En 1930 Ramón Perdiguer tenía tres años. Vivía en Zaragoza al lado del antiguo convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa. Un día unas vecinas le llevaron a ver El Arca de Noé de Michael Curtiz. En plena proyección Ramón preguntó si con esa lluvia podrían volver a casa. Ese es su primer recuerdo y esa fue una de las tardes más importantes de su vida.
Ramón fue un niño cinéfilo, que anotaba las películas que veía y se enamoraba de las actrices. Su debilidad por Greta Garbo le convirtió en uno de sus grandes eruditos. En 1957 se presentó a un concurso de la Cadena Ser, presentado por José Luis Pécker, en el que los participantes tenían que responder preguntas sobre una materia de su elección. La Garbo fue el tema de Ramón, que entonces tenía 30 años. Llegó a la final, que se celebró en la Plaza de Toros de las Ventas de Madrid. La plaza se llenó para ver cómo Ramón competía con Miguel Lizón, especialista en el torero Joselito. Acertó cuestiones como el dinero que Greta Garbo pagó al fisco en 1938 o el coste del alquiler de una de sus casas. Ramón quedó subcampeón, recibió un Seat 1.400 y se hizo íntimo de su rival. Así era Ramón. Así sigue siendo Ramón.
En 1996, alrededor del centenario del cine, Ramón tenía casi 69 años. Una edad estupenda para impulsar una iniciativa estupenda: crear una tertulia con un puñado de amigos que compartieran su amor por el cine y sus ganas de hablar de él. Decidieron verse el último sábado de cada mes, en el mismo lugar del barrio del Gancho en el que Ramón acumulaba, en un orden impecable, miles de libros, películas, folletos, carteles, fotos, recortes y revistas. Los fundadores de la tertulia fueron 13 -entre ellos, Alberto Sánchez Millán, el imperecedero tío Alberto- pero ahora son más de 40. Las reuniones mantienen algunos ritos: Ramón toma la palabra en primer lugar y, entre otras cosas, traza una semblanza de las figuras del cine que acaban de morir o de las que se cumple el centenario. A continuación, uno por uno, los miembros de la tertulia intervienen para, por ejemplo, desatar el debate sobre las últimas películas que han visto. Jaime Esaín, uno de los más veteranos, es el encargado de agitar una campanilla para avisar al que habla de que debe ceder la palabra al siguiente. Ese es uno de los encantadores detalles de una tertulia que se ha consolidado como una institución de la cinefilia aragonesa y que hereda una de nuestras más agradables tradiciones. Además de cineastas y rodajes, Aragón ha sido tierra de cinéfilos, cineclubs y tertulias que parecen no tener fin.
La Tertulia Perdiguer ha llegado a sus 18 años y, para celebrarlo, el otro día se organizó una sesión especial en Casa Pascualillo, el restaurante del Tubo que, a su vez, festeja su 75º aniversario con actos culturales. Los testigos del encuentro lo pasamos en grande. A los cinéfilos nos ocurre lo que a los paranoicos, que nos reconocemos al primer golpe de vista. Y los que fuimos al Pascualillo, en medio de Ramón y sus amigos, enseguida nos sentimos como en casa. Con muchos de la tertulia - Fernando Gracia, Juan Carlos Ajenjo, José Laporta, Mónica Gorenberg, Manolo Moreno, Oswaldo Somolinos, Roberto Sánchez, Mercedes Díaz de Gereñu Catalán, Rafael Alarcón, su hijo Luis Antonio o el propio Ramón- coincido desde siempre en cualquier lugar que huela a cine y a otros -Manuela Bosque, Mari Carmen González, Julio Cristellys, Agustín Raluy, Fernando Solsona, Luis Gil, Iván Villarmea- les puse cara ese día. Hay gente de todas las generaciones -tres rozan los 90 años, uno, Jorge Oro, tiene 18, Oswaldo acude con su hijo- y de ámbitos muy diversos, relacionados con la docencia, la Universidad, el psicoanálisis, la justicia, la informática, la literatura, la economía, la empresa o el periodismo: Enrique Abenia, compañero de HERALDO y escritor cinematográfico, es una de las últimas incorporaciones. La mezcla aviva los debates y las polémicas, que se enriquecen con gustos, criterios y puntos de vista a veces antagónicos. Luis Betrán recordó su divertida irrupción en la tertulia: confundió el apellido de Ramón -lo llamó Ramón Mercader, como el asesino de Trotsky- y proclamó su animadversión hacia La ventana indiscreta y su convicción de que Alfred Hitchcock está sobrevalorado. Hay consumados expertos en bandas sonoras, cine musical, cine y literatura, cine hindú, cine japonés, cine mudo o cine alternativo español. Los últimos sábados de mes, en el templo cinéfilo de Ramón, se concentra mucha pasión y mucha sabiduría.
Emiliano Puértolas y Fernando Gracia, forofos -y socios- del Real Zaragoza, son dos de los pocos a los que les gusta el fútbol. Supongo que harán apartes para lamentar el delirio esperpéntico que protagoniza nuestro equipo porque, en realidad, el fútbol es uno de los tres temas que las normas de la tertulia impiden tocar. Los otros dos asuntos tabú son la política y la religión. Es un modo de proteger la armonía del grupo y asegurar su supervivencia: en una ocasión en la que, a partir de una película, se habló de política, la bronca fue de tal envergadura que uno se marchó en el fragor de la discusión y tardó más de un año en volver. Pero esas reuniones de los sábados también pueden presumir de haber provocado alguna relación sentimental. En la Tertulia Perdiguer sí que se puede hablar de amor.
Yasujiro Ozu es uno de los grandes directores japoneses de todos los tiempos. Murió en 1963 el día que cumplía los 60 años. Algunas de sus 53 películas -Cuentos de Tokio, Buenos días- son contempladas con reclinatorio por los más exquisitos. Pero ninguna persona normal sabe quién es. Sin embargo, en el cementerio de Tokio en el que está enterrado se puede descubrir una huella de la tertulia Perdiguer. Eso es lo que hizo Emiliano Puértolas cuando viajó a Japón: visitar la tumba de Ozu y dejar testimonio de que en Zaragoza hay un grupo de locos que adoran a ese hombre.
Los cinéfilos formamos una raza aparte. Somos obsesivos, maniáticos, filifóbicos, excéntricos, freaks, fetichistas, mitómanos y polemistas hasta con nosotros mismos. Pero el cine es una de las drogas menos tóxicas y más ennoblecedoras a las que uno se puede enganchar. Tengo la impresión, no sé si ingenua, de que entre los miles de cinéfilos que he conocido, la maldad y la felonía han sido una absoluta rareza.
Cada Navidad, en el buzón de mi casa, encuentro una de esas cartas que ya nadie envía. Mi dirección y el remite están escritos en el sobre con una Olivetti y mi nombre en letras rojas. Dentro, hay una postal de felicitación de la Tertulia Perdiguer, con un texto a boli del secretario José Laporta y Ramón Perdiguer, el rey de este arca perfecta para olvidar todas las tormentas.
Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo' de Aragón.
Ramón fue un niño cinéfilo, que anotaba las películas que veía y se enamoraba de las actrices. Su debilidad por Greta Garbo le convirtió en uno de sus grandes eruditos. En 1957 se presentó a un concurso de la Cadena Ser, presentado por José Luis Pécker, en el que los participantes tenían que responder preguntas sobre una materia de su elección. La Garbo fue el tema de Ramón, que entonces tenía 30 años. Llegó a la final, que se celebró en la Plaza de Toros de las Ventas de Madrid. La plaza se llenó para ver cómo Ramón competía con Miguel Lizón, especialista en el torero Joselito. Acertó cuestiones como el dinero que Greta Garbo pagó al fisco en 1938 o el coste del alquiler de una de sus casas. Ramón quedó subcampeón, recibió un Seat 1.400 y se hizo íntimo de su rival. Así era Ramón. Así sigue siendo Ramón.
En 1996, alrededor del centenario del cine, Ramón tenía casi 69 años. Una edad estupenda para impulsar una iniciativa estupenda: crear una tertulia con un puñado de amigos que compartieran su amor por el cine y sus ganas de hablar de él. Decidieron verse el último sábado de cada mes, en el mismo lugar del barrio del Gancho en el que Ramón acumulaba, en un orden impecable, miles de libros, películas, folletos, carteles, fotos, recortes y revistas. Los fundadores de la tertulia fueron 13 -entre ellos, Alberto Sánchez Millán, el imperecedero tío Alberto- pero ahora son más de 40. Las reuniones mantienen algunos ritos: Ramón toma la palabra en primer lugar y, entre otras cosas, traza una semblanza de las figuras del cine que acaban de morir o de las que se cumple el centenario. A continuación, uno por uno, los miembros de la tertulia intervienen para, por ejemplo, desatar el debate sobre las últimas películas que han visto. Jaime Esaín, uno de los más veteranos, es el encargado de agitar una campanilla para avisar al que habla de que debe ceder la palabra al siguiente. Ese es uno de los encantadores detalles de una tertulia que se ha consolidado como una institución de la cinefilia aragonesa y que hereda una de nuestras más agradables tradiciones. Además de cineastas y rodajes, Aragón ha sido tierra de cinéfilos, cineclubs y tertulias que parecen no tener fin.
La Tertulia Perdiguer ha llegado a sus 18 años y, para celebrarlo, el otro día se organizó una sesión especial en Casa Pascualillo, el restaurante del Tubo que, a su vez, festeja su 75º aniversario con actos culturales. Los testigos del encuentro lo pasamos en grande. A los cinéfilos nos ocurre lo que a los paranoicos, que nos reconocemos al primer golpe de vista. Y los que fuimos al Pascualillo, en medio de Ramón y sus amigos, enseguida nos sentimos como en casa. Con muchos de la tertulia - Fernando Gracia, Juan Carlos Ajenjo, José Laporta, Mónica Gorenberg, Manolo Moreno, Oswaldo Somolinos, Roberto Sánchez, Mercedes Díaz de Gereñu Catalán, Rafael Alarcón, su hijo Luis Antonio o el propio Ramón- coincido desde siempre en cualquier lugar que huela a cine y a otros -Manuela Bosque, Mari Carmen González, Julio Cristellys, Agustín Raluy, Fernando Solsona, Luis Gil, Iván Villarmea- les puse cara ese día. Hay gente de todas las generaciones -tres rozan los 90 años, uno, Jorge Oro, tiene 18, Oswaldo acude con su hijo- y de ámbitos muy diversos, relacionados con la docencia, la Universidad, el psicoanálisis, la justicia, la informática, la literatura, la economía, la empresa o el periodismo: Enrique Abenia, compañero de HERALDO y escritor cinematográfico, es una de las últimas incorporaciones. La mezcla aviva los debates y las polémicas, que se enriquecen con gustos, criterios y puntos de vista a veces antagónicos. Luis Betrán recordó su divertida irrupción en la tertulia: confundió el apellido de Ramón -lo llamó Ramón Mercader, como el asesino de Trotsky- y proclamó su animadversión hacia La ventana indiscreta y su convicción de que Alfred Hitchcock está sobrevalorado. Hay consumados expertos en bandas sonoras, cine musical, cine y literatura, cine hindú, cine japonés, cine mudo o cine alternativo español. Los últimos sábados de mes, en el templo cinéfilo de Ramón, se concentra mucha pasión y mucha sabiduría.
Emiliano Puértolas y Fernando Gracia, forofos -y socios- del Real Zaragoza, son dos de los pocos a los que les gusta el fútbol. Supongo que harán apartes para lamentar el delirio esperpéntico que protagoniza nuestro equipo porque, en realidad, el fútbol es uno de los tres temas que las normas de la tertulia impiden tocar. Los otros dos asuntos tabú son la política y la religión. Es un modo de proteger la armonía del grupo y asegurar su supervivencia: en una ocasión en la que, a partir de una película, se habló de política, la bronca fue de tal envergadura que uno se marchó en el fragor de la discusión y tardó más de un año en volver. Pero esas reuniones de los sábados también pueden presumir de haber provocado alguna relación sentimental. En la Tertulia Perdiguer sí que se puede hablar de amor.
Yasujiro Ozu es uno de los grandes directores japoneses de todos los tiempos. Murió en 1963 el día que cumplía los 60 años. Algunas de sus 53 películas -Cuentos de Tokio, Buenos días- son contempladas con reclinatorio por los más exquisitos. Pero ninguna persona normal sabe quién es. Sin embargo, en el cementerio de Tokio en el que está enterrado se puede descubrir una huella de la tertulia Perdiguer. Eso es lo que hizo Emiliano Puértolas cuando viajó a Japón: visitar la tumba de Ozu y dejar testimonio de que en Zaragoza hay un grupo de locos que adoran a ese hombre.
Los cinéfilos formamos una raza aparte. Somos obsesivos, maniáticos, filifóbicos, excéntricos, freaks, fetichistas, mitómanos y polemistas hasta con nosotros mismos. Pero el cine es una de las drogas menos tóxicas y más ennoblecedoras a las que uno se puede enganchar. Tengo la impresión, no sé si ingenua, de que entre los miles de cinéfilos que he conocido, la maldad y la felonía han sido una absoluta rareza.
Cada Navidad, en el buzón de mi casa, encuentro una de esas cartas que ya nadie envía. Mi dirección y el remite están escritos en el sobre con una Olivetti y mi nombre en letras rojas. Dentro, hay una postal de felicitación de la Tertulia Perdiguer, con un texto a boli del secretario José Laporta y Ramón Perdiguer, el rey de este arca perfecta para olvidar todas las tormentas.
Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo' de Aragón.