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Lo que Felipe VI podría aprender de Isabel II

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El caso de Juan Carlos I es irrepetible. Si quiere devolverle el prestigio a la corona española, Felipe VI debe tomar como ejemplo a una anciana británica que supo recuperar la fe del pueblo después de su famoso annus horribilis de 1992. No hay duda de que el momento en que al príncipe de Asturias le toca subir al trono es difícil, pero lo peor que podría hacer el nuevo rey es intentar encarnar un papel que no es el suyo y que no pinta nada en esta época. España ya es un país normal; su monarca tiene que ser discreto, neutral, e incluso anodino.

El rey saliente se enfrentó con valentía a un reto histórico, e hizo historia. Tuvo que reaccionar de acuerdo con lo excepcional de la situación, herencia única y envenenada de un monarca erigido por un dictador. Tenía que estar dentro del proceso de democratización; al principio, él era el proceso antes de ir cediendo su poder en las renovadas instituciones del Estado. El voto de los españoles a favor de la Constitución en 1978 fue un éxito de don Juan Carlos. Pero, como él mismo ha acabado de reconocer, la monarquía ya no cuenta con ese apoyo y hace falta que "una nueva generación" tome el mando. Hoy las exigencias son muy diferentes.

En el debate en el Congreso sobre la ley de abdicación se escuchaban cantos de sirena pidiendo al nuevo rey que se comprometiera a resolver los conflictos políticos existentes en España, en concreto la brecha entre los nacionalistas catalanes y el Gobierno. Debería resistir a esa tentación. Felipe VI tiene que centrarse en marcar diferencias con su padre y el primer tema que habría de abordar es la transparencia. Como las demás instituciones que se financien con dinero público, la Casa del Rey debería someterse al control público, y facilitar su inclusión en la ley de transparencia. El nuevo rey debe establecer mecanismos bajo los cuales los ciudadanos puedan conocer en todo momento sus ires y venires, sus ocupaciones y con quién se ha reunido. No puede haber más Botsuanas. Ni Urdangarines.

En el Reino no tan Unido de Isabel II de los años noventa, los escándalos de la realeza eran de carácter sexual y familiar: que si Lady Di era víctima de un príncipe Carlos cruel y altivo, que si salía en portada la otra nuera, Sarah Ferguson, medio desnuda retozando con su asesor de finanzas... Era un circo mediático en toda regla. Los británicos, aún en su mayoría a favor de la monarquía, llamaban a números de teléfono especiales ofrecidos por los tabloides para escuchar la última cinta robada de una telenovela que daba al traste con 40 años de prudencia por parte de la Reina Isabel II (no se puede decir lo mismo del bocazas de su consorte, el príncipe Felipe). Dos décadas después, Isabel II ha demostrado que se puede rescatar el prestigio de una familia real sin salirse del guion clásico. Al referirse a esa serie de escándalos, y al incendio que devoró gran parte de su hogar, el castillo de Windsor, comentó, con gran flema, que "1992 ya no será un año que yo recordaré con una alegría sin tacha".

En ese mismo discurso del annus horribilis, la reina admitió que "la crítica es buena para las personas y las instituciones que forman parte de la vida pública", en referencia a la polémica sobre su gran fortuna personal, libre de impuestos hasta que ella decidiera dar el paso para reconectar con sus súbditos. Y lo ha conseguido sin someterse a entrevistas con revistas ni llamativos cambios de ropa. Las celebraciones con ocasión de sus 60 años en el trono, en 2012, recibieron un apoyo mediático tan unánime que más de un republicano como yo se sorprendió al ver, por ejemplo, a un periódico como The Guardian, estandarte de la prensa de izquierdas del Reino Unido, hincar la rodilla con portadas dedicadas a una reina que permanece inmutable en un mundo cambiante.

España no es tan monárquica como Inglaterra, se entiende, pero impresiona cómo esa bisabuela con cara de vinagre, que se niega a abdicar en un hijo considerado por muchos como demasiado político como para reinar, ha convencido a una mayoría abrumadora de que no merece la pena considerar siquiera otro sistema político. Y ello sin aparentemente hacer política.

Entonces ¿a qué se debe dedicar el nuevo rey español? Es una cuestión de Ps para el Príncipe más Preparado. Sí que debería consagrarse a la vida Pública pero no a la Política con P mayúscula. Su Poder debe ser del tipo blando. Los Premios Príncipe de Asturias han sido su gran escaparate hasta ahora, y sirven, hasta cierto punto, para promover la marca España, a la manera de Iker y Xavi, premiados en 2012 por su ejemplar deportividad. Cuando se vea forzado a hablar de política, debería limitarse a pedir que haya consenso y acuerdos entre los políticos como colectivo, y no a emitir mensajes en clave. El discurso navideño real tendrá que ser un simple relato de las buenas obras realizadas bajo el patrocinio de la Casa del Rey. Es una tarea aburrida pero necesaria. La monarquía española tiene que aprender a ser una más.

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