Recuerdo perfectamente el primer día de universidad, los nervios, las ganas de hacer amigos nuevos, los lápices recién afilados y la baraja de cartas en el bolso para jugar al mus. Recuerdo cómo llegué al campus y me encontré con todas aquellas caras nuevas. Trataba de imaginarme la personalidad que había detrás de cada uno, de quién me haría amiga y con quién no me llevaría bien, qué profesores me lo pondrían fácil y cuáles me mandarían a la recuperación, a qué bedel suplicaría que abriese la clase un viernes porque me he dejado la chaqueta dentro y cuál sería el camarero que me pusiese el café los lunes por la mañana. Todo era emocionante, todo estaba por llegar y estos iban a ser los mejores años de mi vida.
Crucé el umbral de la universidad con mariposas en el estómago y pájaros en la cabeza, convencida de que un día, saldría por esa misma puerta convertida en una periodista de éxito, subida a unos tacones de doce centímetros y tecleando en la BlackBerry la confirmación a alguna reunión muy importante. En la universidad iban a enseñarme todo lo que hacía falta saber para ser periodista, se terminaron las clases de geografía, se acabó el hacer derivadas en mates y memorizar la filosofía de Ortega y Gasset. Por fin, en la universidad, iban a enseñarme a trabajar.
Ayer se terminó todo, antes de que pudiese darme cuenta, la decana colocaba una beca sobre mis hombros y me daba la enhorabuena por haberme graduado ¿Ya? ¿Tan pronto? ¿He acabado? ¿Pis pas?
Y de repente te das cuenta de que no has aprendido todo lo que necesitabas saber. No eres la profesional capaz de moverse a sus anchas por el mundo y no sabes andar con tacones. De la supuesta BlackBerry ni rastro, sigues tecleando en el mismo LG, solo que ahora la pantalla tiene algún rayajo más. Eres la misma persona que empezó la carrera. Sí, con unos cuantos amigos más, con algún aprobado a tus espaldas y con adicción a la cafeína. Vale, has aprendido cómo encontrar libros en la biblioteca y puede que tengas carnet de conducir en vez de abono transportes, pero de la profesional ocupada que te habías imaginado, ni rastro.
Después del acto de graduación, cuando ya hemos hecho las fotos pertinentes y ya hemos aplaudido el discurso en el que nos animan a comernos el mundo, llega la pregunta que todos teníamos en la cabeza "¿Y tú? ¿En qué andas metido? ¿Dónde vas a trabajar?" La clase se divide entonces en dos grupos; los que se quedaron en Madrid, trabajando ocho horas al día por un sueldo que apenas cubre el abono transportes y los que cruzamos la frontera en busca del El Dorado y terminamos trabajando ocho horas al día por un sueldo que apenas cubre los billetes de avión.
Lo más sorprendente, es que todos contamos nuestras peripecias con una sonrisa en los labios, encantados de poder hacer prácticas, felices de que nos dejen usar las cámaras en un plató de televisión, de salir en directo en el estudio de radio y presumiendo de llegar a casa a las once de la noche por hacer horas extra. Parece que a todos se nos han olvidado esos proyectos brillantes que teníamos, cuando creíamos que un sueldo mileurista era conformarse y dábamos por hecho que tendríamos una nómina que domiciliar en un banco para que nos regalasen el clásico juego de sartenes. Ninguno imaginábamos que nos íbamos a sentir afortunados si nos pagaban el transporte o nos daban vales restaurante.
En la cena de graduación, después de ponernos al día; cuando llega el momento de las copas y el DJ pone la música de la fiesta, cuando a los chicos ya no les dura la gomina y a las chicas se nos ha borrado el pintalabios; miras a tu alrededor y te das cuenta de que, esos que se hacen fotos con la beca y que brindan por ser graduados, son los mismos compañeros con los que empezaste en primero. Cinco años y trescientos créditos después, son exactamente las mismas personas que entraron en clase intimidados por los logos de la universidad, con un cuaderno y un bolígrafo, preparados para apuntar cualquier cosa que dijese el profesor.
No somos tontos, a veces nos damos cuenta de la realidad, pero cuando sale el tema y nos da el bajón, los mayores nos consuelan diciendo que ya nos enseñarán las empresas, que a trabajar se aprende trabajando, que poco a poco iremos poniendo en práctica la teoría que nos han explicado en las aula, nos dicen que, después de unas prácticas y de hacer algún máster, firmaremos artículos y perseguiremos noticias. Y nosotros, agarrados a la esperanza como Rose se agarraba a la tabla en la película de Titanic, enviamos el currículum a todas las empresas y nos apuntamos a un máster. Nos convencemos de que en unos años seremos periodistas de éxito, teclearemos en un Iphone y cubriremos eventos importantes. Nos imaginamos en la televisión, en la radio o dedicados en cuerpo y alma al periodismo escrito, sólo tenemos que entrar en el mundo laboral para convertirnos en lo que queremos ser. Ya, pero... ¿No fue eso mismo lo que nos prometieron antes de empezar la universidad?