La noticia no ha tenido repercusión en los medios de comunicación españoles, dedicados estos días, casi monográficamente, a aplaudir el cambio de monarca y a conjurar, más o menos abiertamente, la deriva republicana. Pero el caso es que la pasada semana la Asamblea Nacional de la Provincia Autónoma de Québec (Canadá) aprobó el proyecto de ley nº52, Ley relativa a los cuidados al final de la vida, conocida ya como "ley de muerte digna". No deja de resultar curioso que un asunto tan poco habitual y que despierta tantos fantasmas en el pensamiento conservador como esperanza entre los progresistas haya merecido tan poca atención mediática. A nosotros nos parece, sin duda, un acontecimiento para celebrar y un buen motivo para compartir públicamente algunas reflexiones sobre el proceso seguido en Quebec.
Tras cuatro años de discusiones y debate público y parlamentario, la iniciativa legislativa de la diputada del Partido Quebequense, Veronique Hivon, completó su largo recorrido parlamentario el pasado día 5 de junio al ser aprobada por una muy holgada mayoría de 92 a 22 votos. Los diputados que votaron en contra de la ley, todos del Partido Liberal, suponen un exiguo 20% de la cámara. Es, además, muy significativo el hecho de que el primer ministro y líder del Partido Liberal, Philippe Couillard, médico neurocirujano, dejara libertad de voto en conciencia a su grupo (con mayoría absoluta en la Asamblea) y, junto con 48 de sus 70 diputados, él mismo lo hiciera a favor del proyecto.
La buena disposición del presidente del Gobierno quebequense había quedado clara cuando, tras asumir el poder, decidió retomar la andadura de la ley donde había quedado tras el cambio de legislatura. Que haya sido precisamente un médico quien, a pesar de tener en su mano el carpetazo a la ley, haya propiciado su aprobación es, a nuestro juicio, un buen tema de reflexión para quienes a uno y otro lado del Atlántico niegan que dar la muerte a un paciente que lo solicita lúcida y reiteradamente sea, no ya un acto moralmente admisible, sino tan siquiera un acto médico.
Ni que decir tiene que la jerarquía católica canadiense se ha mostrado opuesta en todo momento a la aprobación de la ley y no sólo desde un planteamiento moral, para el que está plenamente legitimada (en la medida en que no pretenda imponerlo al conjunto de la población), sino pretendiendo extender el magisterio a cuestiones que de ningún modo les corresponden, concretamente juzgando y pontificando sobre cuál sea el propósito de la medicina y cuál el ámbito del actuar médico. Que los prelados canadienses expresen su opinión de que "causar la muerte a una persona no es cuidar de ella" o que "contradice el propósito de la medicina" y que "ocasionar la muerte a un paciente no es un acto médico", tiene tanto sentido como que, desde la profesión médica, se opinase sobre qué es un sacramento y cuál la correcta forma de administrarlo.
Lo que tampoco en Canadá parecen entender los obispos es que ni tan siquiera entre quienes se dicen católicos se comparten sus opiniones. Es conocido que la reivindicación de la muerte a petición en las sociedades occidentales es transversal y bastante independiente de credos religiosos o ideologías políticas. El rechazo del sufrimiento y la creciente conciencia de la autonomía individual son dos notas características de las sociedades modernas; afortunadamente, cada vez más secularizadas.
Se da la circunstancia de que la religión mayoritaria en Canadá, cercana al 80%, es el catolicismo y que la mitad de los católicos de Canadá está en Quebec. Algo similar a lo que ocurre en Bélgica, cuya confesionalidad no fue inconveniente para haber logrado, como ahora en Quebec, un sólido consenso social a favor de la eutanasia. Es claro que son muchos los católicos que no se sienten meros administradores de sus vidas y que cada vez aceptan menos que se les pretenda administrar por una jerarquía que parece confiar muy poco en esa "otra vida" que predica, visto su empeño en mantener en "esta" a quienes voluntaria y muy comprensiblemente quieren (necesitan) abandonarla.
Pero, del mismo modo que es rechazable la ingerencia eclesial en asuntos que le son ajenos, tampoco tienen sentido las apelaciones al miedo para intentar frenar el movimiento ciudadano a favor de la libre disponibilidad. Según ICI Radio-Canadá, la actual ministra de relaciones internacionales, Christine St-Pierre, una de las votantes en contra, se ha mostrado preocupada por "las presiones a que puedan verse sometidas las personas enfermas por parte de miembros de su familia".
Es muy característico del discurso conservador contra la disponibilidad de la propia vida la apelación al miedo al abuso. Son los tradicionales apóstoles de la libertad, el amor o la compasión..."bien entendidos". Su argumento es tan frágil como imposible de evitar en el marco íntimo de la familia las presiones en uno u otro sentido. Más aún, es una experiencia bastante común que la mayoría de las presiones de las familias son en el sentido de mantenerse vivo a toda costa y ello, no sólo porque en la situación económica actual la pensión del abuelo puede ser el único ingreso de la familia, sobre todo porque el deseo de no perder a una persona querida llega con demasiada frecuencia al extremo de someterla a la prolongación del sufrimiento.
Bienvenida sea una ley que tiene por objeto "asegurar a las personas al final de su vida unos cuidados respetuosos con su dignidad y su autonomía". Toda una declaración de principios democráticos que, al contrario que en España, no limita el campo de la autonomía hasta convertir en un brindis al sol la apelación a la libertad individual o a la dignidad.
No podemos terminar sin resaltar el hecho de que la ley quebequense viene a desmontar también el discurso interesado que opone cuidados paliativos a eutanasia. Esta ley eleva a la condición de derecho el acceso a los cuidados paliativos, unos cuidados paliativos respetuosos siempre con el deseo del paciente; incluso si éste es el de morir rápida y confortablemente ayudado por un médico.
Del mismo modo que en numerosas ocasiones hemos manifestado nuestra convicción de que el camino hacia la libre disponibilidad de la vida es, al menos en las sociedades occidentales desarrolladas, un proceso imparable de maduración ciudadana que exige de los políticos estar a la altura de esa misma madurez, contemplamos con optimismo los recientes cambios en el panorama político de nuestro país que pudieran propiciar un proceso de reflexión decididamente a favor de la eutanasia en la socialdemocracia española y europea. Oponerse a la voluntad expresada por la ciudadanía, termina por pasar factura.
Tras cuatro años de discusiones y debate público y parlamentario, la iniciativa legislativa de la diputada del Partido Quebequense, Veronique Hivon, completó su largo recorrido parlamentario el pasado día 5 de junio al ser aprobada por una muy holgada mayoría de 92 a 22 votos. Los diputados que votaron en contra de la ley, todos del Partido Liberal, suponen un exiguo 20% de la cámara. Es, además, muy significativo el hecho de que el primer ministro y líder del Partido Liberal, Philippe Couillard, médico neurocirujano, dejara libertad de voto en conciencia a su grupo (con mayoría absoluta en la Asamblea) y, junto con 48 de sus 70 diputados, él mismo lo hiciera a favor del proyecto.
La buena disposición del presidente del Gobierno quebequense había quedado clara cuando, tras asumir el poder, decidió retomar la andadura de la ley donde había quedado tras el cambio de legislatura. Que haya sido precisamente un médico quien, a pesar de tener en su mano el carpetazo a la ley, haya propiciado su aprobación es, a nuestro juicio, un buen tema de reflexión para quienes a uno y otro lado del Atlántico niegan que dar la muerte a un paciente que lo solicita lúcida y reiteradamente sea, no ya un acto moralmente admisible, sino tan siquiera un acto médico.
Ni que decir tiene que la jerarquía católica canadiense se ha mostrado opuesta en todo momento a la aprobación de la ley y no sólo desde un planteamiento moral, para el que está plenamente legitimada (en la medida en que no pretenda imponerlo al conjunto de la población), sino pretendiendo extender el magisterio a cuestiones que de ningún modo les corresponden, concretamente juzgando y pontificando sobre cuál sea el propósito de la medicina y cuál el ámbito del actuar médico. Que los prelados canadienses expresen su opinión de que "causar la muerte a una persona no es cuidar de ella" o que "contradice el propósito de la medicina" y que "ocasionar la muerte a un paciente no es un acto médico", tiene tanto sentido como que, desde la profesión médica, se opinase sobre qué es un sacramento y cuál la correcta forma de administrarlo.
Lo que tampoco en Canadá parecen entender los obispos es que ni tan siquiera entre quienes se dicen católicos se comparten sus opiniones. Es conocido que la reivindicación de la muerte a petición en las sociedades occidentales es transversal y bastante independiente de credos religiosos o ideologías políticas. El rechazo del sufrimiento y la creciente conciencia de la autonomía individual son dos notas características de las sociedades modernas; afortunadamente, cada vez más secularizadas.
Se da la circunstancia de que la religión mayoritaria en Canadá, cercana al 80%, es el catolicismo y que la mitad de los católicos de Canadá está en Quebec. Algo similar a lo que ocurre en Bélgica, cuya confesionalidad no fue inconveniente para haber logrado, como ahora en Quebec, un sólido consenso social a favor de la eutanasia. Es claro que son muchos los católicos que no se sienten meros administradores de sus vidas y que cada vez aceptan menos que se les pretenda administrar por una jerarquía que parece confiar muy poco en esa "otra vida" que predica, visto su empeño en mantener en "esta" a quienes voluntaria y muy comprensiblemente quieren (necesitan) abandonarla.
Pero, del mismo modo que es rechazable la ingerencia eclesial en asuntos que le son ajenos, tampoco tienen sentido las apelaciones al miedo para intentar frenar el movimiento ciudadano a favor de la libre disponibilidad. Según ICI Radio-Canadá, la actual ministra de relaciones internacionales, Christine St-Pierre, una de las votantes en contra, se ha mostrado preocupada por "las presiones a que puedan verse sometidas las personas enfermas por parte de miembros de su familia".
Es muy característico del discurso conservador contra la disponibilidad de la propia vida la apelación al miedo al abuso. Son los tradicionales apóstoles de la libertad, el amor o la compasión..."bien entendidos". Su argumento es tan frágil como imposible de evitar en el marco íntimo de la familia las presiones en uno u otro sentido. Más aún, es una experiencia bastante común que la mayoría de las presiones de las familias son en el sentido de mantenerse vivo a toda costa y ello, no sólo porque en la situación económica actual la pensión del abuelo puede ser el único ingreso de la familia, sobre todo porque el deseo de no perder a una persona querida llega con demasiada frecuencia al extremo de someterla a la prolongación del sufrimiento.
Bienvenida sea una ley que tiene por objeto "asegurar a las personas al final de su vida unos cuidados respetuosos con su dignidad y su autonomía". Toda una declaración de principios democráticos que, al contrario que en España, no limita el campo de la autonomía hasta convertir en un brindis al sol la apelación a la libertad individual o a la dignidad.
No podemos terminar sin resaltar el hecho de que la ley quebequense viene a desmontar también el discurso interesado que opone cuidados paliativos a eutanasia. Esta ley eleva a la condición de derecho el acceso a los cuidados paliativos, unos cuidados paliativos respetuosos siempre con el deseo del paciente; incluso si éste es el de morir rápida y confortablemente ayudado por un médico.
Del mismo modo que en numerosas ocasiones hemos manifestado nuestra convicción de que el camino hacia la libre disponibilidad de la vida es, al menos en las sociedades occidentales desarrolladas, un proceso imparable de maduración ciudadana que exige de los políticos estar a la altura de esa misma madurez, contemplamos con optimismo los recientes cambios en el panorama político de nuestro país que pudieran propiciar un proceso de reflexión decididamente a favor de la eutanasia en la socialdemocracia española y europea. Oponerse a la voluntad expresada por la ciudadanía, termina por pasar factura.