la paz con las de Gorbachov, Juan Pablo II o Nelson Mandela, convirtiéndole por derecho propio en uno de los iconos del siglo XX. Lo he podido comprobar con orgullo acompañándole en numerosos viajes y ocasiones.
No obstante, la melancólica aflicción que nos puede producir su despedida queda compensada por la acreditada madurez del heredero. Ningún ciudadano cabal puede cuestionar la preparación del príncipe Felipe para dotar de continuidad el camino trazado y afrontar con resolución los complejos retos de un nuevo mundo, cambiante y vertiginoso. La implicación de todos los españoles en su formación, convalidada a través del Parlamento, es un buen motivo para hacernos sentir patriotas, visto el excepcional perfil forjado. Fue justo en el contexto de su etapa formativa, cuando -coincidiendo con el viaje oficial que le llevó en 1990 a Australia y Nueva Zelanda- pude conocer al príncipe por primera vez. Desde entonces, mis diferentes ocupaciones me han permitido observar -desde la distancia profesional- su maduración personal, su forja como hombre de Estado y el ensanche de su agenda global, cuya magnitud se situará ahora a la altura de la de su antecesor.
Por razones culturales e históricas, pero también de atracción social, los príncipes son conocidos internacionalmente desde su llegada al mundo y mucho más los de las principales monarquías. Incluso pueden ser conocidos sin conocer y se puede trabar contacto con ellos antes de llegar a la cima de una carrera política. Así le sucedió a Bill Clinton con nuestra reina y no dudó en recordárselo nada más poner pie en la Casa Blanca. Qué duda cabe que en este ámbito, como en los demás, el próximo rey sabrá aprovechar las fecundas relaciones y los sabios consejos de su padre.
En la actualidad, carácter y destino (que no son sino una misma cosa) me han llevado a dirigir una institución que debe su nombre al rey vigente, puesto que -no por casualidad- la creación de la Fundación Carolina coincidió con el 25º aniversario de su reinado, así como con el 500º aniversario del nacimiento de Carlos I. Tampoco es casual su vocación iberoamericana ni su orientación cultural y educativa, dimensiones que Su Majestad ha venido atendiendo con especial cuidado desde hace al menos cuarenta años. Y es que la Fundación constituye un instrumento de diplomacia pública en plena sintonía con la Corona y el gobierno de España.
A tenor de lo dicho, tengo el convencimiento de que su decisión anticipa un futuro propicio para España e Iberoamérica, porque la monarquía es garantía de continuidad en la historia y ancla el presente para cimentar un futuro mejor, alejándonos de ambiciones coyunturales, muchas veces oportunistas y de experimentos peligrosos e inciertos. A fin de cuentas, el mundo de hoy premia la preparación y el pragmatismo, la constancia y los proyectos sólidos y continuados. Los países más avanzados, de Holanda a Noruega pasando por Dinamarca, el Reino Unido o Suecia son por eso monarquías y las repúblicas parlamentarias se les parecen mucho.
De modo que, hoy más que nunca, ¡lo moderno en España es ser monárquico!
Para todos aquellos que hemos vivido en democracia desde que tenemos uso de razón, no hay hito de la historia reciente de España que no guarde conexión con la imagen del rey, desde la aprobación de la Constitución del 78 hasta nuestra integración en la Unión Europea, pasando por el triunfo del Estado de Derecho -esto es, de la paz y de la concordia- sobre sus enemigos. Bajo la estela del éxito de la transición, el reinado de S.M. Juan Carlos I ha reconciliado al país -como símbolo de unidad- por encima de las dos Españas, ha impulsado decisivamente su modernización y ha apuntalado su consolidación entre las democracias avanzadas, convirtiendo a España en un modelo de referencia internacional.
Más allá de la inercia de los clichés, nuestra nación es hoy un ejemplo de estabilidad, pujanza económica, innovación y fiabilidad, fruto sin duda del trabajo de toda la sociedad, pero igualmente de la entrega continuada de Su Majestad hacia los intereses de todos los españoles. De ahí que el prestigio del monarca llegue a todos los rincones del mundo. En este sentido, no es exagerado comparar su labor diplomática y su aureola de símbolo de la paz con las de Gorbachov, Juan Pablo II o Nelson Mandela, convirtiéndole por derecho propio en uno de los iconos del siglo XX. Lo he podido comprobar con orgullo acompañándole en numerosos viajes y ocasiones.
No obstante, la melancólica aflicción que nos puede producir su despedida queda compensada por la acreditada madurez del heredero. Ningún ciudadano cabal puede cuestionar la preparación del príncipe Felipe para dotar de continuidad el camino trazado y afrontar con resolución los complejos retos de un nuevo mundo, cambiante y vertiginoso. La implicación de todos los españoles en su formación, convalidada a través del Parlamento, es un buen motivo para hacernos sentir patriotas, visto el excepcional perfil forjado. Fue justo en el contexto de su etapa formativa, cuando -coincidiendo con el viaje oficial que le llevó en 1990 a Australia y Nueva Zelanda- pude conocer al príncipe por primera vez. Desde entonces, mis diferentes ocupaciones me han permitido observar -desde la distancia profesional- su maduración personal, su forja como hombre de Estado y el ensanche de su agenda global, cuya magnitud se situará ahora a la altura de la de su antecesor.
Por razones culturales e históricas, pero también de atracción social, los príncipes son conocidos internacionalmente desde su llegada al mundo y mucho más los de las principales monarquías. Incluso pueden ser conocidos sin conocer y se puede trabar contacto con ellos antes de llegar a la cima de una carrera política. Así le sucedió a Bill Clinton con nuestra reina y no dudó en recordárselo nada más poner pie en la Casa Blanca. Qué duda cabe que en este ámbito, como en los demás, el próximo rey sabrá aprovechar las fecundas relaciones y los sabios consejos de su padre.
En la actualidad, carácter y destino (que no son sino una misma cosa) me han llevado a dirigir una institución que debe su nombre al rey vigente, puesto que -no por casualidad- la creación de la Fundación Carolina coincidió con el 25º aniversario de su reinado, así como con el 500º aniversario del nacimiento de Carlos I. Tampoco es casual su vocación iberoamericana ni su orientación cultural y educativa, dimensiones que Su Majestad ha venido atendiendo con especial cuidado desde hace al menos cuarenta años. Y es que la Fundación constituye un instrumento de diplomacia pública en plena sintonía con la Corona y el gobierno de España.
A tenor de lo dicho, tengo el convencimiento de que su decisión anticipa un futuro propicio para España e Iberoamérica, porque la monarquía es garantía de continuidad en la historia y ancla el presente para cimentar un futuro mejor, alejándonos de ambiciones coyunturales, muchas veces oportunistas y de experimentos peligrosos e inciertos. A fin de cuentas, el mundo de hoy premia la preparación y el pragmatismo, la constancia y los proyectos sólidos y continuados. Los países más avanzados, de Holanda a Noruega pasando por Dinamarca, el Reino Unido o Suecia son por eso monarquías y las repúblicas parlamentarias se les parecen mucho.
De modo que, hoy más que nunca, ¡lo moderno en España es ser monárquico!
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