Las primeras señales emitidas desde el Consejo Europeo (institución que reúne a los jefes de Gobierno de los Estados miembros) tras las elecciones de mayo no pueden ser más preocupantes.
Desentendiéndose, no sólo del Tratado de Lisboa (que le manda proponer un candidato a presidir la Comisión "teniendo en cuenta el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo"), sino también de una campaña en que, por primera vez, los principales partidos políticos europeos han presentado un/a candidato/a como una opción de liderazgo distintivo y directamente vinculada a la posición que dimanase de las urnas (y, por tanto, de la ciudadanía al votar), el Consejo parece atrincherarse de nuevo en una nueva vuelta de tuerca de renacionalización y regubernamentalización de la política europea.
Empeorando los pronósticos más pesimistas, parece incluso que el Consejo (notoriamente, sus miembros menos europeístas, el británico Cameron y el húngaro Victor Orban) se propone nada menos que desvincular su propuesta de la panoplia de candidatos que durante meses y meses se han desgañitado por todo el paisaje europeo (Juncker por el PPE, Schulz por el PSE, Verhofstadt por los liberales, Keller por los Verdes y Tsipras por Izquierda Unitaria....), con una sucesión de debates televisados para catalizar la atención de la opinión pública europea (tradicionalmente desmayada en las convocatorias de elecciones europeas) y estimular con ellos la orientación del voto de más de 500 millones de ciudadanos europeos.
Después de dos elecciones europeas en el umbral del 40% de participación, produce no solamente asombro sino indignación que los primeros responsables de la desafección y la desmovilización de la ciudadanía se muestren tan arrogantes y ciegos frente a las consecuencias de este modo de actuar. Resultan inaceptables los manejos del Consejo para desoír, no ya sólo el mensaje de los votantes (no digamos ya de los abstencionistas), sino la importancia misma del Parlamento Europeo al día siguiente de unas elecciones que fueron visualizadas bajo la narrativa de "esta vez es diferente", precisamente porque en esta ocasión los ciudadanos se asomaban a un poder de decisión con la fuerza de su voto carente de precedentes.
La paciencia de los europeos (especialmente la de los europeístas a pesar de todos los pesares) tiene inmejorables motivos para rebasar todos sus límites. Para el Parlamento Europeo, es un ofensivo ultraje (desde luego, así resulta para los socialistas españoles) que el Consejo se permita barajar a estas alturas la prepotente tentación de oponer al Parlamento una candidatura a presidir la Comisión ajena por completo a la confrontación establecida entre los candidatos que, con todos los merecimientos y procedimientos exigidos por los partidos europeos (ciertamente distintos entre el PPE y el SPD, siendo así que Juncker no superó ningún examen democrático previo en el interior del Partido Popular Europeo y ni siquiera se presentaba como candidato al PE), se tomaron el trabajo de sudar la camiseta y recorrer toda Europa haciendo una campaña intensa y competitiva como nunca antes.
La situación está abierta. Pero, en dependencia de cómo se resuelva (en caso de que el Consejo proponga a algún/a candidato/a ajeno/a a la pugna electoral), parecerá imposible volver a esperar una próxima campaña electoral europea cuya participación resulte mínimamente comparable a la de unas elecciones en las que se decide un verdadero nivel de gobierno y de responsabilidad a la altura de una historia se integración supranacional que dura más de 60 años. Y parecerá imposible volver a esperar en el futuro que la ciudadanía confíe en la promesa de una UE políticamente relevante y democráticamente vinculada a la expresión de voluntad que, con su correlación de mayorías y minorías, los ciudadanos deciden cada vez que se molestan en acudir a las urnas y votar bajo la premisa de que su voto cuenta.
La UE no puede permitirse un fraude democrático como el que, al parecer, están pensando despacharse algunos jefes de Gobierno en el Consejo. Sería una estafa intolerable. Confío en que el Parlamento Europeo (aun cuando está dominado de nuevo, lamentablemente, por una mayoría conservadora, flanqueada como nunca por una multiplicación de escaños antieuropeos, ultraderechistas y eurófobos, tal y como advertíamos quienes combatíamos con fuerza el pronóstico de que eso fuera lo que sucediera) sepa estar a la altura de su responsabilidad en la tensión que se avecina. Está en juego como nunca la razón de ser de Europa y la supervivencia de su identidad política.
Desentendiéndose, no sólo del Tratado de Lisboa (que le manda proponer un candidato a presidir la Comisión "teniendo en cuenta el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo"), sino también de una campaña en que, por primera vez, los principales partidos políticos europeos han presentado un/a candidato/a como una opción de liderazgo distintivo y directamente vinculada a la posición que dimanase de las urnas (y, por tanto, de la ciudadanía al votar), el Consejo parece atrincherarse de nuevo en una nueva vuelta de tuerca de renacionalización y regubernamentalización de la política europea.
Empeorando los pronósticos más pesimistas, parece incluso que el Consejo (notoriamente, sus miembros menos europeístas, el británico Cameron y el húngaro Victor Orban) se propone nada menos que desvincular su propuesta de la panoplia de candidatos que durante meses y meses se han desgañitado por todo el paisaje europeo (Juncker por el PPE, Schulz por el PSE, Verhofstadt por los liberales, Keller por los Verdes y Tsipras por Izquierda Unitaria....), con una sucesión de debates televisados para catalizar la atención de la opinión pública europea (tradicionalmente desmayada en las convocatorias de elecciones europeas) y estimular con ellos la orientación del voto de más de 500 millones de ciudadanos europeos.
Después de dos elecciones europeas en el umbral del 40% de participación, produce no solamente asombro sino indignación que los primeros responsables de la desafección y la desmovilización de la ciudadanía se muestren tan arrogantes y ciegos frente a las consecuencias de este modo de actuar. Resultan inaceptables los manejos del Consejo para desoír, no ya sólo el mensaje de los votantes (no digamos ya de los abstencionistas), sino la importancia misma del Parlamento Europeo al día siguiente de unas elecciones que fueron visualizadas bajo la narrativa de "esta vez es diferente", precisamente porque en esta ocasión los ciudadanos se asomaban a un poder de decisión con la fuerza de su voto carente de precedentes.
La paciencia de los europeos (especialmente la de los europeístas a pesar de todos los pesares) tiene inmejorables motivos para rebasar todos sus límites. Para el Parlamento Europeo, es un ofensivo ultraje (desde luego, así resulta para los socialistas españoles) que el Consejo se permita barajar a estas alturas la prepotente tentación de oponer al Parlamento una candidatura a presidir la Comisión ajena por completo a la confrontación establecida entre los candidatos que, con todos los merecimientos y procedimientos exigidos por los partidos europeos (ciertamente distintos entre el PPE y el SPD, siendo así que Juncker no superó ningún examen democrático previo en el interior del Partido Popular Europeo y ni siquiera se presentaba como candidato al PE), se tomaron el trabajo de sudar la camiseta y recorrer toda Europa haciendo una campaña intensa y competitiva como nunca antes.
La situación está abierta. Pero, en dependencia de cómo se resuelva (en caso de que el Consejo proponga a algún/a candidato/a ajeno/a a la pugna electoral), parecerá imposible volver a esperar una próxima campaña electoral europea cuya participación resulte mínimamente comparable a la de unas elecciones en las que se decide un verdadero nivel de gobierno y de responsabilidad a la altura de una historia se integración supranacional que dura más de 60 años. Y parecerá imposible volver a esperar en el futuro que la ciudadanía confíe en la promesa de una UE políticamente relevante y democráticamente vinculada a la expresión de voluntad que, con su correlación de mayorías y minorías, los ciudadanos deciden cada vez que se molestan en acudir a las urnas y votar bajo la premisa de que su voto cuenta.
La UE no puede permitirse un fraude democrático como el que, al parecer, están pensando despacharse algunos jefes de Gobierno en el Consejo. Sería una estafa intolerable. Confío en que el Parlamento Europeo (aun cuando está dominado de nuevo, lamentablemente, por una mayoría conservadora, flanqueada como nunca por una multiplicación de escaños antieuropeos, ultraderechistas y eurófobos, tal y como advertíamos quienes combatíamos con fuerza el pronóstico de que eso fuera lo que sucediera) sepa estar a la altura de su responsabilidad en la tensión que se avecina. Está en juego como nunca la razón de ser de Europa y la supervivencia de su identidad política.