Se enteró por las redes sociales. El presidente Yanukóvich acababa de huir y algunos conocidos, incluidos miembros del grupo ultraderechista Pravy Sektor, se habían citado para derribar a Lenin en Dnipropetróvsk. Kostya salió de su oficina de marketing online deseoso de emprender una gesta largamente acariciada, el Leninopad (de la palabra ucraniana Listopad: "Noviembre", "caída de las hojas").
Comenzaron echándole un lazo al cuello cual potro salvaje. Dos centenares de jóvenes tiraron una y otra vez de las cuerdas de alpinismo. Varios de ellos, transportados por la fuerza elástica, volaron unos metros y aterrizaron sobre el asfalto helado. Hubo muñecas y falanges rotas. Lenin medía seis metros y pesaba 30 toneladas de bronce.
La multitud desveló más cuerdas, ganchos, cadenas. Kostya tomó el asunto en sus manos. Echó un lazo nuevo en torno al cuello y trepó el alto y resbaladizo pedestal. Quienes le conocían sabían de su experiencia en skylining. Cada semana, Kostya, cuya mandíbula rocosa, frente prognante y hombros de muralla le hacen parecer un guerrero antiguo, caminaba de edificio en edificio sobre una cuerda floja. Disfrutaba cruzando el vacío y coronando acantilados planos en Crimea.
Era su momento. Decenas de personas le gritaban consejos para tirar la estatua, pero él los ignoraba, concentrado en su tarea como carpintero en su taller. Pese a que estaban a cinco grados de temperatura, el calor del esfuerzo le hizo desprenderse del abrigo. Una máscara médica y un gorro de invierno cubrían su identidad.
De la masa brotó una motosierra circular capaz de cortar metal. Kostya, que pasó varios veranos trabajando en construcción, hizo rugir el disco dentado. Él y un compañero se concentraron en las piernas, que cortaron y cortaron por turnos. Rebanaban la estatua desde delante, donde había más espacio en el pedestal. Dos horas después, cinco personas tiraron de cadenas y cuerdas; Lenin cayó hacia atrás y a la derecha, en diagonal. Su cadáver, hueco, sólo era un conjunto de piezas ensambladas con hierros. Hasta su cráneo anguloso yacía quebrado en el suelo.
Desde entonces, Kostya siente dos cosas cada vez que pasa frente al podio vacío: uno, que Dnipropetróvsk ya es ucraniano porque no exhibe la estatua del "invasor ruso", y dos: que él mismo, con 24 años, hizo su breve aportación a la historia nacional. Han pasado cuatro meses. El pedestal es ahora un muñón cubierto de lona floreada. La valla que lo rodea exhibe la foto de una niña rematada de rosas, y las palabras, en ruso, "Yo amo a Ucrania".
Kostya dejó su trabajo para unirse al ejército ucraniano en el este, pero el desastre moral y material de sus filas le hizo recapacitar. Hoy forma parte del Batallón Dnipro, una de las diversas milicias armadas que actúan a sueldo de Ihor Kolomoysky, el millonario ucraniano-israelí que gobierna Dnipropetróvsk desde finales de febrero por mandato de Kiev. Sentado sobre 6.000 millones de dólares, Kolomoysky ha patriotizado la región.
Centenares de banderas nacionales decoran edificios, calles, cabellos y pechos de ciudadanos. Los puestecitos del parque Shevchenko venden a granel motivos ucranianos, desde imanes hasta la camisa blanca local de cuellos bordados. Hay murales, memoriales y estatuas conmemorando a los muertos del Maidán. Un gran hotel abandonado, en primera línea del anchísimo río Dniéper, ostenta el blasón nacional, un inmenso tridente amarillo.
De vez en cuando, Kostya viaja a la frontera regional con Donétsk, donde, junto a otros compañeros armados, registra los coches que van y vienen de los territorios separatistas. A los viajeros más díscolos se les obliga a salir y tumbarse bocabajo. ¿Y los prorrusos de Dnipropetróvsk? Pregunto a menudo, sabiendo que allí las opiniones andaban bastante igualadas. La respuesta es siempre la misma: "Se han esfumado".
Comenzaron echándole un lazo al cuello cual potro salvaje. Dos centenares de jóvenes tiraron una y otra vez de las cuerdas de alpinismo. Varios de ellos, transportados por la fuerza elástica, volaron unos metros y aterrizaron sobre el asfalto helado. Hubo muñecas y falanges rotas. Lenin medía seis metros y pesaba 30 toneladas de bronce.
La multitud desveló más cuerdas, ganchos, cadenas. Kostya tomó el asunto en sus manos. Echó un lazo nuevo en torno al cuello y trepó el alto y resbaladizo pedestal. Quienes le conocían sabían de su experiencia en skylining. Cada semana, Kostya, cuya mandíbula rocosa, frente prognante y hombros de muralla le hacen parecer un guerrero antiguo, caminaba de edificio en edificio sobre una cuerda floja. Disfrutaba cruzando el vacío y coronando acantilados planos en Crimea.
Era su momento. Decenas de personas le gritaban consejos para tirar la estatua, pero él los ignoraba, concentrado en su tarea como carpintero en su taller. Pese a que estaban a cinco grados de temperatura, el calor del esfuerzo le hizo desprenderse del abrigo. Una máscara médica y un gorro de invierno cubrían su identidad.
De la masa brotó una motosierra circular capaz de cortar metal. Kostya, que pasó varios veranos trabajando en construcción, hizo rugir el disco dentado. Él y un compañero se concentraron en las piernas, que cortaron y cortaron por turnos. Rebanaban la estatua desde delante, donde había más espacio en el pedestal. Dos horas después, cinco personas tiraron de cadenas y cuerdas; Lenin cayó hacia atrás y a la derecha, en diagonal. Su cadáver, hueco, sólo era un conjunto de piezas ensambladas con hierros. Hasta su cráneo anguloso yacía quebrado en el suelo.
Desde entonces, Kostya siente dos cosas cada vez que pasa frente al podio vacío: uno, que Dnipropetróvsk ya es ucraniano porque no exhibe la estatua del "invasor ruso", y dos: que él mismo, con 24 años, hizo su breve aportación a la historia nacional. Han pasado cuatro meses. El pedestal es ahora un muñón cubierto de lona floreada. La valla que lo rodea exhibe la foto de una niña rematada de rosas, y las palabras, en ruso, "Yo amo a Ucrania".
Kostya dejó su trabajo para unirse al ejército ucraniano en el este, pero el desastre moral y material de sus filas le hizo recapacitar. Hoy forma parte del Batallón Dnipro, una de las diversas milicias armadas que actúan a sueldo de Ihor Kolomoysky, el millonario ucraniano-israelí que gobierna Dnipropetróvsk desde finales de febrero por mandato de Kiev. Sentado sobre 6.000 millones de dólares, Kolomoysky ha patriotizado la región.
Centenares de banderas nacionales decoran edificios, calles, cabellos y pechos de ciudadanos. Los puestecitos del parque Shevchenko venden a granel motivos ucranianos, desde imanes hasta la camisa blanca local de cuellos bordados. Hay murales, memoriales y estatuas conmemorando a los muertos del Maidán. Un gran hotel abandonado, en primera línea del anchísimo río Dniéper, ostenta el blasón nacional, un inmenso tridente amarillo.
De vez en cuando, Kostya viaja a la frontera regional con Donétsk, donde, junto a otros compañeros armados, registra los coches que van y vienen de los territorios separatistas. A los viajeros más díscolos se les obliga a salir y tumbarse bocabajo. ¿Y los prorrusos de Dnipropetróvsk? Pregunto a menudo, sabiendo que allí las opiniones andaban bastante igualadas. La respuesta es siempre la misma: "Se han esfumado".