"La fase cultural depredadora se alcanza sólo cuando la actitud depredadora se ha convertido en la actitud espiritual habitual y acreditada de los miembros del grupo; cuando el combate ha pasado a ser la nota dominante de la teoría normal de la vida; cuando, finalmente, la apreciación vulgar de los hombres y las cosas ha llegado a ser una apreciación orientada hacia la lucha".
Thorstein B. Veblen. La teoría de la clase ociosa (1899).
Amplios sectores de la población española han ido perdiendo la confianza en la democracia, un fenómeno que también se ha extendido a otros países de nuestro entorno como Grecia, Portugal, Italia o Francia. Hace 36 años, el sueño de los españoles fue articular un gobierno democrático que funcionara equitativamente para el beneficio de todos los ciudadanos, sin diferencias ni privilegios de clase social, sin desventajas ni discriminación por cuestiones de creencias, ideologías, sexo o raza. Aunque la "curva de confianza" de esa idea de una comunidad de iguales ha sufrido algunos altibajos desde entonces, su declive durante el presente siglo es ciertamente preocupante.
¿Qué ha ocurrido para que la gestión de un país como el nuestro, integrado en una Europa ineficaz en su promesa de servir primero a los ciudadanos, haya acabado produciendo que la sociedad se cuestione el funcionamiento del propio sistema democrático?
La explicación es relativamente simple: una "clase nueva" (generalmente con un nivel de ingresos importante y libre de las servidumbres de las grandes corporaciones) dirigida compulsivamente hacia la consecución de sus intereses particulares, ha logrado relacionarse con el Estado para tomar de él cuanto sea posible -sobre todo dinero, aunque no solamente-, logrando acomodarse al lado -y dentro- de un poder político tan poco preocupado como extremadamente colaborador. Y además, los miembros de dicha clase han conseguido salvaguardar una garantía de responsabilidad limitada que les permite reclamar para sí mismos que en el caso de que las cosas vayan mal será el propio Estado quien acuda al rescate. En cierto modo, esta clase social importada del supercapitalismo estadounidense (originado en la década de los años ochenta) ha ido depredando a las instituciones políticas nacionales y europeas así como a sus sistemas de cohesión económica y protección social.
¿Cómo aflora un instinto de esta naturaleza, caracterizado por una pulsión depredadora e insaciable, cuando un grupo de hombres y mujeres pretenden apropiarse de la democracia para redefinir a su conveniencia la idea de justicia? Para esta "nueva clase", el significado de la participación política consiste en lograr gestionar para ellos mismos la construcción y el funcionamiento del Estado.
La familia de economistas Galbraith (John y James) ha destacado que el afloramiento se hace explícito cuando el Estado es asaltado por miembros que, ocupando puestos de responsabilidad en su gobierno, persiguen facilitar actividades que poco o nada tienen que ver con posiciones ideológicas, sean las que sean, sino que esas acciones se convierten en funciones mediadoras para la obtención de un enriquecimiento privado a expensas de lo que pueda ser más o menos saludable o dañino para el bien común, pudiendo ser una extracción de valor perpetrada con una escala nacional, continental o global.
Este es el objetivo consciente de los "depredadores". Pero lo más peligroso viene después, cuando interviene el objetivo inconsciente: la pretensión de controlar el funcionamiento del Estado con el fin de hacer olvidar el "propósito público" tal y como estuvo establecido por las reglas del pasado. De esta forma, lo que desde un punto de vista tradicional parecería moralmente inadmisible, se transforma en una razón de interés público. El "depredador", en este contexto moral, ni siquiera necesita esconderse; las nuevas líneas normativas están diseñadas para mantenerlo a salvo y que pueda cazar.
Ciertamente, de lo inconsciente sólo cabe hablar si es posible verificar que hay contenidos alojados en él. Pues, no me refiero aquí a los complejos afectivos que encapsulamos en su interior, sino a la fuerza que cobran las representaciones primitivas que todos compartimos, en la línea de los arquetipos de Carl Jung, a la hora de actuar y entender el mundo. En mi hipótesis, basada en parte de los hallazgos del maestro suizo, el objetivo inconsciente de la "clase depredadora" surge de la impotencia del consciente para controlar las consecuencias de lo que se había olvidado en el subconsciente. Así es como se produce una convergencia perturbadora donde la razón consciente se sombrea con el humor del inconsciente hasta que la terapia social logra integrar la regresión incivilizada dentro del Superyo. Entonces es cuando sucede que el delirio del psicótico y la enfermedad del espíritu pasan a ser dominadas por los intereses de las estructuras de poder, habilitando el proceso para que las fantasías se transformen en una realidad material socialmente permitida.
Dada la evolución civilizatoria de los últimos siglos, la intuición me lleva a considerar que estamos empezando a plantar las semillas de nuevos arquetipos, superpuestos a los antiguos, donde Estado y Mercado, como caras de una misma representación, pueden llegar a anclarse en nuestra estructura psicológica como parte de una mitología moderna.
Las mayores batallas políticas de nuestro tiempo (que son las que se refieren al modo en el que se organizan las sociedades democráticas y en cómo distribuyen la prosperidad entre sus miembros) siempre han girado alrededor de una argumentación bipolar para enfrentar las ventajas y desventajas del dominio del Estado versus el dominio del Mercado y viceversa. Sin embargo, el análisis histórico demuestra que el resultado de dichos enfrentamientos en vez de llevar a una especie de bipartidismo, donde unas veces se estaría activado la expansión y otras la contracción de las fronteras del Estado, en realidad nos aboca sistemáticamente a un movimiento de expansión o de tipo inflacionista del primer elemento de la dicotomía.
De algún modo, el tamaño y los límites del Estado no han dejado de tender al crecimiento. Eso sí, ha sido un tipo de crecimiento orientado cada vez más a los intereses particulares de grupos específicos. De esta forma ha sido como los centros del poder político (capitales como Washington D.C., Londres, Berlín, Frankfurt, París, Madrid o Bruselas) se han convertido en espacios territoriales en los que las empresas y los sectores industriales pujan para lograr que los rivales adquieran desventajas competitivas. El mayor cambio en la economía capitalista desde los años setenta ha consistido en una superaceleración en la competencia por captar consumidores e inversores. La carrera obsesiva por el crecimiento lo que ha traído para Occidente ha sido la desintegración de las fronteras entre la política y la economía, provocando que ambos cuerpos hayan renacido definitivamente como uno solo. Y es por ello que la parte económica del nuevo organismo, productora de estrés-desigualdad, ha terminado por generar una metástasis absolutamente incontrolable para la parte política, lo que ha precipitado el desgaste de la piel que proporciona la legitimación a este cuerpo fusionado.
Entre tanto, la retórica que caracteriza el enfrentamiento de los partidos políticos (tanto desde la izquierda como desde la derecha) para mantener el hilo del relato antagónico de sus programas, tiene como fin esencial evitar que la ciudadanía cobre conciencia de que aquello en lo que siempre ha creído y confiado, de pronto, ha dejado de tener significado, al haber olvidado el valor que representaba.
En síntesis, el fenómeno histórico de la dualidad Estado versus Mercado no ha derivado de un debate ético de fondo, sino de un relato económico entre quien trata de poner algún límite y responsabilidad para obtener beneficios y quien tiende a retirar todos los límites. Y ambos protagonistas se han preocupado de actuar legítimamente, es decir, afirmar que su razón de ser es en nombre del interés público. Por ello, el control del Estado (la capacidad para influir en él o directamente mediante su gestión activa a través del desarrollo de un sinfín de normas o con la sustitución y derogación de otras tantas) se convierte en la herramienta política más eficaz para que los instintos fluyan. Razón por la que ningún partido quiere realmente que el Estado adelgace si ello provoca su aminoramiento en cuanto a su impacto e influencia en la organización social.
En la práctica, los posicionamientos finales de quien llega al poder suelen consistir en tomar decisiones para que éste (el Estado) fluctúe, se reproduzca con otro ritmo, y que, en cualquier caso, se haga valer la lógica de la expansión económica. Unas decisiones que en todos los casos deben facilitar su propia perpetuación en las esferas de poder. Sin embargo, pese a esta tendencia tan verificable, la codificación arquetípica que se establece entre aquellos que creen en un Estado benefactor frente a los que defienden el autogobierno del Mercado continúa su curso de reconocimiento por todas las clases sociales, es decir, guiándoles en la tranquilizadora decisión racional. Y en paralelo, la depredación se propaga por la psique colectiva para contorsionar el significado de dichos arquetipos antes de que éstos se asienten definitivamente en ella.
Veamos un ejemplo examinando el dilema de la sanidad en EEUU: en ningún momento el posicionamiento conservador ha hablado de privatizar el cien por cien del sector y que desaparezca Medicare. Probablemente porque si el Estado retirase sus fondos de financiación y todo cayera sobre la responsabilidad de una sanidad completamente privada, sus empresas y el conjunto de la economía colapsarían. De la misma manera, la reforma nunca ha aspirado a mimetizar un sistema a la española, a la francesa o a la inglesa. El 'quid' de fondo ha sido impulsar la expansión del sistema, de manera que las barreras para frenar este proceso han sido construidas por quienes esperan beneficiarse del modo en que se haga dicha expansión, o dicho de otro modo, por los que ven amenazados sus beneficios futuros.
Por desgracia, vender coberturas a las personas que tienen más posibilidades de enfermar no es un buen negocio, y aumentar la cobertura pública a los menores tampoco lo es cuando es un nicho que representa uno de los grandes canales de contratación de pólizas. En todos los casos, el prejuicio ideológico que domina las mentes y los corazones de la opinión pública frente al conflicto continúa siendo el que deriva del miedo al intervencionismo estatal, de fantasiosa filiación comunista, frente al ordenado liberalismo ilustrado. Pero en realidad no hay ni lo uno ni lo otro, ya que es una cuestión mucho más simple, circunscrita al sistema de distribución del beneficio esperado (otra vez el dinero).
Actualmente, el discurso de los demócratas en EEUU se está volcando en reconocer el crecimiento de la desigualdad en su sociedad y tratar de activar políticas para reducir la enorme brecha. No es casual que haya cobrado relevancia ahora dado que, primero, ha logrado contener la crisis financiera y el desempleo y, además, los presidentes estadounidenses en la última milla de su segundo mandato, por lo general, intentan un esfuerzo final por aprobar alguna política "trascendente", lo que significa ser capaces de dejar algún legado en forma de estándar moral para las generaciones futuras. Cada vez hay menos tiempo para que se abra la carrera por la nominación para sustituir a Obama. El reto forzado que les aguarda a los futuros candidatos, si es que realmente quieren provocar un giro social, pasa por forzar el arquetípico antagonismo de Estado versus Mercado.
Es pertinente recordar que en 2007, en uno de sus arranques de sinceridad instintiva a los que acostumbraba, el presidente Bush admitió que las leyes naturales de la economía capitalista son las que provocan que el mercado recompense mejor a quienes poseen una educación más sofisticada y con unas habilidades más competentes, algo que sucede por el simple hecho de que el Mercado asigna mayor valor a ese tipo de educación (aquí entraría complementariamente en acción un efecto de percepción expuesto por el sociólogo Thorstein Veblen, que consiste en que el consumidor a la hora de elegir entre dos productos similares, irracionalmente opta por el más caro porque lo asocia con unos valores de calidad y prestigio social superiores). El trasfondo de este falso razonamiento, como apunta la visión de los Galbraith, es desviar la responsabilidad del Estado hasta un punto en el que el crecimiento de la desigualdad es concebido como un factor natural, inevitable y hasta benigno para el bien común.
Esta estructura de pensamiento asimila que es el Mercado quien debe fijar los salarios y los precios de acuerdo a la productividad y la competitividad de trabajadores y empresas, razón por la que el gobierno no sólo no debe interferir, sino que cuanto más limpie el entorno de procesos interventores lo que estará asegurando es que la prosperidad y el progreso tecnológico, dándoles el suficiente tiempo de maduración, extenderán sus beneficios sobre más segmentos de la población. El truco es confiar en que la economía tendrá un comportamiento más eficiente si la base de su funcionamiento es una deseable producción de desigualdad, la cual necesariamente generará una abrupta variabilidad en el precio de la fuerza de trabajo. La esencia de esta curiosa hipótesis, que las desigualdades de renta y salario a la larga provocan que la economía sea más eficiente, en realidad no ha sido incontestablemente demostrada con datos históricos. Sin embargo, millones de personas en el mundo la dan por buena.
Este tipo de formulación adquirió una presencia institucional de primer orden a principios de los años 80 bajo la administración de Ronald Reagan. Como ejemplo, se puede destacar que en su primer día como presidente ejecutó la disolución del Consejo de Salarios y Estabilidad de Precios. Parece que nadie protestó, ni los demócratas. Al eliminar el mecanismo para controlar la inflación en aras de proteger a los sectores más desfavorecidos, el paradigma empezó a dar sus primeros pasos para convertirse en un fenómeno religioso: el mercado es quien decide, es el mercado quien asigna el precio. Lo siguiente que ocurrió fue la liberalización inmediata de las telecomunicaciones, la energía, el transporte...Cuando cayó el muro de Berlín y la posterior descomposición de la Unión Soviética, la primera acción "revolucionaria" de carácter económico que se llevó a cabo en casi todos aquellos países postcomunistas fue abrazar ese incipiente canon: liberalizar los precios sin límites ni trabas. Así fue como determinado tipo de regulación, la encaminada a mantener cierta teoría de la justicia en cuanto a las oportunidades y distribución de la riqueza, comenzó a ser un "pensamiento débil".
En épocas precapitalistas es cuando surgió la noción de precio justo, con el fin de proteger el interés colectivo y no dejar que las trampas o el egoísmo ilimitado de situaciones monopolísticas generasen una situación de injusticia. Durante el siglo XX hasta nuestros días, las políticas de control de precios han ido desarticulándose, hasta el punto de que si alguien apela a ellas como alternativa, enseguida suele ser denostado como agente socialmente peligroso, cargándole de sospechas expuestas con superficialidad y carentes de argumentación científica.
Es sintomático comprobar cómo la oposición a la desigualdad de renta y salarios parece que sólo pasa por una crítica moral, pero ¿acaso no se puede establecer un estudio empírico que demuestre un resultado diferente? Algo parecido a que la tendencia hacia la igualdad de salarios y de rentas no sólo no es una catástrofe que lleva a un país a la pobreza, sino que suele generar sociedades más ricas, con menos desempleo y con más cohesión social.
En resumen, el igualitarismo al que siempre me adhiero no significa ni implica el sacrificio de la prosperidad económica. Es un mito que se debe combatir. Los escenarios de Suecia, Dinamarca, Suiza o Noruega pueden ser utilizados para visualizar que existen tendencias y series estadísticas que se oponen a las leyes naturales inmutables a las que EEUU proporciona tanta base de legitimación para inundar todas las posibilidades del lenguaje, y que tan bien han asimilado el FMI y la Comisión Europea (de hecho, la reciente decisión del Banco Central Europeo de seguir rebajando los tipos de interés para impulsar el crédito, a mi juicio, sigue favoreciendo la preminencia de las rentas del capital frente a las rentas del trabajo, ya que sirve como mecanismo indirecto para retrasar una subida de los salarios, e incluso justificar un nuevo descenso. Lo que prevé esta medida es reactivar de un modo ordenado el endeudamiento derivado del consumo privado de las familias, incapaces de financiar sus necesidades dado el declive de su poder adquisitivo. Por lo tanto, es una llave más de la producción de desigualdad).
El camino para contrarrestar al "depredador" que llevamos dentro es impulsar con nuestras elecciones a que la estructura innata de nuestra psique recupere la facultad para rechazar la opresión y la injusticia, pero hacerlo más allá del juicio racional atado a la consciencia y a la lógica. Su contrario, la indolencia pasiva o la resignación con base empírica, es un proceso doloroso y desesperanzador, ya que implica la anulación de las imágenes simbólicas asociadas con el cambio social.
Si aceptamos que el ser humano, como el resto de las especies, posee una consciencia preformada, innata y adaptable a su condición, también es preciso aceptar que los arquetipos más primitivos que pueblan nuestro inconsciente, anclados desde nuestro origen, no se difunden exclusivamente a través de la tradición, la ideología, las guerras, el mestizaje, las migraciones, el lenguaje, el arte o la religión. Sino que, además de que pueden influir en el pensamiento, en el sentir y actuar de cada individuo, pueden surgir espontáneamente, en una época u otra, al ser alimentados por la experiencia. El reto está en que dichos arquetipos no están completamente determinados en cuanto a sus contenidos y significados, lo que se transmite y emerge colectivamente es la forma de su representación, siendo una fase posterior cuando dicha forma se llena con una multitud de variaciones simbólicas tomadas del mundo real. El impacto sobre esa variación es lo que está en juego. Por lo tanto, la restitución o el "re-ensamblaje" de los valores que completan a un arquetipo es algo más que la realización de una idea de "paz" basada en una política de intereses compartidos. Se trata de la restitución del conjunto de facultades del hombre para ser lo que es realmente y lo que siempre ha sido.
Así es como la relación entre Mercado versus Estado tienen todas las posibilidades de deslizarse al territorio de lo que Jung calificaba como lo numinoso, donde se habrían acomodado muchas de nuestras pulsiones religiosas basadas en el temor. Como un nuevo dios, héroe o demonio, la reverencia al Mercado motivada porque la experiencia material nos lo muestra como un ente poderoso, amenazante, bello o útil para la supervivencia, puede llegar a determinar un comportamiento para amarlo.
Fijémonos ahora en las dinámicas de la consciencia aplicada a su capacidad para la transformación social:
La consciencia se arma por medio de un compromiso activo de la persona con el mundo que experimenta. Se integra en él e interioriza la construcción social que lo rodea, lo que condiciona el comportamiento de sus instintos. En esa interiorización se incluye la posición y la clase social donde interpretamos que la organización institucional nos ubica, así como las normas y las expectativas que ese orden implícito nos enseña, preconfigurando nuestra respuesta anímica ante determinadas situaciones de la vida cotidiana. Así pues, tenemos dos planos de acción, el primero es el que depende de los valores dominantes de la sociedad y que además poseen un alcance colectivo que reconocemos en todo momento. Mientras que el segundo plano de acción estaría formado por todas las consecuencias de si decidimos aceptarlos como parte de nuestra personalidad y comportamiento individual.
Por ejemplo, si seleccionamos las categorías asignadas al relato de la opresión y la injusticia, las oposiciones de valores más generales serían equidad versus inequidad; libertad versus dominación y explotación; individualidad versus egoísmo e individualismo; la protección del valor por la vida versus su desprecio; una orientación hacia lo colectivo y común versus desconfianza hacia la comunidad; cooperación versus competición. Cualquier cambio en la consciencia de amplias mayorías de personas con respecto a la interpretación y la puesta en práctica de lo que supone la elección de uno de los valores expuestos en estas relaciones, es lo que suele precipitar los procesos de transformación en las sociedades.
Para comprender más las ramificaciones entre este consciente político y el inconsciente, un fenómeno interesante es observar que tener éxito en términos económicos, bajo determinadas condiciones sociales y culturales, no implica una realización satisfactoria de las necesidades no materiales de las personas. Aparentemente, la salida a esta negación es una reevaluación de los intereses colectivos e individuales en una versión más humana, encaminada hacia la supresión de las frustraciones originadas por el funcionamiento imperfecto de las instituciones, el trabajo y el resto de procesos relacionados con la economía y la cultura.
Pero también puede darse un movimiento contrario, consistente en optar por explotar las posibilidades de un sistema generador de cierto grado de opresión e injusticia a favor del interés propio. Del mismo modo que surge el aforismo que sostiene que no es posible ganar ciertos conocimientos sin perder al mismo tiempo otros conocimientos, también ha surgido el mito de construir una realidad dominada por el "depredador" como generador de bienestar a corto plazo para uno mismo, a cambio de generar promesas de beneficios a largo plazo para quien pueda competir en sus mismos términos (admitir el destino de Fausto o una igualdad de oportunidades entendida como un mecanismo para poder experimentar el ansia por llegar a ser un hombre rico).
Lo que quiero subrayar es la perfecta adaptación que la práctica social ha sido capaz de realizar dentro de los sistemas productores de desigualdad. Me refiero a que la adaptación flexible a las situaciones de injusticia, históricamente, ha terminado desencadenando lo que podemos denominar como "impulsos reformadores", opuesto a lo que serían las "transformaciones estructurales".
El impulso reformador suele buscar recetas realistas para mitigar los efectos de la injusticia, tratando de reducir la opresión y restaurar la confianza en las instituciones y el orden social, pero siempre evitando una confrontación directa con la naturaleza de ambas dimensiones. Estas dinámicas casi siempre son iniciadas por las clases más ilustradas y dominantes, apremiadas por ciertas coyunturas del momento para resolver situaciones de malestar social que se han ido enquistando hasta amenazar con hacer explosionar las reglas establecidas. La historia está llena de pretensiones reformistas de arriba hacia abajo. En EEUU, el New Deal fue una reacción para evitar una revolución social, como lo fueron determinadas políticas de ayuda para paliar la pobreza en los suburbios de sus grandes metrópolis durante los años sesenta y noventa.
La molécula que hace funcionar lo que hemos conocido como la "Era del Progresismo" desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestra modernidad, contagia la aspiración de querer gobernar instituciones perfectas. Así fue como, por primera vez, las clases sociales más ricas y la élite política admitieron que había que elaborar una sociedad con el deber incorporado de prestar ayuda a los más pobres y desfavorecidos no ya como un mecanismo de caridad, sino como un proceso de integración basado en asegurar la igualdad de oportunidades. Ese cambio de mentalidad, tanto en sus vertientes conservadoras como socialistas, se basó en un reconocimiento tácito sobre las irregularidades, abusos y desproporciones que emanaban del funcionamiento del sistema económico capitalista, que a su vez vertebraba el modelo de democracia parlamentaria, descartando al fin el mito de considerar a las víctimas del sistema como responsables de su propia condición de inferioridad. Este marco de creencias decentes que fue apuntalado sucesivamente por leyes, es el que ha sido alterado con mayor éxito a lo largo de las últimas décadas, permitiendo retornar normativamente a los viejos instintos (reprimir el sentido de colectividad igualitaria a cambio de amplificar la desinhibición de un exuberante individualismo).
Por supuesto que la idea de reforma poco o nada tiene que ver con una transformación estructural: ésta es una dinámica que no se conforma con amortiguar los efectos devastadores y la intensidad de la injusticia y la explotación, sino que su compromiso empieza y acaba con que ésta desaparezca por completo. Una transformación de ese calibre implica generar un debate ético para afrontar las contradicciones que experimentamos en nuestra vida personal. El resultado de la transformación estructural es dejar de generar mecanismos para aliviar la miseria, las frustraciones y las necesidades que no pueden ser cubiertas para todos, y pasar a un estado de consciencia donde cada individuo se organiza para retirar los obstáculos que impiden que el conjunto de todos los miembros de la sociedad en la que existe puedan desarrollar todo su potencial para cubrir sus necesidades (el objetivo de su actividad de emancipación no es su fin particular y finito, sino la de emancipar al género humano). Y es ahí, al hacer una reinterpretación de cuáles son las auténticas necesidades del ser humano, cuando comienza un viaje de redescubrimiento, en donde los arquetipos primitivos vuelven a ocupar su lugar en la ruta de las creencias y en la formación de nuestra psique.
Llama la atención que todos los esfuerzos políticos, desde finales del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, han estado meticulosamente orientados en la dirección centrípeta de reforma versus contrarreforma. Y de los dos impulsos, ha sido claramente el segundo, el de la regresión instintiva, el que ha modelado el sentido de la política. La transformación estructural ha desaparecido del debate de la alta cultura, y cualquier enfoque, ya sea ingenuo, falso o pertinaz, rápidamente es desprestigiado.
Las consecuencias del miedo a perder nuestra adaptación al sistema imperfecto las estamos viviendo en España en estos momentos, cuando la crisis de los partidos políticos, la devaluación de sus líderes, y el escepticismo sobre la bondad y la integridad de quienes gobiernan las instituciones, les han encerrado en una jaula tan reducida que las imágenes del cambio social han quedado fuera de su alcance, vetadas para el reformador histórico. Una privación que le resta a éste una gran parte de sus posibilidades para aglutinar a su favor el inconsciente colectivo. Intentaré explicar mejor este mecanismo apelando a uno de las figuras públicas que mejor ha sabido valerse de él.
Uno de los discursos más prometedores de Obama fue en su época de senador, antes de lograr la nominación del partido demócrata. En 2006, ante los graduados de la promoción de aquel año de la Universidad de Northwestern en Chicago, el ahora presidente realizó un relato en torno a la empatía. La empatía es un elemento que permite sintetizar el inconsciente con el consciente. Y a partir de ese proceso de restitución o individuación se puede llegar a modificar la conducta (de nuevo, ser lo que siempre has sido). El deterioro de la democracia en EEUU lo asoció a un profundo déficit de empatía a nivel colectivo que había dominado la psique del estadounidense durante las últimas décadas, y que se hizo palpable, por ejemplo, durante la catástrofe del Katrina. Lanzó una frase obvia pero que recurrentemente es necesario no olvidar: "Uno mismo sólo se da cuenta de su verdadero potencial cuando engancha su vagón a algo más grande que uno mismo". La naturaleza social y biología del ser humano no combate esta máxima, sino que potencia su evolución. A mi modo de ver, el "depredador" (con su agenda de intereses ocultos) comenzó a ser diseccionado en la consciencia racional, arrancado del tejido del interés general en el que había logrado alojarse y mimetizarse. Desafortunadamente, esta identificación del "depredador" se ha limitado a ser una fantasía política compartida socialmente, utilizada para gestionar la apariencia de saneamiento del sistema pero sin fuerza de gravedad para alterar sus leyes generales.
Lo que Obama logró para su beneficio político fue manejar las imágenes simbólicas del cambio porque anteriormente, en su juventud, había establecido una trayectoria vital claramente independiente de ningún tipo de servidumbre. Libre de ataduras y de un pasado mediocre, pudo imaginar cómo quería ser percibido, cómo quería transmitir el sueño de una nueva Atlántida. Ya no cabe duda que siempre fue un reformador moderado, pero el impacto que logró en sus inicios bebían de la literatura y de la fe en la transformación estructural.
Volviendo a España, a estas alturas, entre ese hipotética pareja de nominados a la carrera por transformar el PSOE, ¿posee alguno de ellos una psicología tan progresada como para recuperar la forma del arquetipo primitivo y rellenarlo con los significados correctos? ¿Alguien de entre todos ellos será capaz de entonar una voz integra, congruente y con coraje para profundizar en las causas de la injustica y la opresión? ¿Alguno podrá entender el sentido moral de separar lo económico de lo político? Sin duda, eso significaría que el dinero y la riqueza no serán recursos atractivos en su lenguaje, que sabrán discernir lo que es la política y separarlo de lo que es el poder, y que reconocerán que deben ser desprendidos (en el sentido de propiedad) de la responsabilidad de liderar sociedades. Nadie está a salvo de ser sombreado por el "depredador", por ello, el tiempo en su justa medida termina por ser un factor determinante para mantener la lealtad a un juramento, sin admitir salvedades ni excepciones para nadie aunque sean "de los tuyos".
La transformación estructural del liderazgo en España, como en Europa, pasará porque aquellos que aspiran a servir al bien común estén dispuestos a enfrentarse directamente a los miedos que hemos ido encajando en la construcción de nuestra psique. El atajamiento a estos miedos comienza por admitir que el derrumbamiento del dinero es un proceso ulterior al derrumbamiento moral. Esta es una posición política que si se está de acuerdo con ella luego hay que seguir manteniendo firme cuando se llega al gobierno, de lo contrario será un acto deshonesto afirmar que se quiere cultivar y proteger una comunidad de iguales.
La inclinación del hombre cuando alcanza algún objetivo en su vida ha venido siendo poner en evidencia sus proezas, exhibiendo el resultado perdurable de sus hazañas (habitualmente mostrando las propiedades acumuladas, y mentando los títulos, premios, leyes impulsadas, puestos de responsabilidad logrados, y resto de símbolos relacionados con la riqueza y el poder).
En la carrera por el reconocimiento y la heroicidad, el individuo ha terminado por confundir medios y fines, hasta el punto de entrar en una lucha permanente por prevalecer egoístamente sobre el resto. Esta confusión o engaño a uno mismo y a los demás es un problema serio, una cuestión inconclusa por nuestros antepasados que sigue estando latente en el comportamiento individual. Me parece certera la consideración de Jung de considerar que cuando se manifiesta un conflicto personal, las causas del desarreglo deben buscarse no tanto en el ámbito interno del individuo, sino prioritariamente en la situación colectiva.
La crisis de la democracia es el resultado de un cúmulo de "pecados" que no se resolverán estructuralmente mediante la extirpación y/o el arrepentimiento de las personas que se comportaron deshonestamente. El enfoque colectivo exige una revisión de la naturaleza de las instituciones y de los efectos que produce el sistema de organización social y económica en el plano cultural (el espacio donde las simpatías hacia lo político son construidas, y el ciudadano se contagia de la pasión por un proyecto político).
Los partidos potencialmente de izquierdas a escala europea, como punto de partida, deben responder a una pregunta central: ¿Están de acuerdo con la permanencia de un cierto grado de desigualdad en aras de incentivar la voluntad del esfuerzo y la innovación con el objetivo final de incrementar el bienestar del conjunto de la sociedad?
El dilema del PSOE , en su transito programático desde los años setenta, todavía hoy navega por las consecuencias de la respuesta que eligió para esta cuestión. Su elección no fue perfecta y la posterior ejecución fue complaciente en exceso. La contención de la envidia, el odio y la ira tiene que pasar por una tendencia a la igualación en una doble dirección. Primero, igualar los derechos políticos (un proyecto incompleto). Y a continuación, igualar las oportunidades materiales (un proyecto perdido). Y este doble proceso se hace redistribuyendo.
El resultado de incorporar una redistribución inteligente y crítica que sea capaz de insuflar un grado de competencia basada en el respeto entre los miembros de una sociedad, a la vez que reprime el ansía por la depredación, pasaría por hacer que la política y la economía vuelvan a separarse y queden supeditadas a una nueva cultura. Una cultura fundada en las emociones, que gestione lo racional y lo irracional, podría ser un sendero para llevar a cabo la descontaminación de la sombra del depredador de nuestra psique.
Por consiguiente, este hilo argumental supone ir mucho más lejos que adaptar una cultura digna a una sociedad imperfecta por medio de un relato aspiracional (para intentar cumplir con unos ideales). Se trataría de un salto de época para pasar a una sociedad postliberal, restauradora de un sentido primitivo de lo pacífico, donde lo psicológico y lo material, lo colectivo y lo individual, se sincronizarían para crear un consenso existencial común para que, al fin, cada ciudadano se pudiera elevar conscientemente y sin coerción sobre el "mal radical".
Thorstein B. Veblen. La teoría de la clase ociosa (1899).
Amplios sectores de la población española han ido perdiendo la confianza en la democracia, un fenómeno que también se ha extendido a otros países de nuestro entorno como Grecia, Portugal, Italia o Francia. Hace 36 años, el sueño de los españoles fue articular un gobierno democrático que funcionara equitativamente para el beneficio de todos los ciudadanos, sin diferencias ni privilegios de clase social, sin desventajas ni discriminación por cuestiones de creencias, ideologías, sexo o raza. Aunque la "curva de confianza" de esa idea de una comunidad de iguales ha sufrido algunos altibajos desde entonces, su declive durante el presente siglo es ciertamente preocupante.
¿Qué ha ocurrido para que la gestión de un país como el nuestro, integrado en una Europa ineficaz en su promesa de servir primero a los ciudadanos, haya acabado produciendo que la sociedad se cuestione el funcionamiento del propio sistema democrático?
La explicación es relativamente simple: una "clase nueva" (generalmente con un nivel de ingresos importante y libre de las servidumbres de las grandes corporaciones) dirigida compulsivamente hacia la consecución de sus intereses particulares, ha logrado relacionarse con el Estado para tomar de él cuanto sea posible -sobre todo dinero, aunque no solamente-, logrando acomodarse al lado -y dentro- de un poder político tan poco preocupado como extremadamente colaborador. Y además, los miembros de dicha clase han conseguido salvaguardar una garantía de responsabilidad limitada que les permite reclamar para sí mismos que en el caso de que las cosas vayan mal será el propio Estado quien acuda al rescate. En cierto modo, esta clase social importada del supercapitalismo estadounidense (originado en la década de los años ochenta) ha ido depredando a las instituciones políticas nacionales y europeas así como a sus sistemas de cohesión económica y protección social.
¿Cómo aflora un instinto de esta naturaleza, caracterizado por una pulsión depredadora e insaciable, cuando un grupo de hombres y mujeres pretenden apropiarse de la democracia para redefinir a su conveniencia la idea de justicia? Para esta "nueva clase", el significado de la participación política consiste en lograr gestionar para ellos mismos la construcción y el funcionamiento del Estado.
La familia de economistas Galbraith (John y James) ha destacado que el afloramiento se hace explícito cuando el Estado es asaltado por miembros que, ocupando puestos de responsabilidad en su gobierno, persiguen facilitar actividades que poco o nada tienen que ver con posiciones ideológicas, sean las que sean, sino que esas acciones se convierten en funciones mediadoras para la obtención de un enriquecimiento privado a expensas de lo que pueda ser más o menos saludable o dañino para el bien común, pudiendo ser una extracción de valor perpetrada con una escala nacional, continental o global.
Este es el objetivo consciente de los "depredadores". Pero lo más peligroso viene después, cuando interviene el objetivo inconsciente: la pretensión de controlar el funcionamiento del Estado con el fin de hacer olvidar el "propósito público" tal y como estuvo establecido por las reglas del pasado. De esta forma, lo que desde un punto de vista tradicional parecería moralmente inadmisible, se transforma en una razón de interés público. El "depredador", en este contexto moral, ni siquiera necesita esconderse; las nuevas líneas normativas están diseñadas para mantenerlo a salvo y que pueda cazar.
Ciertamente, de lo inconsciente sólo cabe hablar si es posible verificar que hay contenidos alojados en él. Pues, no me refiero aquí a los complejos afectivos que encapsulamos en su interior, sino a la fuerza que cobran las representaciones primitivas que todos compartimos, en la línea de los arquetipos de Carl Jung, a la hora de actuar y entender el mundo. En mi hipótesis, basada en parte de los hallazgos del maestro suizo, el objetivo inconsciente de la "clase depredadora" surge de la impotencia del consciente para controlar las consecuencias de lo que se había olvidado en el subconsciente. Así es como se produce una convergencia perturbadora donde la razón consciente se sombrea con el humor del inconsciente hasta que la terapia social logra integrar la regresión incivilizada dentro del Superyo. Entonces es cuando sucede que el delirio del psicótico y la enfermedad del espíritu pasan a ser dominadas por los intereses de las estructuras de poder, habilitando el proceso para que las fantasías se transformen en una realidad material socialmente permitida.
Dada la evolución civilizatoria de los últimos siglos, la intuición me lleva a considerar que estamos empezando a plantar las semillas de nuevos arquetipos, superpuestos a los antiguos, donde Estado y Mercado, como caras de una misma representación, pueden llegar a anclarse en nuestra estructura psicológica como parte de una mitología moderna.
Las mayores batallas políticas de nuestro tiempo (que son las que se refieren al modo en el que se organizan las sociedades democráticas y en cómo distribuyen la prosperidad entre sus miembros) siempre han girado alrededor de una argumentación bipolar para enfrentar las ventajas y desventajas del dominio del Estado versus el dominio del Mercado y viceversa. Sin embargo, el análisis histórico demuestra que el resultado de dichos enfrentamientos en vez de llevar a una especie de bipartidismo, donde unas veces se estaría activado la expansión y otras la contracción de las fronteras del Estado, en realidad nos aboca sistemáticamente a un movimiento de expansión o de tipo inflacionista del primer elemento de la dicotomía.
De algún modo, el tamaño y los límites del Estado no han dejado de tender al crecimiento. Eso sí, ha sido un tipo de crecimiento orientado cada vez más a los intereses particulares de grupos específicos. De esta forma ha sido como los centros del poder político (capitales como Washington D.C., Londres, Berlín, Frankfurt, París, Madrid o Bruselas) se han convertido en espacios territoriales en los que las empresas y los sectores industriales pujan para lograr que los rivales adquieran desventajas competitivas. El mayor cambio en la economía capitalista desde los años setenta ha consistido en una superaceleración en la competencia por captar consumidores e inversores. La carrera obsesiva por el crecimiento lo que ha traído para Occidente ha sido la desintegración de las fronteras entre la política y la economía, provocando que ambos cuerpos hayan renacido definitivamente como uno solo. Y es por ello que la parte económica del nuevo organismo, productora de estrés-desigualdad, ha terminado por generar una metástasis absolutamente incontrolable para la parte política, lo que ha precipitado el desgaste de la piel que proporciona la legitimación a este cuerpo fusionado.
Entre tanto, la retórica que caracteriza el enfrentamiento de los partidos políticos (tanto desde la izquierda como desde la derecha) para mantener el hilo del relato antagónico de sus programas, tiene como fin esencial evitar que la ciudadanía cobre conciencia de que aquello en lo que siempre ha creído y confiado, de pronto, ha dejado de tener significado, al haber olvidado el valor que representaba.
En síntesis, el fenómeno histórico de la dualidad Estado versus Mercado no ha derivado de un debate ético de fondo, sino de un relato económico entre quien trata de poner algún límite y responsabilidad para obtener beneficios y quien tiende a retirar todos los límites. Y ambos protagonistas se han preocupado de actuar legítimamente, es decir, afirmar que su razón de ser es en nombre del interés público. Por ello, el control del Estado (la capacidad para influir en él o directamente mediante su gestión activa a través del desarrollo de un sinfín de normas o con la sustitución y derogación de otras tantas) se convierte en la herramienta política más eficaz para que los instintos fluyan. Razón por la que ningún partido quiere realmente que el Estado adelgace si ello provoca su aminoramiento en cuanto a su impacto e influencia en la organización social.
En la práctica, los posicionamientos finales de quien llega al poder suelen consistir en tomar decisiones para que éste (el Estado) fluctúe, se reproduzca con otro ritmo, y que, en cualquier caso, se haga valer la lógica de la expansión económica. Unas decisiones que en todos los casos deben facilitar su propia perpetuación en las esferas de poder. Sin embargo, pese a esta tendencia tan verificable, la codificación arquetípica que se establece entre aquellos que creen en un Estado benefactor frente a los que defienden el autogobierno del Mercado continúa su curso de reconocimiento por todas las clases sociales, es decir, guiándoles en la tranquilizadora decisión racional. Y en paralelo, la depredación se propaga por la psique colectiva para contorsionar el significado de dichos arquetipos antes de que éstos se asienten definitivamente en ella.
Veamos un ejemplo examinando el dilema de la sanidad en EEUU: en ningún momento el posicionamiento conservador ha hablado de privatizar el cien por cien del sector y que desaparezca Medicare. Probablemente porque si el Estado retirase sus fondos de financiación y todo cayera sobre la responsabilidad de una sanidad completamente privada, sus empresas y el conjunto de la economía colapsarían. De la misma manera, la reforma nunca ha aspirado a mimetizar un sistema a la española, a la francesa o a la inglesa. El 'quid' de fondo ha sido impulsar la expansión del sistema, de manera que las barreras para frenar este proceso han sido construidas por quienes esperan beneficiarse del modo en que se haga dicha expansión, o dicho de otro modo, por los que ven amenazados sus beneficios futuros.
Por desgracia, vender coberturas a las personas que tienen más posibilidades de enfermar no es un buen negocio, y aumentar la cobertura pública a los menores tampoco lo es cuando es un nicho que representa uno de los grandes canales de contratación de pólizas. En todos los casos, el prejuicio ideológico que domina las mentes y los corazones de la opinión pública frente al conflicto continúa siendo el que deriva del miedo al intervencionismo estatal, de fantasiosa filiación comunista, frente al ordenado liberalismo ilustrado. Pero en realidad no hay ni lo uno ni lo otro, ya que es una cuestión mucho más simple, circunscrita al sistema de distribución del beneficio esperado (otra vez el dinero).
Actualmente, el discurso de los demócratas en EEUU se está volcando en reconocer el crecimiento de la desigualdad en su sociedad y tratar de activar políticas para reducir la enorme brecha. No es casual que haya cobrado relevancia ahora dado que, primero, ha logrado contener la crisis financiera y el desempleo y, además, los presidentes estadounidenses en la última milla de su segundo mandato, por lo general, intentan un esfuerzo final por aprobar alguna política "trascendente", lo que significa ser capaces de dejar algún legado en forma de estándar moral para las generaciones futuras. Cada vez hay menos tiempo para que se abra la carrera por la nominación para sustituir a Obama. El reto forzado que les aguarda a los futuros candidatos, si es que realmente quieren provocar un giro social, pasa por forzar el arquetípico antagonismo de Estado versus Mercado.
Es pertinente recordar que en 2007, en uno de sus arranques de sinceridad instintiva a los que acostumbraba, el presidente Bush admitió que las leyes naturales de la economía capitalista son las que provocan que el mercado recompense mejor a quienes poseen una educación más sofisticada y con unas habilidades más competentes, algo que sucede por el simple hecho de que el Mercado asigna mayor valor a ese tipo de educación (aquí entraría complementariamente en acción un efecto de percepción expuesto por el sociólogo Thorstein Veblen, que consiste en que el consumidor a la hora de elegir entre dos productos similares, irracionalmente opta por el más caro porque lo asocia con unos valores de calidad y prestigio social superiores). El trasfondo de este falso razonamiento, como apunta la visión de los Galbraith, es desviar la responsabilidad del Estado hasta un punto en el que el crecimiento de la desigualdad es concebido como un factor natural, inevitable y hasta benigno para el bien común.
Esta estructura de pensamiento asimila que es el Mercado quien debe fijar los salarios y los precios de acuerdo a la productividad y la competitividad de trabajadores y empresas, razón por la que el gobierno no sólo no debe interferir, sino que cuanto más limpie el entorno de procesos interventores lo que estará asegurando es que la prosperidad y el progreso tecnológico, dándoles el suficiente tiempo de maduración, extenderán sus beneficios sobre más segmentos de la población. El truco es confiar en que la economía tendrá un comportamiento más eficiente si la base de su funcionamiento es una deseable producción de desigualdad, la cual necesariamente generará una abrupta variabilidad en el precio de la fuerza de trabajo. La esencia de esta curiosa hipótesis, que las desigualdades de renta y salario a la larga provocan que la economía sea más eficiente, en realidad no ha sido incontestablemente demostrada con datos históricos. Sin embargo, millones de personas en el mundo la dan por buena.
Este tipo de formulación adquirió una presencia institucional de primer orden a principios de los años 80 bajo la administración de Ronald Reagan. Como ejemplo, se puede destacar que en su primer día como presidente ejecutó la disolución del Consejo de Salarios y Estabilidad de Precios. Parece que nadie protestó, ni los demócratas. Al eliminar el mecanismo para controlar la inflación en aras de proteger a los sectores más desfavorecidos, el paradigma empezó a dar sus primeros pasos para convertirse en un fenómeno religioso: el mercado es quien decide, es el mercado quien asigna el precio. Lo siguiente que ocurrió fue la liberalización inmediata de las telecomunicaciones, la energía, el transporte...Cuando cayó el muro de Berlín y la posterior descomposición de la Unión Soviética, la primera acción "revolucionaria" de carácter económico que se llevó a cabo en casi todos aquellos países postcomunistas fue abrazar ese incipiente canon: liberalizar los precios sin límites ni trabas. Así fue como determinado tipo de regulación, la encaminada a mantener cierta teoría de la justicia en cuanto a las oportunidades y distribución de la riqueza, comenzó a ser un "pensamiento débil".
En épocas precapitalistas es cuando surgió la noción de precio justo, con el fin de proteger el interés colectivo y no dejar que las trampas o el egoísmo ilimitado de situaciones monopolísticas generasen una situación de injusticia. Durante el siglo XX hasta nuestros días, las políticas de control de precios han ido desarticulándose, hasta el punto de que si alguien apela a ellas como alternativa, enseguida suele ser denostado como agente socialmente peligroso, cargándole de sospechas expuestas con superficialidad y carentes de argumentación científica.
Es sintomático comprobar cómo la oposición a la desigualdad de renta y salarios parece que sólo pasa por una crítica moral, pero ¿acaso no se puede establecer un estudio empírico que demuestre un resultado diferente? Algo parecido a que la tendencia hacia la igualdad de salarios y de rentas no sólo no es una catástrofe que lleva a un país a la pobreza, sino que suele generar sociedades más ricas, con menos desempleo y con más cohesión social.
En resumen, el igualitarismo al que siempre me adhiero no significa ni implica el sacrificio de la prosperidad económica. Es un mito que se debe combatir. Los escenarios de Suecia, Dinamarca, Suiza o Noruega pueden ser utilizados para visualizar que existen tendencias y series estadísticas que se oponen a las leyes naturales inmutables a las que EEUU proporciona tanta base de legitimación para inundar todas las posibilidades del lenguaje, y que tan bien han asimilado el FMI y la Comisión Europea (de hecho, la reciente decisión del Banco Central Europeo de seguir rebajando los tipos de interés para impulsar el crédito, a mi juicio, sigue favoreciendo la preminencia de las rentas del capital frente a las rentas del trabajo, ya que sirve como mecanismo indirecto para retrasar una subida de los salarios, e incluso justificar un nuevo descenso. Lo que prevé esta medida es reactivar de un modo ordenado el endeudamiento derivado del consumo privado de las familias, incapaces de financiar sus necesidades dado el declive de su poder adquisitivo. Por lo tanto, es una llave más de la producción de desigualdad).
El camino para contrarrestar al "depredador" que llevamos dentro es impulsar con nuestras elecciones a que la estructura innata de nuestra psique recupere la facultad para rechazar la opresión y la injusticia, pero hacerlo más allá del juicio racional atado a la consciencia y a la lógica. Su contrario, la indolencia pasiva o la resignación con base empírica, es un proceso doloroso y desesperanzador, ya que implica la anulación de las imágenes simbólicas asociadas con el cambio social.
Si aceptamos que el ser humano, como el resto de las especies, posee una consciencia preformada, innata y adaptable a su condición, también es preciso aceptar que los arquetipos más primitivos que pueblan nuestro inconsciente, anclados desde nuestro origen, no se difunden exclusivamente a través de la tradición, la ideología, las guerras, el mestizaje, las migraciones, el lenguaje, el arte o la religión. Sino que, además de que pueden influir en el pensamiento, en el sentir y actuar de cada individuo, pueden surgir espontáneamente, en una época u otra, al ser alimentados por la experiencia. El reto está en que dichos arquetipos no están completamente determinados en cuanto a sus contenidos y significados, lo que se transmite y emerge colectivamente es la forma de su representación, siendo una fase posterior cuando dicha forma se llena con una multitud de variaciones simbólicas tomadas del mundo real. El impacto sobre esa variación es lo que está en juego. Por lo tanto, la restitución o el "re-ensamblaje" de los valores que completan a un arquetipo es algo más que la realización de una idea de "paz" basada en una política de intereses compartidos. Se trata de la restitución del conjunto de facultades del hombre para ser lo que es realmente y lo que siempre ha sido.
Así es como la relación entre Mercado versus Estado tienen todas las posibilidades de deslizarse al territorio de lo que Jung calificaba como lo numinoso, donde se habrían acomodado muchas de nuestras pulsiones religiosas basadas en el temor. Como un nuevo dios, héroe o demonio, la reverencia al Mercado motivada porque la experiencia material nos lo muestra como un ente poderoso, amenazante, bello o útil para la supervivencia, puede llegar a determinar un comportamiento para amarlo.
Fijémonos ahora en las dinámicas de la consciencia aplicada a su capacidad para la transformación social:
La consciencia se arma por medio de un compromiso activo de la persona con el mundo que experimenta. Se integra en él e interioriza la construcción social que lo rodea, lo que condiciona el comportamiento de sus instintos. En esa interiorización se incluye la posición y la clase social donde interpretamos que la organización institucional nos ubica, así como las normas y las expectativas que ese orden implícito nos enseña, preconfigurando nuestra respuesta anímica ante determinadas situaciones de la vida cotidiana. Así pues, tenemos dos planos de acción, el primero es el que depende de los valores dominantes de la sociedad y que además poseen un alcance colectivo que reconocemos en todo momento. Mientras que el segundo plano de acción estaría formado por todas las consecuencias de si decidimos aceptarlos como parte de nuestra personalidad y comportamiento individual.
Por ejemplo, si seleccionamos las categorías asignadas al relato de la opresión y la injusticia, las oposiciones de valores más generales serían equidad versus inequidad; libertad versus dominación y explotación; individualidad versus egoísmo e individualismo; la protección del valor por la vida versus su desprecio; una orientación hacia lo colectivo y común versus desconfianza hacia la comunidad; cooperación versus competición. Cualquier cambio en la consciencia de amplias mayorías de personas con respecto a la interpretación y la puesta en práctica de lo que supone la elección de uno de los valores expuestos en estas relaciones, es lo que suele precipitar los procesos de transformación en las sociedades.
Para comprender más las ramificaciones entre este consciente político y el inconsciente, un fenómeno interesante es observar que tener éxito en términos económicos, bajo determinadas condiciones sociales y culturales, no implica una realización satisfactoria de las necesidades no materiales de las personas. Aparentemente, la salida a esta negación es una reevaluación de los intereses colectivos e individuales en una versión más humana, encaminada hacia la supresión de las frustraciones originadas por el funcionamiento imperfecto de las instituciones, el trabajo y el resto de procesos relacionados con la economía y la cultura.
Pero también puede darse un movimiento contrario, consistente en optar por explotar las posibilidades de un sistema generador de cierto grado de opresión e injusticia a favor del interés propio. Del mismo modo que surge el aforismo que sostiene que no es posible ganar ciertos conocimientos sin perder al mismo tiempo otros conocimientos, también ha surgido el mito de construir una realidad dominada por el "depredador" como generador de bienestar a corto plazo para uno mismo, a cambio de generar promesas de beneficios a largo plazo para quien pueda competir en sus mismos términos (admitir el destino de Fausto o una igualdad de oportunidades entendida como un mecanismo para poder experimentar el ansia por llegar a ser un hombre rico).
Lo que quiero subrayar es la perfecta adaptación que la práctica social ha sido capaz de realizar dentro de los sistemas productores de desigualdad. Me refiero a que la adaptación flexible a las situaciones de injusticia, históricamente, ha terminado desencadenando lo que podemos denominar como "impulsos reformadores", opuesto a lo que serían las "transformaciones estructurales".
El impulso reformador suele buscar recetas realistas para mitigar los efectos de la injusticia, tratando de reducir la opresión y restaurar la confianza en las instituciones y el orden social, pero siempre evitando una confrontación directa con la naturaleza de ambas dimensiones. Estas dinámicas casi siempre son iniciadas por las clases más ilustradas y dominantes, apremiadas por ciertas coyunturas del momento para resolver situaciones de malestar social que se han ido enquistando hasta amenazar con hacer explosionar las reglas establecidas. La historia está llena de pretensiones reformistas de arriba hacia abajo. En EEUU, el New Deal fue una reacción para evitar una revolución social, como lo fueron determinadas políticas de ayuda para paliar la pobreza en los suburbios de sus grandes metrópolis durante los años sesenta y noventa.
La molécula que hace funcionar lo que hemos conocido como la "Era del Progresismo" desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestra modernidad, contagia la aspiración de querer gobernar instituciones perfectas. Así fue como, por primera vez, las clases sociales más ricas y la élite política admitieron que había que elaborar una sociedad con el deber incorporado de prestar ayuda a los más pobres y desfavorecidos no ya como un mecanismo de caridad, sino como un proceso de integración basado en asegurar la igualdad de oportunidades. Ese cambio de mentalidad, tanto en sus vertientes conservadoras como socialistas, se basó en un reconocimiento tácito sobre las irregularidades, abusos y desproporciones que emanaban del funcionamiento del sistema económico capitalista, que a su vez vertebraba el modelo de democracia parlamentaria, descartando al fin el mito de considerar a las víctimas del sistema como responsables de su propia condición de inferioridad. Este marco de creencias decentes que fue apuntalado sucesivamente por leyes, es el que ha sido alterado con mayor éxito a lo largo de las últimas décadas, permitiendo retornar normativamente a los viejos instintos (reprimir el sentido de colectividad igualitaria a cambio de amplificar la desinhibición de un exuberante individualismo).
Por supuesto que la idea de reforma poco o nada tiene que ver con una transformación estructural: ésta es una dinámica que no se conforma con amortiguar los efectos devastadores y la intensidad de la injusticia y la explotación, sino que su compromiso empieza y acaba con que ésta desaparezca por completo. Una transformación de ese calibre implica generar un debate ético para afrontar las contradicciones que experimentamos en nuestra vida personal. El resultado de la transformación estructural es dejar de generar mecanismos para aliviar la miseria, las frustraciones y las necesidades que no pueden ser cubiertas para todos, y pasar a un estado de consciencia donde cada individuo se organiza para retirar los obstáculos que impiden que el conjunto de todos los miembros de la sociedad en la que existe puedan desarrollar todo su potencial para cubrir sus necesidades (el objetivo de su actividad de emancipación no es su fin particular y finito, sino la de emancipar al género humano). Y es ahí, al hacer una reinterpretación de cuáles son las auténticas necesidades del ser humano, cuando comienza un viaje de redescubrimiento, en donde los arquetipos primitivos vuelven a ocupar su lugar en la ruta de las creencias y en la formación de nuestra psique.
Llama la atención que todos los esfuerzos políticos, desde finales del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, han estado meticulosamente orientados en la dirección centrípeta de reforma versus contrarreforma. Y de los dos impulsos, ha sido claramente el segundo, el de la regresión instintiva, el que ha modelado el sentido de la política. La transformación estructural ha desaparecido del debate de la alta cultura, y cualquier enfoque, ya sea ingenuo, falso o pertinaz, rápidamente es desprestigiado.
Las consecuencias del miedo a perder nuestra adaptación al sistema imperfecto las estamos viviendo en España en estos momentos, cuando la crisis de los partidos políticos, la devaluación de sus líderes, y el escepticismo sobre la bondad y la integridad de quienes gobiernan las instituciones, les han encerrado en una jaula tan reducida que las imágenes del cambio social han quedado fuera de su alcance, vetadas para el reformador histórico. Una privación que le resta a éste una gran parte de sus posibilidades para aglutinar a su favor el inconsciente colectivo. Intentaré explicar mejor este mecanismo apelando a uno de las figuras públicas que mejor ha sabido valerse de él.
Uno de los discursos más prometedores de Obama fue en su época de senador, antes de lograr la nominación del partido demócrata. En 2006, ante los graduados de la promoción de aquel año de la Universidad de Northwestern en Chicago, el ahora presidente realizó un relato en torno a la empatía. La empatía es un elemento que permite sintetizar el inconsciente con el consciente. Y a partir de ese proceso de restitución o individuación se puede llegar a modificar la conducta (de nuevo, ser lo que siempre has sido). El deterioro de la democracia en EEUU lo asoció a un profundo déficit de empatía a nivel colectivo que había dominado la psique del estadounidense durante las últimas décadas, y que se hizo palpable, por ejemplo, durante la catástrofe del Katrina. Lanzó una frase obvia pero que recurrentemente es necesario no olvidar: "Uno mismo sólo se da cuenta de su verdadero potencial cuando engancha su vagón a algo más grande que uno mismo". La naturaleza social y biología del ser humano no combate esta máxima, sino que potencia su evolución. A mi modo de ver, el "depredador" (con su agenda de intereses ocultos) comenzó a ser diseccionado en la consciencia racional, arrancado del tejido del interés general en el que había logrado alojarse y mimetizarse. Desafortunadamente, esta identificación del "depredador" se ha limitado a ser una fantasía política compartida socialmente, utilizada para gestionar la apariencia de saneamiento del sistema pero sin fuerza de gravedad para alterar sus leyes generales.
Lo que Obama logró para su beneficio político fue manejar las imágenes simbólicas del cambio porque anteriormente, en su juventud, había establecido una trayectoria vital claramente independiente de ningún tipo de servidumbre. Libre de ataduras y de un pasado mediocre, pudo imaginar cómo quería ser percibido, cómo quería transmitir el sueño de una nueva Atlántida. Ya no cabe duda que siempre fue un reformador moderado, pero el impacto que logró en sus inicios bebían de la literatura y de la fe en la transformación estructural.
Volviendo a España, a estas alturas, entre ese hipotética pareja de nominados a la carrera por transformar el PSOE, ¿posee alguno de ellos una psicología tan progresada como para recuperar la forma del arquetipo primitivo y rellenarlo con los significados correctos? ¿Alguien de entre todos ellos será capaz de entonar una voz integra, congruente y con coraje para profundizar en las causas de la injustica y la opresión? ¿Alguno podrá entender el sentido moral de separar lo económico de lo político? Sin duda, eso significaría que el dinero y la riqueza no serán recursos atractivos en su lenguaje, que sabrán discernir lo que es la política y separarlo de lo que es el poder, y que reconocerán que deben ser desprendidos (en el sentido de propiedad) de la responsabilidad de liderar sociedades. Nadie está a salvo de ser sombreado por el "depredador", por ello, el tiempo en su justa medida termina por ser un factor determinante para mantener la lealtad a un juramento, sin admitir salvedades ni excepciones para nadie aunque sean "de los tuyos".
La transformación estructural del liderazgo en España, como en Europa, pasará porque aquellos que aspiran a servir al bien común estén dispuestos a enfrentarse directamente a los miedos que hemos ido encajando en la construcción de nuestra psique. El atajamiento a estos miedos comienza por admitir que el derrumbamiento del dinero es un proceso ulterior al derrumbamiento moral. Esta es una posición política que si se está de acuerdo con ella luego hay que seguir manteniendo firme cuando se llega al gobierno, de lo contrario será un acto deshonesto afirmar que se quiere cultivar y proteger una comunidad de iguales.
La inclinación del hombre cuando alcanza algún objetivo en su vida ha venido siendo poner en evidencia sus proezas, exhibiendo el resultado perdurable de sus hazañas (habitualmente mostrando las propiedades acumuladas, y mentando los títulos, premios, leyes impulsadas, puestos de responsabilidad logrados, y resto de símbolos relacionados con la riqueza y el poder).
En la carrera por el reconocimiento y la heroicidad, el individuo ha terminado por confundir medios y fines, hasta el punto de entrar en una lucha permanente por prevalecer egoístamente sobre el resto. Esta confusión o engaño a uno mismo y a los demás es un problema serio, una cuestión inconclusa por nuestros antepasados que sigue estando latente en el comportamiento individual. Me parece certera la consideración de Jung de considerar que cuando se manifiesta un conflicto personal, las causas del desarreglo deben buscarse no tanto en el ámbito interno del individuo, sino prioritariamente en la situación colectiva.
La crisis de la democracia es el resultado de un cúmulo de "pecados" que no se resolverán estructuralmente mediante la extirpación y/o el arrepentimiento de las personas que se comportaron deshonestamente. El enfoque colectivo exige una revisión de la naturaleza de las instituciones y de los efectos que produce el sistema de organización social y económica en el plano cultural (el espacio donde las simpatías hacia lo político son construidas, y el ciudadano se contagia de la pasión por un proyecto político).
Los partidos potencialmente de izquierdas a escala europea, como punto de partida, deben responder a una pregunta central: ¿Están de acuerdo con la permanencia de un cierto grado de desigualdad en aras de incentivar la voluntad del esfuerzo y la innovación con el objetivo final de incrementar el bienestar del conjunto de la sociedad?
El dilema del PSOE , en su transito programático desde los años setenta, todavía hoy navega por las consecuencias de la respuesta que eligió para esta cuestión. Su elección no fue perfecta y la posterior ejecución fue complaciente en exceso. La contención de la envidia, el odio y la ira tiene que pasar por una tendencia a la igualación en una doble dirección. Primero, igualar los derechos políticos (un proyecto incompleto). Y a continuación, igualar las oportunidades materiales (un proyecto perdido). Y este doble proceso se hace redistribuyendo.
El resultado de incorporar una redistribución inteligente y crítica que sea capaz de insuflar un grado de competencia basada en el respeto entre los miembros de una sociedad, a la vez que reprime el ansía por la depredación, pasaría por hacer que la política y la economía vuelvan a separarse y queden supeditadas a una nueva cultura. Una cultura fundada en las emociones, que gestione lo racional y lo irracional, podría ser un sendero para llevar a cabo la descontaminación de la sombra del depredador de nuestra psique.
Por consiguiente, este hilo argumental supone ir mucho más lejos que adaptar una cultura digna a una sociedad imperfecta por medio de un relato aspiracional (para intentar cumplir con unos ideales). Se trataría de un salto de época para pasar a una sociedad postliberal, restauradora de un sentido primitivo de lo pacífico, donde lo psicológico y lo material, lo colectivo y lo individual, se sincronizarían para crear un consenso existencial común para que, al fin, cada ciudadano se pudiera elevar conscientemente y sin coerción sobre el "mal radical".