Este artículo también está disponible en catalán.
En mi último artículo hablaba de un político, Arias Cañete, que se asusta a sí mismo cuando es auténtico y que en el fragor de un debate -como un toro herido- podría entrar a matar. Antes que nada, e incidentalmente, deberíamos preguntarnos si un señor que se autoteme justamente cuando se muestra y manifiesta como es en realidad, está capacitado para ser cabeza de lista, ministro, comisario o cualquier otro cargo. También incidentalmente hay que señalar que es incomprensible que los mismos diarios que tanto criticaron el acento de Rovira, Herrera y Rull en el Parlamento español no tengan nada que decir de la manera compulsiva y glotona en que Arias se traga consonantes y vocales como si fueran tostadas con manteca colorá (eso sí, siempre servidas por personal autóctono).
En aquel artículo, se transcribió un pequeño fragmento de unas sonadas, es un decir, declaraciones: «El debate entre un hombre y una mujer es muy complicado, porque si haces un abuso de superioridad intelectual, o lo que sea, parece que eres un machista que está acorralando a una mujer indefensa» y decía que, a mi entender, una frase muy significativa era el inciso «o lo que sea».
En efecto, este «lo que sea» (sea lo que sea), viniendo de quien viene, pone la piel de gallina. Porque Arias Cañete, con franqueza cuartelera, afirmó en las mismas declaraciones: «En un debate con el señor Rubacalba podemos dar toda la leña recíproca y decirnos todas las barbaridades». Es decir, que entre hombres se está como en casa, no hay problema, se establece un debate entre iguales, pero que una mujer (y la elección de las palabras nunca es casual) «provoca»: «en un debate con todas las provocaciones que ha hecho la señora Valenciano, con toda la demagogia que ha puesto encima de la mesa...».
Y esto nos lleva al quid de la cuestión y es sangriento y muy revelador. ¿Por qué Valenciano, una política, le incomoda y un político, no? Hay que agradecer a Arias Cañete que haya puesto de manifiesto de manera tan diáfana el malestar que sienten algunos hombres cuando tienen que jugarse los cuartos, discutir, debatir..., con una mujer. La misma incomodidad que según algunas periodistas mostraba otro político, Jordi Pujol: a la hora de ser entrevistado, prefería hombres. No es el único.
Y viene de lejos. En una ocasión, la Sociedad Real de Geografía excluyó del banquete anual de 1894 a la enfermera Kate Marsden para ahorrarle la tortura de tener que inhalar el humo de los habanos que fumarían los otros invitados. Ridícula razón si se tiene en cuenta que Marsden había pasado el último año trabajando en una comunidad de leprosos y leprosas abandonadas a su suerte en la inhóspita y helada Siberia. En este momento sería una exclusión inaceptable.
De todos modos, otros casos muy parecidos aún no lo son. Cuatro años atrás guardé un recorte de prensa y hasta hoy no he sabido muy bien por qué. Se contaba que uno de los motivos principales de Roger Guesnerie para proponer a su viejo amigo Nicholas Stern como miembro del Colegio de Francia es que así podrían hablar de rugby... No es necesario extenderse sobre la poca objetividad del mérito ni su escasa relación con el cargo, pero hay que mencionar las consecuencias que corporativismo tan cutre tiene en la exclusión de las mujeres de los espacios públicos. Este caso pone de manifiesto el grave perjuicio que les supone compartir espacio con mujeres que quizás no tienen nada que decir sobre rugby (o fútbol, o toros, o mujeres, o cualquiera de las cosas verdaderamente importantes de la vida) y muestra a la vez los mecanismos de exclusión y la reluctancia a admitir a mujeres en muchos ámbitos. Explica los techos de cristal no sólo en el campo de la política sino en cualquier ámbito (en el deporte, en la empresa, en la academia...). Ojo a hacer leña del árbol caído, a burlarse y a arremeter sólo en un caso extremo y desnudo como el de Cañete y no cuestionar todos los pequeños o no tan pequeños comportamientos que lo sustentan y lo posibilitan.
Si vamos a casos extremos, esta inquietud y esta angustia a compartir lugares y tiempo está en la base -quizás es su rasgo más distintivo- de la mayor parte de Iglesias, por ejemplo, de una de las que nos toca más cerca, la romana y apostólica. Sólo de pensar en la posibilidad de tratar con mujeres, de compartir espacios, debates y decisiones, se les ponen los pelos de punta. Hasta el punto de que hay clérigos de una iglesia hermana -la anglicana- que prefieren renegar de su fe, pasarse de bando y abrazar la católica antes de admitir a sacerdotas y obispas en plano de igualdad. Este rechazo a respetar, a tener en consideración, a aceptar, no lo otro, sino la otra, llega al paroxismo criminal en religiones y sistemas políticos que consideran no sólo que las mujeres no pueden estar en el ámbito público (en esto coinciden con Arias Cañete cuando se declara impotente e incapaz para debatir con una de ellas) sino que rechazan y estigmatizan lo más elemental, inevitable e imprescindible: el simple cuerpo.
Realmente, ¿de qué tienen miedo?
En mi último artículo hablaba de un político, Arias Cañete, que se asusta a sí mismo cuando es auténtico y que en el fragor de un debate -como un toro herido- podría entrar a matar. Antes que nada, e incidentalmente, deberíamos preguntarnos si un señor que se autoteme justamente cuando se muestra y manifiesta como es en realidad, está capacitado para ser cabeza de lista, ministro, comisario o cualquier otro cargo. También incidentalmente hay que señalar que es incomprensible que los mismos diarios que tanto criticaron el acento de Rovira, Herrera y Rull en el Parlamento español no tengan nada que decir de la manera compulsiva y glotona en que Arias se traga consonantes y vocales como si fueran tostadas con manteca colorá (eso sí, siempre servidas por personal autóctono).
En aquel artículo, se transcribió un pequeño fragmento de unas sonadas, es un decir, declaraciones: «El debate entre un hombre y una mujer es muy complicado, porque si haces un abuso de superioridad intelectual, o lo que sea, parece que eres un machista que está acorralando a una mujer indefensa» y decía que, a mi entender, una frase muy significativa era el inciso «o lo que sea».
En efecto, este «lo que sea» (sea lo que sea), viniendo de quien viene, pone la piel de gallina. Porque Arias Cañete, con franqueza cuartelera, afirmó en las mismas declaraciones: «En un debate con el señor Rubacalba podemos dar toda la leña recíproca y decirnos todas las barbaridades». Es decir, que entre hombres se está como en casa, no hay problema, se establece un debate entre iguales, pero que una mujer (y la elección de las palabras nunca es casual) «provoca»: «en un debate con todas las provocaciones que ha hecho la señora Valenciano, con toda la demagogia que ha puesto encima de la mesa...».
Y esto nos lleva al quid de la cuestión y es sangriento y muy revelador. ¿Por qué Valenciano, una política, le incomoda y un político, no? Hay que agradecer a Arias Cañete que haya puesto de manifiesto de manera tan diáfana el malestar que sienten algunos hombres cuando tienen que jugarse los cuartos, discutir, debatir..., con una mujer. La misma incomodidad que según algunas periodistas mostraba otro político, Jordi Pujol: a la hora de ser entrevistado, prefería hombres. No es el único.
Y viene de lejos. En una ocasión, la Sociedad Real de Geografía excluyó del banquete anual de 1894 a la enfermera Kate Marsden para ahorrarle la tortura de tener que inhalar el humo de los habanos que fumarían los otros invitados. Ridícula razón si se tiene en cuenta que Marsden había pasado el último año trabajando en una comunidad de leprosos y leprosas abandonadas a su suerte en la inhóspita y helada Siberia. En este momento sería una exclusión inaceptable.
De todos modos, otros casos muy parecidos aún no lo son. Cuatro años atrás guardé un recorte de prensa y hasta hoy no he sabido muy bien por qué. Se contaba que uno de los motivos principales de Roger Guesnerie para proponer a su viejo amigo Nicholas Stern como miembro del Colegio de Francia es que así podrían hablar de rugby... No es necesario extenderse sobre la poca objetividad del mérito ni su escasa relación con el cargo, pero hay que mencionar las consecuencias que corporativismo tan cutre tiene en la exclusión de las mujeres de los espacios públicos. Este caso pone de manifiesto el grave perjuicio que les supone compartir espacio con mujeres que quizás no tienen nada que decir sobre rugby (o fútbol, o toros, o mujeres, o cualquiera de las cosas verdaderamente importantes de la vida) y muestra a la vez los mecanismos de exclusión y la reluctancia a admitir a mujeres en muchos ámbitos. Explica los techos de cristal no sólo en el campo de la política sino en cualquier ámbito (en el deporte, en la empresa, en la academia...). Ojo a hacer leña del árbol caído, a burlarse y a arremeter sólo en un caso extremo y desnudo como el de Cañete y no cuestionar todos los pequeños o no tan pequeños comportamientos que lo sustentan y lo posibilitan.
Si vamos a casos extremos, esta inquietud y esta angustia a compartir lugares y tiempo está en la base -quizás es su rasgo más distintivo- de la mayor parte de Iglesias, por ejemplo, de una de las que nos toca más cerca, la romana y apostólica. Sólo de pensar en la posibilidad de tratar con mujeres, de compartir espacios, debates y decisiones, se les ponen los pelos de punta. Hasta el punto de que hay clérigos de una iglesia hermana -la anglicana- que prefieren renegar de su fe, pasarse de bando y abrazar la católica antes de admitir a sacerdotas y obispas en plano de igualdad. Este rechazo a respetar, a tener en consideración, a aceptar, no lo otro, sino la otra, llega al paroxismo criminal en religiones y sistemas políticos que consideran no sólo que las mujeres no pueden estar en el ámbito público (en esto coinciden con Arias Cañete cuando se declara impotente e incapaz para debatir con una de ellas) sino que rechazan y estigmatizan lo más elemental, inevitable e imprescindible: el simple cuerpo.
Realmente, ¿de qué tienen miedo?