Pocas veces la FIFA había sancionado de oficio con tanta dureza como lo ha hecho con Luis Suárez. Nueve partidos con su selección y cuatro meses sin fútbol. Por no poder, no podrá ni pisar un estadio de fútbol, y ya ha sido desposeído de las acreditaciones para permanecer en las instalaciones oficiales de Brasil. Largo.
El caso es que el delantero del Liverpool mordió al bueno de Chiellini, otra perla, en medio del decisivo Italia-Uruguay. Y, gajes del siglo XXI, la cámara lo cazó. Y se armó. Bien gorda.
Tanto, que incluso personalidades de la política del país sudamericano, como Mónica Xavier o Sergio Abreu, tuitearon su estupefacción por el castigo. Incluso mi admirado experto en fútbol internacional, Francesc Aguilar, generalmente moderado, también ha calificado la decisión como desproporcionada.
La verdad es que no entiendo tanto alboroto por la sanción, cuando el único culpable es el propio jugador, agravado por su afición al canibalismo (tercera ocasión que muerde al personal), y por no haber mostrado ni una pizca de arrepentimiento. De jugada casual lo calificó Suárez, como si en el deporte tuvieran cabida actitudes de esta calaña. Una cosa es un mal gesto, fruto de la tensión, y otra tolerar algo que escapa al raciocinio.
El problema radica en que el fútbol ha traspasado la línea que separa la subjetividad honrada, influenciada más o menos por unos colores según el relatador, y la justificación compulsiva. No. Todo no vale.
Que el fútbol se convirtió en business hace tiempo, lo aceptamos todos, pero que se olviden los valores del deporte y lo que éstos conllevan es algo más grave. Y no hablo de salvar la moral de sombrero y guante blanco, sino de reflexionar en qué estamos convirtiendo el juego si no aceptamos sanciones de este tipo.
No, el futbol no es un deporte de contacto, por mucho individuo de pies de latón que lo haya repetido para esconder sus aptitudes antagónicas al éxito. Al menos es lo que hemos repetido todos cuando los tobillos de Iniesta, Xavi, Messi o Cristiano eran objeto de caza de algunos podencos sin compasión; y todos hemos alardeado del juego puro de La Roja o del mejor Barcelona. #Valors, decían en Can Barça antes inmolarse con el caso Neymar. Si hemos triunfado lejos de las trincheras, mantengamos alejados todos aquellos elementos contaminantes.
Y sí, es evidente que estamos de acuerdo con el polémico Joey Barton y todos preferimos un mordisco a una pierna partida en dos, como también es justo cuestionar por qué la FIFA actúa en este caso y se queda muda en tantos otros, pero no por eso Suárez debe eximirse de pasar un tiempo al rincón de pensar. El peor comportamiento en el mejor escaparate debía acabar así. Separados.
Lo lamentable de todo es que aceptemos comportamientos irracionales como algo natural o los excusemos en nombre de la pasión. ¿Se acuerdan del Dedo Que Nos Señala El Camino? En el momento que la Federación sancionó a Mou con dos partidos, evidenció que aquí todo vale, y que sí, que el fútbol abandonó la vida real para convertirse en un show donde los límites son relativos. Relativos a quien los juzga.
¿Por qué los organismos internacionales no velan por la imagen de sus iconos globales? ¿Por qué no exigimos responsabilidades a los rostros más idolatrados de nuestra sociedad? No vale limpiar de vez en cuando el nombre de la FIFA con campañas como #FairPlay, #Respect o #SayNoToRacism, y después ser incoherente con el comportamiento en el campo.
Suárez actuó mal, y por ello debe pagar. Basta de aquello de "lo que pasa en la cancha se queda en la cancha". Me pregunto qué habría pasado en la NBA si un jugador hubiera mordido por tercera vez a un compañero de profesión delante de millones de espectadores. Nadie habría dudado en sancionarlo, como allí tampoco titubearon un instante para echar a Donald Sterling, uno de los hombres más ricos del mundo, propietario de una franquicia entera y sancionado de por vida por racismo.
Por cierto, ¿saben quién fue castigado con 11 partidos sin jugar por comentarios racistas? Correcto, Luis Suárez.
El caso es que el delantero del Liverpool mordió al bueno de Chiellini, otra perla, en medio del decisivo Italia-Uruguay. Y, gajes del siglo XXI, la cámara lo cazó. Y se armó. Bien gorda.
Tanto, que incluso personalidades de la política del país sudamericano, como Mónica Xavier o Sergio Abreu, tuitearon su estupefacción por el castigo. Incluso mi admirado experto en fútbol internacional, Francesc Aguilar, generalmente moderado, también ha calificado la decisión como desproporcionada.
La verdad es que no entiendo tanto alboroto por la sanción, cuando el único culpable es el propio jugador, agravado por su afición al canibalismo (tercera ocasión que muerde al personal), y por no haber mostrado ni una pizca de arrepentimiento. De jugada casual lo calificó Suárez, como si en el deporte tuvieran cabida actitudes de esta calaña. Una cosa es un mal gesto, fruto de la tensión, y otra tolerar algo que escapa al raciocinio.
El problema radica en que el fútbol ha traspasado la línea que separa la subjetividad honrada, influenciada más o menos por unos colores según el relatador, y la justificación compulsiva. No. Todo no vale.
Que el fútbol se convirtió en business hace tiempo, lo aceptamos todos, pero que se olviden los valores del deporte y lo que éstos conllevan es algo más grave. Y no hablo de salvar la moral de sombrero y guante blanco, sino de reflexionar en qué estamos convirtiendo el juego si no aceptamos sanciones de este tipo.
No, el futbol no es un deporte de contacto, por mucho individuo de pies de latón que lo haya repetido para esconder sus aptitudes antagónicas al éxito. Al menos es lo que hemos repetido todos cuando los tobillos de Iniesta, Xavi, Messi o Cristiano eran objeto de caza de algunos podencos sin compasión; y todos hemos alardeado del juego puro de La Roja o del mejor Barcelona. #Valors, decían en Can Barça antes inmolarse con el caso Neymar. Si hemos triunfado lejos de las trincheras, mantengamos alejados todos aquellos elementos contaminantes.
Y sí, es evidente que estamos de acuerdo con el polémico Joey Barton y todos preferimos un mordisco a una pierna partida en dos, como también es justo cuestionar por qué la FIFA actúa en este caso y se queda muda en tantos otros, pero no por eso Suárez debe eximirse de pasar un tiempo al rincón de pensar. El peor comportamiento en el mejor escaparate debía acabar así. Separados.
Lo lamentable de todo es que aceptemos comportamientos irracionales como algo natural o los excusemos en nombre de la pasión. ¿Se acuerdan del Dedo Que Nos Señala El Camino? En el momento que la Federación sancionó a Mou con dos partidos, evidenció que aquí todo vale, y que sí, que el fútbol abandonó la vida real para convertirse en un show donde los límites son relativos. Relativos a quien los juzga.
¿Por qué los organismos internacionales no velan por la imagen de sus iconos globales? ¿Por qué no exigimos responsabilidades a los rostros más idolatrados de nuestra sociedad? No vale limpiar de vez en cuando el nombre de la FIFA con campañas como #FairPlay, #Respect o #SayNoToRacism, y después ser incoherente con el comportamiento en el campo.
Suárez actuó mal, y por ello debe pagar. Basta de aquello de "lo que pasa en la cancha se queda en la cancha". Me pregunto qué habría pasado en la NBA si un jugador hubiera mordido por tercera vez a un compañero de profesión delante de millones de espectadores. Nadie habría dudado en sancionarlo, como allí tampoco titubearon un instante para echar a Donald Sterling, uno de los hombres más ricos del mundo, propietario de una franquicia entera y sancionado de por vida por racismo.
Por cierto, ¿saben quién fue castigado con 11 partidos sin jugar por comentarios racistas? Correcto, Luis Suárez.