Había ocurrido otras veces. De tanto en tanto aparecían allí, a dos metros de la puerta que da al patio, de manera que no podía evitar encontrármelos, frente a frente, cuando salía a regar las macetas, o a tender la ropa. Y cada vez me embargaba una sensación de tristeza. Me quedaba inmóvil, sin pensar en nada específico, suspendido en un mirar sin mirar, atravesando la concreción de la realidad como si ésta fuera transparente.
Me conmovía su fragilidad, su indefensión ante lo definitorio de la vida, que es la muerte. ¿Por qué? No acertaba a comprender la razón de que aquellos pequeños pájaros aparecieran muertos precisamente en el patio de mi casa. ¿Mueren por el calor y caen a plomo?, me preguntaba. No. No podía ser sólo eso; también en pleno marzo, con temperaturas bien frescas había sucedido. Recogía, cada vez, aquel menudo cuerpecito y, tras envolverlo en periódicos, lo enterraba en el campo cercano procurando olvidar ese extraño sinsabor. Hasta la siguiente vez. Hasta hoy.
Un golpe, fuerte y con reverberación metálica, me sacó de la pantalla del ordenador y alcancé a ver algo de cierto tamaño que caía a buena velocidad. Pensé inmediatamente en la pelota, o algún otro juguete, del niño que vive dos pisos más arriba. Mi mesa de trabajo está enfrentada a una pared de vidrio, de manera que puedo ver, de pared a pared y de suelo a techo, los preciosos atardeceres que me regala cada una de las estaciones del año y también, claro, me permite ver el patio que tanto me gusta. Me asomé para ver si era esa pelota que yo pensaba y, esta vez sí, la explicación apareció con una claridad meridiana, rápida como un relámpago. Una torcaz agonizaba en el suelo, boca arriba. Alcancé a ver cómo movía su cuello, mirando atónita la fachada del edificio, quizás intentando comprender qué había pasado, antes de morir. Bajé la escalera que lleva al piso inferior y salí al patio. Estaba ya completamente inmóvil. Me acerqué a ella y miré hacia arriba, como ella, y contemplé la razón de todo aquello. Las aves se estrellaban contra la fachada del edificio; un edificio de espejo. En él ven reflejados los cielos, las nubes, es verdaderamente hermoso el efecto...
No he podido evitar pensar en estos nuestros días y, con dolorosa claridad, veo a mis conciudadanos como a la paloma torcaz estrellada contra ese bello e ilusorio cielo reflejado, intentando comprender qué les ha pasado, cómo han llegado al suelo de forma tan abrupta, sin ser conscientes del todo de que están agonizando. Hay quienes construyen y venden paisajes, que esconden la muerte, a precio de oro. Y sonríen cínicamente insultando la poca capacidad de discernimiento que pueda quedarnos tras vivir de modo continuo en este laberinto de espejos que nos impide ver siquiera nuestra imagen real.
Estos edificios tan bellos contra los que se estrellan las aves son una suerte de metáfora de nuestra vida de progreso en esta sociedad del dinero, el verdadero dios, al que los sumos sacerdotes, los mercados, consagran su esmero y su cuidado al igual que el vampiro toma de su víctima inmovilizada solamente aquella cantidad de sangre necesaria para seguir siendo.
Reflejos de un reflejo. Pedro Mari Sánchez
Me conmovía su fragilidad, su indefensión ante lo definitorio de la vida, que es la muerte. ¿Por qué? No acertaba a comprender la razón de que aquellos pequeños pájaros aparecieran muertos precisamente en el patio de mi casa. ¿Mueren por el calor y caen a plomo?, me preguntaba. No. No podía ser sólo eso; también en pleno marzo, con temperaturas bien frescas había sucedido. Recogía, cada vez, aquel menudo cuerpecito y, tras envolverlo en periódicos, lo enterraba en el campo cercano procurando olvidar ese extraño sinsabor. Hasta la siguiente vez. Hasta hoy.
Un golpe, fuerte y con reverberación metálica, me sacó de la pantalla del ordenador y alcancé a ver algo de cierto tamaño que caía a buena velocidad. Pensé inmediatamente en la pelota, o algún otro juguete, del niño que vive dos pisos más arriba. Mi mesa de trabajo está enfrentada a una pared de vidrio, de manera que puedo ver, de pared a pared y de suelo a techo, los preciosos atardeceres que me regala cada una de las estaciones del año y también, claro, me permite ver el patio que tanto me gusta. Me asomé para ver si era esa pelota que yo pensaba y, esta vez sí, la explicación apareció con una claridad meridiana, rápida como un relámpago. Una torcaz agonizaba en el suelo, boca arriba. Alcancé a ver cómo movía su cuello, mirando atónita la fachada del edificio, quizás intentando comprender qué había pasado, antes de morir. Bajé la escalera que lleva al piso inferior y salí al patio. Estaba ya completamente inmóvil. Me acerqué a ella y miré hacia arriba, como ella, y contemplé la razón de todo aquello. Las aves se estrellaban contra la fachada del edificio; un edificio de espejo. En él ven reflejados los cielos, las nubes, es verdaderamente hermoso el efecto...
No he podido evitar pensar en estos nuestros días y, con dolorosa claridad, veo a mis conciudadanos como a la paloma torcaz estrellada contra ese bello e ilusorio cielo reflejado, intentando comprender qué les ha pasado, cómo han llegado al suelo de forma tan abrupta, sin ser conscientes del todo de que están agonizando. Hay quienes construyen y venden paisajes, que esconden la muerte, a precio de oro. Y sonríen cínicamente insultando la poca capacidad de discernimiento que pueda quedarnos tras vivir de modo continuo en este laberinto de espejos que nos impide ver siquiera nuestra imagen real.
Estos edificios tan bellos contra los que se estrellan las aves son una suerte de metáfora de nuestra vida de progreso en esta sociedad del dinero, el verdadero dios, al que los sumos sacerdotes, los mercados, consagran su esmero y su cuidado al igual que el vampiro toma de su víctima inmovilizada solamente aquella cantidad de sangre necesaria para seguir siendo.
Reflejos de un reflejo. Pedro Mari Sánchez