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Hacemos cosas con palabras, según Austin

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John L. Austin (1911-1960), un lingüista de vitola y alegrías infalibles, en su afán de afinar los caminos de la filosofía se dio un subidón en Oxford con las obras éticas de Aristóteles, Leibniz (que soñó con un "alfabeto del pensamiento humano" que encerraba la verdadera filosofía) y John Stuart Mill. De aquel repertorio de conocimiento Austin aprendió la importancia del lenguaje ordinario como punto de partida para la resolución de problemas filosóficos; y después de empaparse con ellos, cuajó uno de los ensayos más notables del siglo XX. Austin era un filósofo de ralentí, de relación personal con colegas y alumnos y de clases compartidas, como se deben hacer las cosas en la universidad: reventando de amigos. Y, en 1946, publicó Other Minds, y se lanzó después a dar conferencias en el ciclo William James Lectures y enamoró a todos los británicos que venían de alzar la ceja y colocarse el monóculo mientras sorbían el té con el dedo meñique enhiesto. Hasta la BBC difundió su charla Performative Utterances en 1956 y la lingüística saltó a las ondas populares, como si nada.

Austin, ese hombre necesario, parte del lenguaje ordinario o natural: cree que las palabras a menudo son herramientas de las que nos valemos para realizar múltiples tareas, artesanías del vivir cotidiano de la lengua, que es vida y pensamiento, y a las que no tenemos por qué renunciar: "Debemos saber qué es lo que queremos decir y que es lo que no queremos decir, y es menester que estemos precavidos contra las trampas que el lenguaje nos tiende". Para él, aquello de "perdona, que no quise decir la barbaridad que he dicho" es en gran parte una excusa barata que encubre voluntades. Sin embargo, el lenguaje ordinario, aunque sí es la primera palabra, no es la última, porque puede ser complementado, mejorado y superado.

Para Austin, las sutilezas y refinamientos que se alcancen en los planteamientos teóricos en esas cátedras de ahínco con olor a madera de boj jamás deberían apartarse del lenguaje natural: precisamente Austin le dio una patada al balón del deporte favorito de algunos catedráticos, los amantes de lo abstruso y la performance de impertinencias de salón... y hacer un enredo de mucho virtuosismo del que no se entere ningún alumno. Al profundizar en un metalenguaje, en un lenguaje más técnico (clama Austin) jamás se debe perder de vista la lengua más sencilla, porque es el lenguaje imprescindible. No olvidemos, afirma, que detrás de las palabras se encuentran las realidades sobre las que hablamos y hacemos uso de las palabras. Austin solía decir que, para clarificar un determinado problema, bastaba solo con tener a mano un buen diccionario que había que leer cuidadosamente y con inteligencia para inventariar todas las palabras típicamente relacionadas con la cuestión y extraer después los significados con un criterio amplio. En última instancia, Austin propone operar cuidadosamente con las palabras y sus significados y formar grupos o familias de expresiones cuya ordenación permita clarificar la realidad.

Austin nunca quiso trazar una línea que separase la lingüística de la filosofía, pues confiaba en que en el futuro se desarrollase una ciencia lingüística autónoma. Al contrario, arropó a una, más joven, con las conquistas milenarias de la otra, y formuló las líneas de una teoría general de los actos lingüísticos para que fuese desarrollada posteriormente; y su actitud fue distinta a la de Wittgenstein, nombre de mucho trueno que en realidad no influyó en las ideas de Austin y que nos cerró a todos la boca con aquella sentencia de su Tractatus: "De lo que no se puede hablar, hay que callar". Para el primero, es necesario conocer el funcionamiento del lenguaje ordinario porque los problemas filosóficos nacen de confusiones e incomprensiones en su uso. Para Wittgenstein, el estudio del lenguaje es un medio, no un fin en sí mismo. Sin embargo, para Austin, el estudio del lenguaje ordinario puede constituir un fin en sí mismo y los resultados pueden arrojar luz sobre los problemas filosóficos, pero como una consecuencia no deliberada. Austin nos hizo perder la inocencia de Wittgenstein y lo vimos desnudo en su ego al galope, su petulancia de querer trascender lo inefable, su empeño de aherrojar en teoremas el vigor libre del lenguaje. La lengua es flexible y Austin lo sabía... porque la vida se le parece.

Si decimos a nuestro amor "prometo amarte siempre" hacemos algo más que decir algo; al pronunciar el aserto, llevamos a cabo una acción más allá de la acción de pronunciarlo y estamos enunciando una expresión realizativa o ilocutiva. Lo que queda claro es que, cuando alguien dice algo, debemos distinguir el acto de decirlo o acto locutivo (emitir los fonemas), el acto que llevamos a cabo al decir algo o acto ilocutivo (prometer, advertir, afirmar, felicitar, bautizar, saludar, insultar, definir, amenazar, etc.) y el acto que llevamos a cabo porque decimos algo (intimidar, asombrar, convencer, ofender, intrigar, apenar, etc.), que es el acto perlocutivo, de incontrolables consecuencias e imposible de medir en el tiempo. Nuestras palabras son botellas que van a parar a orillas insospechadas de la vida.

La obra escrita que dejó John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, más otros escritos, fue muy breve y hecha de gloriosos remiendos, pero triunfante: su influencia fue grande. En este mapa del lenguaje se nos cuenta cómo las expresiones realizativas, según Austin, son aquellas que describen algún estado de cosas o un hecho y que monopolizan la "virtud" de ser verdaderas o falsas: enunciados declarativos o descriptivos, aserciones, aseveraciones, proposiciones, etc. Introdujo Austin una problemática original con su estudio de las expresiones realizativas (performative utterances) y formuló una teoría general de los actos lingüísticos. Estos hallazgos forman parte de How to Do Things with Words, una de las obras de empaque del pensamiento del siglo XX porque en ella se bosqueja la teoría general de los actos de habla. Y, tan cojos como estamos hoy de una lingüística feliz, la teoría de los actos de habla de Austin, que ha mechado de colores un análisis del discurso muerto del aburrimiento, se nos antoja como un tesoro peatonal y oportuno que cotiza al alza.

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