El miércoles 24 de junio de 1964 el nombre de Zaragoza se escuchó con mucha fuerza en toda Europa. Esa tarde el Real Zaragoza entrenado por Luis Belló se proclamó campeón de la Copa de Ferias al batir al Valencia en el Nou Camp. Unos días después, el domingo 5 de julio, en Chamartín, el Zaragoza volvió a tumbar a un grande de la liga española, el Atlético de Madrid, y logró por vez primera la Copa de España, llamada entonces del Generalísimo. Se cumplen 50 años de esos días asombrosos que empujaron la leyenda de Los Cinco Magníficos.
El apodo, muy afortunado, evocaba a Los Siete Magníficos, el western de John Sturges estrenado en Zaragoza tres años antes. Los Cinco Magníficos eran los miembros de la delantera prodigiosa: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Pero es más justo hablar, en general, de Los Magníficos, para incluir a Yarza, Cortizo, Irusquieta, Manolo González, Santamaría, Reija, Pais, Isasi, Pepín o José Luis Violeta. Los Magníficos fueron, al menos, 15. Entre 1963 y 1967 el Zaragoza disputó dos finales de la Copa de Ferias -de la que ganó una-, unas semifinales y unos cuartos de final de la Recopa de Europa y cuatro finales consecutivas de la Copa del Generalísimo, de la que ganó dos. Francisco Franco llegó a preguntar si su Copa la jugaba siempre el Zaragoza y otro más. El fútbol de ese equipo maravilló a Europa y marca un techo en la historia del Real Zaragoza.
He contado miles de veces que yo tendría cuatro años cuando, en el Barranquillo de Lechago, vi a mi padre Alberto y a mi tío Luisito volverse locos de alegría al escuchar en Radio Zaragoza un gol de Los Magníficos cantado por Paco Ortiz. Mi padre y mi tío me comían a besos. No me cabe duda de que ahí comenzó mi relación enferma con el Real Zaragoza. En el bar de mi tío Eduardo había un póster que yo miraba y remiraba con la boca abierta. Era la formación que había conseguido la Copa del Generalísimo ante el Athletic de Bilbao en 1966. No puedo recordar cómo jugaban Los Magníficos. Pero esos tipos trastornaron mi vida.
Yo no había salido de Lechago. Para mí Zaragoza era una foto en blanco y negro de Los Magníficos, el lugar mítico en el que vivían mis ídolos. A mediados de la década de los 60 Zaragoza tenía unos 350.000 habitantes y Lechago unos 200. Ya había comenzado la desbandada. Muchos de Lechago se marchaban a Zaragoza, Valencia, Barcelona, Madrid o, como en el caso de mi padre, a Francia, a trabajar en la vendimia o a recoger remolacha. Los pueblos de Aragón eran rudos y pobres y Zaragoza, aunque a mí me pareciera mítica, era una ciudad enlutada, triste, vulgar, provinciana e ignorada. En una entrevista de la época Luis Buñuel admitía que su Zaragoza le parecía horrible y feísima.
De algún modo, el Real Zaragoza de Los Magníficos representaba lo contrario de lo que eran Zaragoza y Aragón. A ese equipo le sobraba brillo, alegría, magia, belleza, finura, armonía, genialidad, poderío. Madrid, Valencia, Barcelona o Bilbao, las ciudades que nos rodeaban, eran más poderosas que Zaragoza pero el Real Zaragoza, muy a menudo, era más deslumbrante que el Barça, el Valencia, el Athletic de Bilbao, el Atlético o el Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento. El Zaragoza también vivió grandes noches en Europa. Especialmente, una, esa de noviembre de 1966 en la que venció en Inglaterra por 3 a 1 al Leeds United en las semifinales de la Copa de Ferias. Se cuenta que los jugadores del Zaragoza tuvieron que volver a saltar al campo para recibir la ovación del público inglés, entregado a su talento. El 8 de diciembre de 1964, tras un partido que el Zaragoza ganó al Dundee United con dos goles de Carlos Lapetra, el locutor Matías Prats dijo: "Tengo la impresión de haber presenciado un concierto de Stradivarius. Ninguna nota en desacuerdo, ninguna estridencia, todos acompasados, poseídos de la misma fiebre creadora", unas palabras que, con razón, permanecen enmarcadas en el Museo del Real Zaragoza. En esos años había dos cosas de Aragón que llamaban la atención en Europa: Luis Buñuel, una referencia para los cinéfilos y las élites intelectuales, y aquellos futbolistas que contaban con la admiración de millones de aficionados. Para esos europeos Zaragoza, como para mí, sólo era la ciudad de Los Magníficos. Ahora, en 2014, Zaragoza y Aragón están muy por encima del Real Zaragoza, un juguete feo y roto que ha triturado nuestra autoestima hasta niveles intolerables. Pero hace 50 años el Zaragoza estaba muy por encima de lo que realmente éramos. Nos hacía sentir bien que un grupo de futbolistas brindara una imagen tan mejorada y luminosa de nosotros mismos.
Algunas claves explicaron el fenómeno: la bendita coincidencia de una serie de figuras con facultades complementarias a las que el grupo extrajo lo mejor de sí mismas; una vocación de fútbol- espectáculo impulsada por el entrenador César Rodríguez y la intensa relación que se estableció entre unos jugadores que se admiraban mutuamente y cuya amistad se mantiene hasta hoy. Los Magníficos arrastraban un par de pegas que les impidió ganar la Liga y, también, prolongar un poco más su esplendor: un banquillo que no estaba a la altura de los impresionantes titulares y una cierta pereza cuando se enfrentaban fuera de la Romareda a rivales de segunda fila. Pero eran tan buenos y tan especiales que hasta esa tendencia a la desidia contribuyó a engordar su leyenda.
Hubo algunas sombras: ninguno de esos futbolistas salió del Zaragoza por la puerta grande que merecían. Pero, desde luego, el impacto de Los Magníficos en el zaragocismo fue extraordinario y su legado aún nos toca. Ese equipo creó una cultura futbolística que se pegó al ADN de una afición que, desde entonces, se convirtió en una de las más exigentes de España. La Romareda se malacostumbró de tal modo a disfrutar de un juego exquisito que no se conformaba con cualquier cosa. El de Zaragoza fue señalado como un público borde y duro, incluso con sus mayores estrellas. Reija o Santamaría coinciden en recordar la pañolada de la Romareda cuando venían de ser goleados en Granada, aunque por esos mismos días fueran el conjunto de moda. Villa tampoco ha olvidado cómo Irusquieta, en pleno partido, se echó a llorar, intimidado por los insultos de la grada. Como insinúa José Luis Melero, con Los Magníficos la gente se habituó al caviar y cuando le servían garbanzos se subía por las paredes.
50 veranos después de aquel del 64, Los Magníficos siguen muy vivos en nuestro imaginario. El periodista Rafael Rojas les ha dedicado un libro y Juan Mateo -responsable audiovisual del Zaragoza- una película documental, dos estupendos trabajos que nos devuelven a una época infame que nos llegó a saber a gloria gracias a ellos.
El apodo, muy afortunado, evocaba a Los Siete Magníficos, el western de John Sturges estrenado en Zaragoza tres años antes. Los Cinco Magníficos eran los miembros de la delantera prodigiosa: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Pero es más justo hablar, en general, de Los Magníficos, para incluir a Yarza, Cortizo, Irusquieta, Manolo González, Santamaría, Reija, Pais, Isasi, Pepín o José Luis Violeta. Los Magníficos fueron, al menos, 15. Entre 1963 y 1967 el Zaragoza disputó dos finales de la Copa de Ferias -de la que ganó una-, unas semifinales y unos cuartos de final de la Recopa de Europa y cuatro finales consecutivas de la Copa del Generalísimo, de la que ganó dos. Francisco Franco llegó a preguntar si su Copa la jugaba siempre el Zaragoza y otro más. El fútbol de ese equipo maravilló a Europa y marca un techo en la historia del Real Zaragoza.
He contado miles de veces que yo tendría cuatro años cuando, en el Barranquillo de Lechago, vi a mi padre Alberto y a mi tío Luisito volverse locos de alegría al escuchar en Radio Zaragoza un gol de Los Magníficos cantado por Paco Ortiz. Mi padre y mi tío me comían a besos. No me cabe duda de que ahí comenzó mi relación enferma con el Real Zaragoza. En el bar de mi tío Eduardo había un póster que yo miraba y remiraba con la boca abierta. Era la formación que había conseguido la Copa del Generalísimo ante el Athletic de Bilbao en 1966. No puedo recordar cómo jugaban Los Magníficos. Pero esos tipos trastornaron mi vida.
Yo no había salido de Lechago. Para mí Zaragoza era una foto en blanco y negro de Los Magníficos, el lugar mítico en el que vivían mis ídolos. A mediados de la década de los 60 Zaragoza tenía unos 350.000 habitantes y Lechago unos 200. Ya había comenzado la desbandada. Muchos de Lechago se marchaban a Zaragoza, Valencia, Barcelona, Madrid o, como en el caso de mi padre, a Francia, a trabajar en la vendimia o a recoger remolacha. Los pueblos de Aragón eran rudos y pobres y Zaragoza, aunque a mí me pareciera mítica, era una ciudad enlutada, triste, vulgar, provinciana e ignorada. En una entrevista de la época Luis Buñuel admitía que su Zaragoza le parecía horrible y feísima.
De algún modo, el Real Zaragoza de Los Magníficos representaba lo contrario de lo que eran Zaragoza y Aragón. A ese equipo le sobraba brillo, alegría, magia, belleza, finura, armonía, genialidad, poderío. Madrid, Valencia, Barcelona o Bilbao, las ciudades que nos rodeaban, eran más poderosas que Zaragoza pero el Real Zaragoza, muy a menudo, era más deslumbrante que el Barça, el Valencia, el Athletic de Bilbao, el Atlético o el Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento. El Zaragoza también vivió grandes noches en Europa. Especialmente, una, esa de noviembre de 1966 en la que venció en Inglaterra por 3 a 1 al Leeds United en las semifinales de la Copa de Ferias. Se cuenta que los jugadores del Zaragoza tuvieron que volver a saltar al campo para recibir la ovación del público inglés, entregado a su talento. El 8 de diciembre de 1964, tras un partido que el Zaragoza ganó al Dundee United con dos goles de Carlos Lapetra, el locutor Matías Prats dijo: "Tengo la impresión de haber presenciado un concierto de Stradivarius. Ninguna nota en desacuerdo, ninguna estridencia, todos acompasados, poseídos de la misma fiebre creadora", unas palabras que, con razón, permanecen enmarcadas en el Museo del Real Zaragoza. En esos años había dos cosas de Aragón que llamaban la atención en Europa: Luis Buñuel, una referencia para los cinéfilos y las élites intelectuales, y aquellos futbolistas que contaban con la admiración de millones de aficionados. Para esos europeos Zaragoza, como para mí, sólo era la ciudad de Los Magníficos. Ahora, en 2014, Zaragoza y Aragón están muy por encima del Real Zaragoza, un juguete feo y roto que ha triturado nuestra autoestima hasta niveles intolerables. Pero hace 50 años el Zaragoza estaba muy por encima de lo que realmente éramos. Nos hacía sentir bien que un grupo de futbolistas brindara una imagen tan mejorada y luminosa de nosotros mismos.
Algunas claves explicaron el fenómeno: la bendita coincidencia de una serie de figuras con facultades complementarias a las que el grupo extrajo lo mejor de sí mismas; una vocación de fútbol- espectáculo impulsada por el entrenador César Rodríguez y la intensa relación que se estableció entre unos jugadores que se admiraban mutuamente y cuya amistad se mantiene hasta hoy. Los Magníficos arrastraban un par de pegas que les impidió ganar la Liga y, también, prolongar un poco más su esplendor: un banquillo que no estaba a la altura de los impresionantes titulares y una cierta pereza cuando se enfrentaban fuera de la Romareda a rivales de segunda fila. Pero eran tan buenos y tan especiales que hasta esa tendencia a la desidia contribuyó a engordar su leyenda.
Hubo algunas sombras: ninguno de esos futbolistas salió del Zaragoza por la puerta grande que merecían. Pero, desde luego, el impacto de Los Magníficos en el zaragocismo fue extraordinario y su legado aún nos toca. Ese equipo creó una cultura futbolística que se pegó al ADN de una afición que, desde entonces, se convirtió en una de las más exigentes de España. La Romareda se malacostumbró de tal modo a disfrutar de un juego exquisito que no se conformaba con cualquier cosa. El de Zaragoza fue señalado como un público borde y duro, incluso con sus mayores estrellas. Reija o Santamaría coinciden en recordar la pañolada de la Romareda cuando venían de ser goleados en Granada, aunque por esos mismos días fueran el conjunto de moda. Villa tampoco ha olvidado cómo Irusquieta, en pleno partido, se echó a llorar, intimidado por los insultos de la grada. Como insinúa José Luis Melero, con Los Magníficos la gente se habituó al caviar y cuando le servían garbanzos se subía por las paredes.
50 veranos después de aquel del 64, Los Magníficos siguen muy vivos en nuestro imaginario. El periodista Rafael Rojas les ha dedicado un libro y Juan Mateo -responsable audiovisual del Zaragoza- una película documental, dos estupendos trabajos que nos devuelven a una época infame que nos llegó a saber a gloria gracias a ellos.