En el verano de 1975 yo era comunista, militar y científico. Todo de pacotilla, pero lo era.
Era comunista porque llevaba cinco años militando clandestinamente en el PCE, pero consciente de que si viviera en la Unión Soviética estaría recluido en Siberia. Era oficial de artillería, bien que simplemente alférez de milicias, pero con mando en plaza, porque era uno de los tres oficiales de la segunda compañía del CIR 14 de Palma de Mallorca, justo la unidad en que muy poco antes había servido Salvador Puig Antich, el último ajusticiado por garrote vil y además por razones políticas. Por último, hacía poco que había terminado la carrera de Física. Queda claro pues lo de la pacotilla.
La historia del fin de la dictadura de Franco y el reinado de Juan Carlos I la escribirán insignes intelectuales, pero quizá merezca la pena compartir la visión desde la pequeña atalaya en que las anteriores circunstancias me colocaron el verano del 75.
Lo único que se divisaba con claridad desde ese altozano era el inmenso desconcierto en que estábamos sumidos los españoles. No miedo, desconcierto. Consúltense las hemerotecas de ese verano y se verá que en las secciones de Orden Público casi cada día se daba noticia de multados, detenidos y condenados por motivos políticos. Había miedo, sin duda, pero lo contrarrestaba mucha valentía. Y los comunistas, nos guste ahora o no, eran quienes más la derrochaban. Pero los comunistas no teníamos ni idea no solo de lo que iba a pasar, sino de lo que queríamos.
El opúsculo de Santiago Carrillo Después de Franco ¿qué? y el Manifiesto Programa del PCE -los tengo aquí al lado- los leíamos con delectación, es decir, subrayando pasajes en casi todas las páginas, pero en ambos libritos se hablaba de democracia político y social muchísimo más que de República. Porque, obviamente, éramos republicanos, pero ¿después de Franco, la III República? Ni yo, ni mis camaradas ni el mismísimo Santiago Carrillo creíamos posible tal cosa. Los que ahora se dicen republicanos de toda la vida en aquellos tiempos simplemente no existían. Entonces, ¿qué? Desconcierto.
En el verano del 75 hacía poco más de un año que los militares portugueses habían hecho una revolución. El ejército español era un armatoste que no valía para nada más que sostener al régimen. Los mandos eran franquistas y los oficiales jóvenes casi todos patéticamente fascistas. Pero ahí estaba la UMD (Unión Militar Democrática) que nadie sabía cuántos capitanes la formaban ni hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Desconcierto total. Hasta tal punto llegaba ese desconcierto militar que tuve que afrontar una entrevista con un siniestro comandante del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) que terminó en una simple admonición, ni siquiera amenaza. Poco antes, una entrevista así me habría llevado a África para servir de soldado raso en un tercio de Regulares o en las Chafarinas, unas islas que a los jóvenes de ahora ni les sonará y a los de mi época solo mentarlas nos daba repelucos.
Me había licenciado en Física y quería dedicarme a la ciencia. Pero, ¡ay! en España lo de la investigación científica era cosa de héroes más ilusos y bragados aún que los que luchaban por la democracia.
Planeando, más bien soñando, con otros oficiales de pacotilla una rebelión militar contra el régimen, nos enteramos de que a finales de agosto de aquel verano del 75, don Juan de Borbón, el que tendría que haber sido rey en lugar del siniestro Franco, se dirigía a Mallorca en el yate Giralda desde Portugal para entrevistarse con su hijo que veraneaba en Palma. Por un camarada recluta de Badalona (el CIR 14 se nutría de jóvenes de Cataluña y de Andalucía Oriental que convivían sin problema alguno), con el que charlaba de vez en cuando, sabía que Santiago Carrillo había entrado de nuevo clandestinamente en España para entrevistarse con el conde de Motrico, posiblemente el monárquico más inteligente del régimen. ¿Tenían algo que ver aquellas entrevistas de don Juan con el príncipe nombrado por Franco como sucesor y la del conde con Carrillo? Ni idea, pero en ese nivel de oscurantismo y desconcierto se estaba preparando la Transición.
Entré de oficial de guardia la mañana en que se reunía el Consejo de Ministros que tenía que dar el visto bueno a las últimas condenas de muerte. Salí de guardia cuando los cinco condenados habían sido ejecutados. Aquella noche no dormí visitando los distintos puestos de centinela que nos habían reforzado con las COE (Cuerpo de Operaciones Especiales o guerrilleros, como se les llamaba a aquellos supuestos soldados de élite). Llegué a vomitar bajo las estrellas del cielo mallorquín, seguramente no por el sobrecogimiento que me causaban los fusilamientos inminentes sino por los cubatas que había ingerido para soportarlos. A dos de ellos los fusilarían en el parapeto de las Grajas de Hoyos de Manzanares, donde unos meses antes yo había hecho prácticas de tiro.
Franco murió a los dos meses y se desencadenó el cambio de régimen. Antes, y sobre todo después de la fantochada de Tejero, se abrió en España un proceso que nos tuvo encandilados. Muchos ministros ilustrados hicieron faenas insignes. La ciencia, por primera vez en la historia de España, tuvo un papel relevante. La derecha se fue civilizando hasta tal extremo que absorbió y domesticó a la ultraderecha que poco a poco fue medrando en el resto de Europa. Sólo la asquerosa ETA (excusen el aspaviento, pero lo mantengo) ensombreció un devenir que a todos los españoles nos congratulaba, por más que a unos les fuera de maravillas y a otros de pena, porque las desigualdades se agrandaron aunque aumentara el bienestar global.
Y así, los historiadores e intelectuales de variada laya analizarán pronto el reinado de Juan Carlos I tildándolo de periodo apacible y jaranero de la historia de España, aunque su final no será igual de bien recordado, sobre todo por la degradación de la política. El rey no escapa de la debacle por sus problemas físicos, familiares y de inoportunidad, pero tiene un nuevo destello de lucidez: abdicar. Las nuevas fuerzas emergentes surgidas por el hartazgo popular de las exhaustas tradicionales aún no ofrecen hitos ideológicos que considerar y después evaluar. Reivindican, con razón y luces, la República, pero el nuevo desconcierto les embarga cuando piensan que una república con esta clase política devendría pronto en sainete.
Pocas pistas tenemos sobre el nuevo Borbón, pero quizá haya una que se deba tener seriamente en cuenta. Los premios Príncipe de Asturias han alcanzado un prestigio mundial extraordinario. Los valores que defienden y las características de los premiados, con muy pocas excepciones, engarzan con muchas aspiraciones que consideramos republicanas. Quizá no sea mal punto de partida aceptarlos como referencia para el futuro reinado. El siguiente paso habrá de ser la elaboración de una nueva Constitución que enderece al país sacándolo del descarrilamiento hacia un posible estado fallido al que parecen haberlo abocado los políticos actuales. Para ello necesitaremos una docena de personas de inteligencia brillante y culo de hierro, expresión soez que ilustraba hace décadas la férrea voluntad de no abandonar una reunión hasta que se llegara al consenso más absoluto.
Si Felipe VI se ve afianzado en el trono por el resultado de un referéndum constitucional, seguramente los españoles podremos dejar atrás el desconcierto retomando la ilusión por la democracia social y política de los años setenta. Una democracia sustentada en la decencia y la inteligencia.
En 1975 nos jugábamos mucho, muchísimo, e insospechadamente salieron bien las cosas por donde menos se esperaba: aglutinadas por un rey. Hoy deberíamos tener la lucidez suficiente para encarrilar entre todos el nuevo reinado hacia los valores de la Ilustración señoreados por la justicia social, la ciencia, la cultura y la cordialidad popular. No hay razón objetiva alguna para que no podamos hacerlo, entre otras cosas porque este verano partimos de una situación mucho mejor que la del duro verano del 75.
Este artículo se publicó originalmente en el 'Diario de Sevilla' y otros medios del Grupo Joly.
Era comunista porque llevaba cinco años militando clandestinamente en el PCE, pero consciente de que si viviera en la Unión Soviética estaría recluido en Siberia. Era oficial de artillería, bien que simplemente alférez de milicias, pero con mando en plaza, porque era uno de los tres oficiales de la segunda compañía del CIR 14 de Palma de Mallorca, justo la unidad en que muy poco antes había servido Salvador Puig Antich, el último ajusticiado por garrote vil y además por razones políticas. Por último, hacía poco que había terminado la carrera de Física. Queda claro pues lo de la pacotilla.
La historia del fin de la dictadura de Franco y el reinado de Juan Carlos I la escribirán insignes intelectuales, pero quizá merezca la pena compartir la visión desde la pequeña atalaya en que las anteriores circunstancias me colocaron el verano del 75.
Lo único que se divisaba con claridad desde ese altozano era el inmenso desconcierto en que estábamos sumidos los españoles. No miedo, desconcierto. Consúltense las hemerotecas de ese verano y se verá que en las secciones de Orden Público casi cada día se daba noticia de multados, detenidos y condenados por motivos políticos. Había miedo, sin duda, pero lo contrarrestaba mucha valentía. Y los comunistas, nos guste ahora o no, eran quienes más la derrochaban. Pero los comunistas no teníamos ni idea no solo de lo que iba a pasar, sino de lo que queríamos.
El opúsculo de Santiago Carrillo Después de Franco ¿qué? y el Manifiesto Programa del PCE -los tengo aquí al lado- los leíamos con delectación, es decir, subrayando pasajes en casi todas las páginas, pero en ambos libritos se hablaba de democracia político y social muchísimo más que de República. Porque, obviamente, éramos republicanos, pero ¿después de Franco, la III República? Ni yo, ni mis camaradas ni el mismísimo Santiago Carrillo creíamos posible tal cosa. Los que ahora se dicen republicanos de toda la vida en aquellos tiempos simplemente no existían. Entonces, ¿qué? Desconcierto.
En el verano del 75 hacía poco más de un año que los militares portugueses habían hecho una revolución. El ejército español era un armatoste que no valía para nada más que sostener al régimen. Los mandos eran franquistas y los oficiales jóvenes casi todos patéticamente fascistas. Pero ahí estaba la UMD (Unión Militar Democrática) que nadie sabía cuántos capitanes la formaban ni hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Desconcierto total. Hasta tal punto llegaba ese desconcierto militar que tuve que afrontar una entrevista con un siniestro comandante del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) que terminó en una simple admonición, ni siquiera amenaza. Poco antes, una entrevista así me habría llevado a África para servir de soldado raso en un tercio de Regulares o en las Chafarinas, unas islas que a los jóvenes de ahora ni les sonará y a los de mi época solo mentarlas nos daba repelucos.
Me había licenciado en Física y quería dedicarme a la ciencia. Pero, ¡ay! en España lo de la investigación científica era cosa de héroes más ilusos y bragados aún que los que luchaban por la democracia.
Planeando, más bien soñando, con otros oficiales de pacotilla una rebelión militar contra el régimen, nos enteramos de que a finales de agosto de aquel verano del 75, don Juan de Borbón, el que tendría que haber sido rey en lugar del siniestro Franco, se dirigía a Mallorca en el yate Giralda desde Portugal para entrevistarse con su hijo que veraneaba en Palma. Por un camarada recluta de Badalona (el CIR 14 se nutría de jóvenes de Cataluña y de Andalucía Oriental que convivían sin problema alguno), con el que charlaba de vez en cuando, sabía que Santiago Carrillo había entrado de nuevo clandestinamente en España para entrevistarse con el conde de Motrico, posiblemente el monárquico más inteligente del régimen. ¿Tenían algo que ver aquellas entrevistas de don Juan con el príncipe nombrado por Franco como sucesor y la del conde con Carrillo? Ni idea, pero en ese nivel de oscurantismo y desconcierto se estaba preparando la Transición.
Entré de oficial de guardia la mañana en que se reunía el Consejo de Ministros que tenía que dar el visto bueno a las últimas condenas de muerte. Salí de guardia cuando los cinco condenados habían sido ejecutados. Aquella noche no dormí visitando los distintos puestos de centinela que nos habían reforzado con las COE (Cuerpo de Operaciones Especiales o guerrilleros, como se les llamaba a aquellos supuestos soldados de élite). Llegué a vomitar bajo las estrellas del cielo mallorquín, seguramente no por el sobrecogimiento que me causaban los fusilamientos inminentes sino por los cubatas que había ingerido para soportarlos. A dos de ellos los fusilarían en el parapeto de las Grajas de Hoyos de Manzanares, donde unos meses antes yo había hecho prácticas de tiro.
Franco murió a los dos meses y se desencadenó el cambio de régimen. Antes, y sobre todo después de la fantochada de Tejero, se abrió en España un proceso que nos tuvo encandilados. Muchos ministros ilustrados hicieron faenas insignes. La ciencia, por primera vez en la historia de España, tuvo un papel relevante. La derecha se fue civilizando hasta tal extremo que absorbió y domesticó a la ultraderecha que poco a poco fue medrando en el resto de Europa. Sólo la asquerosa ETA (excusen el aspaviento, pero lo mantengo) ensombreció un devenir que a todos los españoles nos congratulaba, por más que a unos les fuera de maravillas y a otros de pena, porque las desigualdades se agrandaron aunque aumentara el bienestar global.
Y así, los historiadores e intelectuales de variada laya analizarán pronto el reinado de Juan Carlos I tildándolo de periodo apacible y jaranero de la historia de España, aunque su final no será igual de bien recordado, sobre todo por la degradación de la política. El rey no escapa de la debacle por sus problemas físicos, familiares y de inoportunidad, pero tiene un nuevo destello de lucidez: abdicar. Las nuevas fuerzas emergentes surgidas por el hartazgo popular de las exhaustas tradicionales aún no ofrecen hitos ideológicos que considerar y después evaluar. Reivindican, con razón y luces, la República, pero el nuevo desconcierto les embarga cuando piensan que una república con esta clase política devendría pronto en sainete.
Pocas pistas tenemos sobre el nuevo Borbón, pero quizá haya una que se deba tener seriamente en cuenta. Los premios Príncipe de Asturias han alcanzado un prestigio mundial extraordinario. Los valores que defienden y las características de los premiados, con muy pocas excepciones, engarzan con muchas aspiraciones que consideramos republicanas. Quizá no sea mal punto de partida aceptarlos como referencia para el futuro reinado. El siguiente paso habrá de ser la elaboración de una nueva Constitución que enderece al país sacándolo del descarrilamiento hacia un posible estado fallido al que parecen haberlo abocado los políticos actuales. Para ello necesitaremos una docena de personas de inteligencia brillante y culo de hierro, expresión soez que ilustraba hace décadas la férrea voluntad de no abandonar una reunión hasta que se llegara al consenso más absoluto.
Si Felipe VI se ve afianzado en el trono por el resultado de un referéndum constitucional, seguramente los españoles podremos dejar atrás el desconcierto retomando la ilusión por la democracia social y política de los años setenta. Una democracia sustentada en la decencia y la inteligencia.
En 1975 nos jugábamos mucho, muchísimo, e insospechadamente salieron bien las cosas por donde menos se esperaba: aglutinadas por un rey. Hoy deberíamos tener la lucidez suficiente para encarrilar entre todos el nuevo reinado hacia los valores de la Ilustración señoreados por la justicia social, la ciencia, la cultura y la cordialidad popular. No hay razón objetiva alguna para que no podamos hacerlo, entre otras cosas porque este verano partimos de una situación mucho mejor que la del duro verano del 75.
Este artículo se publicó originalmente en el 'Diario de Sevilla' y otros medios del Grupo Joly.