Mi recuerdo es como una cáscara vacía. Me acuerdo de detalles, de los bordes, del contexto, pero prácticamente nada del contenido mismo, de lo central.
Me acuerdo de lo que me costaba levantarme temprano, vestirme y salir cuando hacía frío; de que casi todos los días de los muchos años que pasé allí tramaba historias como para no ir. Y acababa yendo, casi siempre. Me acuerdo de la fachada, de la puerta de metal grandota. Me acuerdo de una pared rugosa que me parecía dañina y mala leche. Me acuerdo de los juegos sexuales y presexuales y hasta parasexuales que atravesaron todos los años, dentro y fuera del edificio. Me acuerdo de los campamentos y de los partidos de fútbol. Me acuerdo de volver cansado. Me acuerdo de haber tenido miedo y de no haber tenido miedo. Me acuerdo de muchos de ellos y de ellas, aunque tengo pocas fotos. Me acuerdo de un gran compañero rengo y de un mal compañero ciego. Me acuerdo de estar sentado más de lo recomendable y hasta de lo soportable. Me acuerdo de no prestar la más mínima atención. Me acuerdo de un golpe horrible que me di en la cabeza como a los 10 años; me acuerdo del piso frío en el que caí y de las cosas dándome vueltas. Me lo acuerdo como si fuera ayer. Nítido, me acuerdo del velorio de una compañera, a los 12 años. Me acuerdo de la calle, de la esquina, de la vuelta, del café. Me acuerdo del camino hasta tu casa.
Cuando quiero recordar mi escuela me vienen los recuerdos de la época, de la periferia, de las vivencias, pero no consigo que venga nada escolar. Como si no hubiera habido para mí nada significativo en lo escolar mismo. No recuerdo una revelación. No recuerdo un acierto, ni un error. No tengo recuerdos de mi proceso de aprendizaje escolar. Lo escolar de la escuela pasó en mi vida como una larguísima transparencia. No me recuerdo ni escribiendo ni dibujando (y yo escribía y dibujaba mucho en mi casa y eso sí lo recuerdo). No recuerdo un tema, ni un libro, ni la biblioteca (¿había?). En mi casa sí había y la recuerdo muy bien.
Fui por tramos buen alumno, muy buen alumno, regular y hasta mal alumno. El mayor orgullo lo tuve cuando logré ser mal alumno, ya casi acabando. Terminé y me gradué sin grandes pompas y sin sensación de realización.
Pasé importantes ratos en el envés de la escuela. Fui valiente en las oscuras guardias nocturnas de los campamentos; escribí novelas por mil horas en mi casa en máquina de escribir; hice ejercicio hasta la exageración; hice amigos, novias, casos y casitos por todos los recovecos; conspiré; molesté; me divertí; hice mis esfuerzos; tuve vergüenza muchas veces; tuve miedo alguna vez; jugué mucho al futbol, con cualquier cosa y en cualquier lugar; llegué tarde casi rutinariamente; me escapé alguna vez; tuve ganas de hacerlo bien varias veces...
Y salí bien armado. Sin fallas importantes; curioso y audaz. Salí bien, pero no siento que la escuela me haya hecho bien. No ligo lo que soy con ella. No la padezco tampoco. Simplemente, transparente, en lo escolar. Fue neutra porque no me hacía el menor sentido lo que sucedía en lo que la escuela consideraba su parte significativa: los 200 días por año, de los 12 o más años escolares, en cada uno de sus tramos de larguísimos 50 minutos. Qué hubiera sido de mí si hubiera invertido ese tiempo en otra cosa, no lo sé, pero no me interesa mucho la pregunta, en realidad. El conjunto valió la pena.
Lo que no vale la pena es la escuela. No mi escuela ni la escuela para mí, sino esta escuela que tenemos. No vale la pena porque no nos vale la pena a los que la cursamos. No vale la pena ni como imposición. Cuando vale es cuando no impone, sino que libera. Cuando deja espacios, abre situaciones, aloja pulsiones, engendra ambientes ricos y complejos. Cuando la escuela se considera espacio y no regla. Cuando se define por lo que provoca y no por lo que logra. Cuando se identifica con cada uno de sus instantes, a cada paso, y no con su desenlace. Cuando hace ser y no cuando quiere decir cómo se es.
La irrelevante escuela en la que estudié alojó en sus intersticios mi relevante formación juvenil. Me hice grande en ella, pero no por ella. No tenía grandeza, pero podía alojar cosas grandes. A su pesar, creo. No sabía lo que hacía, como ahora. No sabía lo que podía hacer, como ahora, otra vez.
Me acuerdo de lo que me costaba levantarme temprano, vestirme y salir cuando hacía frío; de que casi todos los días de los muchos años que pasé allí tramaba historias como para no ir. Y acababa yendo, casi siempre. Me acuerdo de la fachada, de la puerta de metal grandota. Me acuerdo de una pared rugosa que me parecía dañina y mala leche. Me acuerdo de los juegos sexuales y presexuales y hasta parasexuales que atravesaron todos los años, dentro y fuera del edificio. Me acuerdo de los campamentos y de los partidos de fútbol. Me acuerdo de volver cansado. Me acuerdo de haber tenido miedo y de no haber tenido miedo. Me acuerdo de muchos de ellos y de ellas, aunque tengo pocas fotos. Me acuerdo de un gran compañero rengo y de un mal compañero ciego. Me acuerdo de estar sentado más de lo recomendable y hasta de lo soportable. Me acuerdo de no prestar la más mínima atención. Me acuerdo de un golpe horrible que me di en la cabeza como a los 10 años; me acuerdo del piso frío en el que caí y de las cosas dándome vueltas. Me lo acuerdo como si fuera ayer. Nítido, me acuerdo del velorio de una compañera, a los 12 años. Me acuerdo de la calle, de la esquina, de la vuelta, del café. Me acuerdo del camino hasta tu casa.
Cuando quiero recordar mi escuela me vienen los recuerdos de la época, de la periferia, de las vivencias, pero no consigo que venga nada escolar. Como si no hubiera habido para mí nada significativo en lo escolar mismo. No recuerdo una revelación. No recuerdo un acierto, ni un error. No tengo recuerdos de mi proceso de aprendizaje escolar. Lo escolar de la escuela pasó en mi vida como una larguísima transparencia. No me recuerdo ni escribiendo ni dibujando (y yo escribía y dibujaba mucho en mi casa y eso sí lo recuerdo). No recuerdo un tema, ni un libro, ni la biblioteca (¿había?). En mi casa sí había y la recuerdo muy bien.
Fui por tramos buen alumno, muy buen alumno, regular y hasta mal alumno. El mayor orgullo lo tuve cuando logré ser mal alumno, ya casi acabando. Terminé y me gradué sin grandes pompas y sin sensación de realización.
Pasé importantes ratos en el envés de la escuela. Fui valiente en las oscuras guardias nocturnas de los campamentos; escribí novelas por mil horas en mi casa en máquina de escribir; hice ejercicio hasta la exageración; hice amigos, novias, casos y casitos por todos los recovecos; conspiré; molesté; me divertí; hice mis esfuerzos; tuve vergüenza muchas veces; tuve miedo alguna vez; jugué mucho al futbol, con cualquier cosa y en cualquier lugar; llegué tarde casi rutinariamente; me escapé alguna vez; tuve ganas de hacerlo bien varias veces...
Y salí bien armado. Sin fallas importantes; curioso y audaz. Salí bien, pero no siento que la escuela me haya hecho bien. No ligo lo que soy con ella. No la padezco tampoco. Simplemente, transparente, en lo escolar. Fue neutra porque no me hacía el menor sentido lo que sucedía en lo que la escuela consideraba su parte significativa: los 200 días por año, de los 12 o más años escolares, en cada uno de sus tramos de larguísimos 50 minutos. Qué hubiera sido de mí si hubiera invertido ese tiempo en otra cosa, no lo sé, pero no me interesa mucho la pregunta, en realidad. El conjunto valió la pena.
Lo que no vale la pena es la escuela. No mi escuela ni la escuela para mí, sino esta escuela que tenemos. No vale la pena porque no nos vale la pena a los que la cursamos. No vale la pena ni como imposición. Cuando vale es cuando no impone, sino que libera. Cuando deja espacios, abre situaciones, aloja pulsiones, engendra ambientes ricos y complejos. Cuando la escuela se considera espacio y no regla. Cuando se define por lo que provoca y no por lo que logra. Cuando se identifica con cada uno de sus instantes, a cada paso, y no con su desenlace. Cuando hace ser y no cuando quiere decir cómo se es.
La irrelevante escuela en la que estudié alojó en sus intersticios mi relevante formación juvenil. Me hice grande en ella, pero no por ella. No tenía grandeza, pero podía alojar cosas grandes. A su pesar, creo. No sabía lo que hacía, como ahora. No sabía lo que podía hacer, como ahora, otra vez.