La imagen de un hombre mayor que enseña sus canas con la cabeza agachada y espera paciente para ser atendido en un hospital público se convirtió en viral en solo unas horas. No había nada especial en ese hombre somnoliento salvo que era José Mújica, el presidente de Uruguay. La fotografía resultó ser falsa, o más bien desubicada (Mújica estaba aburrido aunque en realidad asistía a un acto oficial). La anécdota explica bien el impacto que produce en los ciudadanos cuando un gobernante desafía las reglas del blindaje que acompaña al poder y renuncia a sus privilegios.
El New York Times contaba hace poco que Barack Obama tiene estresados al servicio de seguridad que le acompaña porque le ha dado por hacer trayectos a pie por Washington de manera improvisada. "El oso anda suelto", gusta decir de sí mismo, como recordando los animales salvajes que escapan de un circo ambulante y siembran perplejidad en todo el personal, salvo en los sus domadores que les persiguen. Obama entró hace poco en un Starbucks y una mujer le espetó: "¡El oso anda suelto!", a lo que respondió cortante algo así como: "Sólo Michele me llama así". Salir del universo de la Casa Blanca produce una extraña horizontalidad entre un presidente y cualquier ciudadano.
El alcalde de Londres, Boris Johnson, se hizo famoso en su campaña electoral porque se desplazaba siempre en bici. Después de ganar siguió pedaleando y hace unos meses su bici se rompió al tropezar con un mal bache, exactamente lo que le puede ocurrir a la gente normal que utiliza la bici. La consistencia en esta era de la instantaneidad, en la que cuenta más compartir algo que haberlo vivido, es algo sobresaliente.
Creo que en este punto habría que recordar las míticas leyendas urbanas que hablaban de un born to be wild rey Juan Carlos que aparecía en una noche oscura, aturdido por el sonido de su pesada moto, pero dispuesto a auxiliar a un español de la tierra que se había quedado sin gasolina. El impacto que produce la idea de un rey motorizado, nocturno, libre y solidario es magnífico, aunque hayamos superado la era de los reyes que lo son por designio divino y nos adentremos en la de los monarcas modernos, universitarios, guapos, feos o divorciados.
Ha habido otros ensayos sonados de líderes que han renegado de quedar aislados de los ciudadanos, pero con reducido éxito. Le pasó al presidente Hollande cuando fue fotografiado, furtivo, otra vez en una moto, de camino a un piso donde le esperaba su amante. Esperanza Aguirre iba conduciendo sola su coche particular por la Gran Vía de Madrid, como los ciudadanos normales, hasta que de pronto terminó por encargar a sus escoltas que mediaran con la policía municipal que le perseguía.
Más allá de los detalles de estas anécdotas, el eje élite-ciudadanos ha llegado a nuestras democracias para quedarse. La crecida populista de las elecciones europeas y el descalabro o caída de los partidos tradicionales responde en gran medida al enfado ciudadano sobre el universo paralelo de la política. Hay una ecuación particularmente perversa: los sacrificios de la era de la austeridad no han penetrado en el universo paralelo de la política. De pronto hemos recordado que la representación solo tiene futuro si quien la ejerce vive, sufre, envejece y se divierte como su representado. Conviene vivir y soñar con los pies en la tierra si te dedicas a la política.
En España el eje élites-ciudadanos ha explotado por los aires el mapa del sistema político. Podemos existe porque se dedica a este asunto; casta, probando, 1,2,3, funciona como la pólvora, aunque no podrá vivir de ello siempre: una cosa es señalar un problema y otra acertar en las medidas para solucionarlo.
La parálisis reformista asfixia a los partidos tradicionales: ¿qué hacemos con el Senado si no cumple sus funciones de cámara territorial? ¿Y las diputaciones provinciales? ¿Y las incompatibilidades? ¿Y las limitaciones de mandatos? ¿Y las puertas giratorias? ¿Cuántos coches oficiales es razonable mantener en cada institución? La urgencia por las reformas, por pulir algunos costes de la política -como dice Renzi- para hacerla más eficiente, estaba justificada por la crisis moral del sistema; ahora es urgente también para la supervivencia de los partidos de Gobierno.
El New York Times contaba hace poco que Barack Obama tiene estresados al servicio de seguridad que le acompaña porque le ha dado por hacer trayectos a pie por Washington de manera improvisada. "El oso anda suelto", gusta decir de sí mismo, como recordando los animales salvajes que escapan de un circo ambulante y siembran perplejidad en todo el personal, salvo en los sus domadores que les persiguen. Obama entró hace poco en un Starbucks y una mujer le espetó: "¡El oso anda suelto!", a lo que respondió cortante algo así como: "Sólo Michele me llama así". Salir del universo de la Casa Blanca produce una extraña horizontalidad entre un presidente y cualquier ciudadano.
Obama making an unscheduled stop at Starbucks for hot drinks with Denis McDonough pic.twitter.com/VHOUC68QYo
— Edward-Isaac Dovere (@IsaacDovere) junio 9, 2014
El alcalde de Londres, Boris Johnson, se hizo famoso en su campaña electoral porque se desplazaba siempre en bici. Después de ganar siguió pedaleando y hace unos meses su bici se rompió al tropezar con un mal bache, exactamente lo que le puede ocurrir a la gente normal que utiliza la bici. La consistencia en esta era de la instantaneidad, en la que cuenta más compartir algo que haberlo vivido, es algo sobresaliente.
Creo que en este punto habría que recordar las míticas leyendas urbanas que hablaban de un born to be wild rey Juan Carlos que aparecía en una noche oscura, aturdido por el sonido de su pesada moto, pero dispuesto a auxiliar a un español de la tierra que se había quedado sin gasolina. El impacto que produce la idea de un rey motorizado, nocturno, libre y solidario es magnífico, aunque hayamos superado la era de los reyes que lo son por designio divino y nos adentremos en la de los monarcas modernos, universitarios, guapos, feos o divorciados.
Ha habido otros ensayos sonados de líderes que han renegado de quedar aislados de los ciudadanos, pero con reducido éxito. Le pasó al presidente Hollande cuando fue fotografiado, furtivo, otra vez en una moto, de camino a un piso donde le esperaba su amante. Esperanza Aguirre iba conduciendo sola su coche particular por la Gran Vía de Madrid, como los ciudadanos normales, hasta que de pronto terminó por encargar a sus escoltas que mediaran con la policía municipal que le perseguía.
Más allá de los detalles de estas anécdotas, el eje élite-ciudadanos ha llegado a nuestras democracias para quedarse. La crecida populista de las elecciones europeas y el descalabro o caída de los partidos tradicionales responde en gran medida al enfado ciudadano sobre el universo paralelo de la política. Hay una ecuación particularmente perversa: los sacrificios de la era de la austeridad no han penetrado en el universo paralelo de la política. De pronto hemos recordado que la representación solo tiene futuro si quien la ejerce vive, sufre, envejece y se divierte como su representado. Conviene vivir y soñar con los pies en la tierra si te dedicas a la política.
En España el eje élites-ciudadanos ha explotado por los aires el mapa del sistema político. Podemos existe porque se dedica a este asunto; casta, probando, 1,2,3, funciona como la pólvora, aunque no podrá vivir de ello siempre: una cosa es señalar un problema y otra acertar en las medidas para solucionarlo.
La parálisis reformista asfixia a los partidos tradicionales: ¿qué hacemos con el Senado si no cumple sus funciones de cámara territorial? ¿Y las diputaciones provinciales? ¿Y las incompatibilidades? ¿Y las limitaciones de mandatos? ¿Y las puertas giratorias? ¿Cuántos coches oficiales es razonable mantener en cada institución? La urgencia por las reformas, por pulir algunos costes de la política -como dice Renzi- para hacerla más eficiente, estaba justificada por la crisis moral del sistema; ahora es urgente también para la supervivencia de los partidos de Gobierno.