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Por un puñado de bitcoins

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Definir bitcoin no es sencillo: si hacemos caso de Wikipedia, bitcoin es una moneda electrónica (o criptodivisa) descentralizada, concebida en 2009 por una persona -o personas- bajo el seudónimo Satoshi Nakamoto, y cuya identidad real se desconoce. El nombre se aplica también al protocolo y a la red P2P que sustenta el sistema de uso de la moneda. Bitcoin no está respaldada por ningún Gobierno u organización, ni depende de la confianza en ningún emisor central.

Que bitcoin, como moneda, no esté respaldada por ningún Gobierno ni organismo financiero -y, por tanto, que no esté formalmente sujeta a ningún control ni supervisión políticas, ni en su emisión ni en su circulación- es frecuentemente visto como una garantía de su plena libertad de uso, y aún de cierto carácter alternativo en un sentido vagamente político: bitcoin -se insiste- es dinero democrático. Los defensores de bitcoin ponderan su carácter estrictamente personal (tus bitcoins son solo tuyos, nadie los vigila) y su aparente inmunidad a las operaciones especulativas guiadas por intereses financieros a los que bitcoin, como moneda libremente aceptada por sus usuarios, sería enteramente ajena. Sin embargo, el hecho es que esta misma formulación esconde inconvenientes: una moneda no controlada o no sujeta a ninguna norma es una moneda esencialmente volátil (bitcoin ha experimentado oscilaciones muy importantes en su valor) y por eso mismo potencialmente peligrosa para quien la maneje. Al mismo tiempo, una moneda cuya absoluta libertad de curso y uso quede extramuros de cualquier norma económica o política puede convertirse en el medio perfecto para la especulación -que también quedaría fuera de todo control, o que incluso podría ser alentada desde el terreno económico-político tradicional, como medida de emergencia para preservar determinados activos o distraerlos de escenarios de intervención, por ejemplo-, además de representar una especie de extraña encarnación cibernética del sueño ultraliberal de alejar todo control político de la actividad económica.

En cambio, otros inconvenientes asociados a bitcoin y recientemente destacados en muchos medios de comunicación pueden pecar de exagerados. El anonimato total en las transacciones puede ser igualmente peligroso, pero no necesariamente va a funcionar como un imán para atraer al mundo virtual los pagos correspondientes a negocios de tráfico de drogas o armas, ni a propiciar que aumenten: el 90% de esos negocios y otros igualmente criminales como la trata de mujeres se materializan muy cómodamente en divisas tradicionales, y no parece que ninguna autoridad monetaria o política haya puesto mucho interés en intervenir sobre estos aspectos, del mismo modo que los grandes traficantes no parecen muy inquietos por correr a refugiarse en las monedas virtuales. La persecución desatada en Estados Unidos contra el mercado oculto silk road y su sistema de intercambios para la venta de drogas (que aceptaba bitcoin como medio de pago principal) puede ser una anécdota preocupante en la medida en que evidencia cómo la tecnología sirve de amparo a actividades ilegales, pero la realidad es que ni la organización de esas actividades con el apoyo de la tecnología e internet es algo nuevo ni silk road necesita absolutamente de bitcoin para existir, por más que el anonimato en los pagos sea una notable ventaja.

En realidad, la cuestión más interesante es el discernimiento de bitcoin como moneda electrónica con futuro o como unidad de valor limitada a una red de intercambio. Las innovaciones tecnológicas se suceden a velocidad de vértigo, pero sería un error pretender que la realidad de las cosas (y muy particularmente la económica) lo haga al mismo ritmo: para que una divisa sea aceptada y adquiera la importancia que los entusiastas de bitcoin esperan, es imprescindible que todos los agentes económicos reconozcan su intercambiabilidad por un activo real cuyo valor sea identificable a lo largo del tiempo. Bitcoin no está, al menos por ahora, en condiciones de ofrecer esa fiabilidad, sin la que su uso será limitado, y estará restringido a determinados ámbitos electrónicos o virtuales a los que, tengamos presente, no todo el mundo tiene acceso. El tiempo dirá hasta dónde puede extenderse.

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