El seísmo provocado en el PSOE por la convocatoria de un Congreso Extraordinario y la celebración de un proceso abierto a la militancia para elegir directamente al secretario general debería dar lugar a una reflexión serena después de haber despejado una variable tan crucial en toda fase congresual: quién dirigirá al Partido en el futuro inmediato. Sobre lo que es el PSOE -en qué situación se encuentra, en qué se ha transformado- y sobre lo que quiere ser.
Los resultados europeos del 25 de mayo dibujan su peor registro en nuestra historia democrática. El PSOE se ha asomado como nunca al riesgo de su pérdida de relevancia y reconocibilidad. Deterioro progresivo de su vocación mayoritaria y, consiguientemente, tránsito psicológico hacia la perspectiva de gobiernos de coalición; a dos, tres, cuatro bandas, allá donde -por defecto- no haya una mayoría absoluta del PP que haga imposible esos pactos de los que, posteriormente, se acabará pagando en las urnas el decoloramiento del perfil propio del PSOE. Así suele ser el caso cuando se incursiona en la ruta de tensiones y desgastes propios de las coaliciones con socios crecientemente incómodos en la medida en que te imponen sus agendas, sus discursos (demasiado a menudo, nacionalistas e identitarios), sus prácticas (demasiado a menudo, clientelares o corruptas) o su interés de continuar comiendo bocados parte de nuestro propio electorado. No. Ni hemos estado ni estamos bien en los últimos años. Ni estamos leyendo bien la demanda ciudadana.
Insisto aquí, una vez más, en mi convicción de que nunca fue verdad que "llevamos tres años sin rebotar ni reconciliarnos con los millones de electores que nos han abandonado porque los ciudadanos no nos han perdonado todavía a Zapatero". Ese discurso se ha instalado con carácter somático en el seno del PSOE, y muchos socialistas han acabado por interiorizarlo y hacerlo propio. Pero, a mi juicio, es falso. Habría que preguntarse acaso si lo que los ciudadanos no nos perdonan no sería más bien el modo en que se orquestó entonces la sucesión de ZP, la tremenda derrota en las urnas de las elecciones del 20N... el modo en que se enfiló y resolvió el 38 Congreso de Sevilla... la sangría de militancia y afiliados y división del partido desde entonces, tensionado un día sí y otro también por sus faccionalismos y por la contradicción entre nuestros valores proclamados -la solidaridad y la fraternidad, en cabeza- y lo que practicamos. Entre lo que decimos ser y lo que realmente hacemos y cómo nos comportamos entre nosotros mismos y con nosotros mismos.
Durante los últimos tiempos, mucha gente ha compartido la sensación desasosegante de que la sociedad demanda ahora formas y liderazgos y el PSOE ya no produce. Adentrados ya irreversiblemente en el siglo XXI, la desconexión del instinto de autoconservación de los cuadros del partido respecto a la ciudadanía ha sido creciente, e impactantemente nítida. Un reflejo autoprotector (insisto: conservador, orientado a conservar lo que entonces aún se tenía) determinó el resultado del 38 Congreso (especialmente en la noche entre el viernes y aquél sábado). Un nuevo instinto de autoconservación induce ahora a muchos, y con mucho aparato y poder orgánico, a pensar en salvadores o mesías que obrarían por si solos el prodigio difícil de reflotar un buque en el que hay abiertas vías de agua.
Así, no funcionará: mientras en el interior de los mandos del partido-dirigentes y cuadros orgánicos- del partido cunde la presunción de que hace falta tabla rasa, la ciudadanía no discrimina arbitrariamente generaciones enteras. Sí parece demandar en cambio apertura al aire fresco y a los nuevos impulsos que se traducen en inéditas formas y hasta formatos de hacer política, más deliberativa, más participativa y más sujeta a contrastes y controles sociales difusos de lo que habíamos conocido hasta la fecha. La ciudadanía no parece exigir personalidades carismáticas, sí liderazgos abiertos, colegiados y porosos. Y sobre todo gente que sintetice cualidades que el Partido ha ignorado demasiado: la búsqueda de la excelencia y de una vida exterior (profesional, intelectual, civil) al margen del propio partido.
La gente demanda integridad y honestidad como precondiciones de la confiabilidad. Valores, sí, y coherencia entre lo que se predica y entre lo que se practica. Por descontado que sí, pero, demanda además capacitación y competencia; una preparación tal y como se le exige a cualquier trabajador o a cualquier empleado a la hora de contratarle o confiarle un puesto de responsabilidad. Y exige una solidez intelectual contrastada alguna vez: un proyecto de país, de organización territorial, un modelo de sociedad y su incardinación en la UE y en la comunidad internacional y en la globalización. Y una capacidad para explicarse y comunicar más allá de argumentarios mecánicos o eslóganes preescritos por algún spindoctor. Y la consistencia exigible a quien es capaz de dialogar, negociar y tender puentes para alcanzar acuerdos y, en su caso, compromisos, sin diluir las señas de la propia identidad ni decepcionar a quienes le hayan prestado su confianza. Y alguna solvencia linguistica: los idiomas extranjeros, por lo menos el inglés, para representarnos con autonomía y dignidad en foros internacionales y ante potenciales o actuales homólogos extranjeros... Y una vida anterior -profesional, civil, al margen de la política... a la que volver.
Todo eso se le exige a cualquier joven menor de 30 años: título universitario, formación, preparación, idiomas... Cuántas veces hemos oído en los últimos años un clamor en la calle, en las redes, en las aulas: "¿Cómo puede confiársele la dirección de todo un país a cualquiera que no haya probado nada de su competencia y probidad en la vida o se haya formado en exclusiva medrando en los intestinos del Partido, sin contrastarse nunca con la realidad exterior ni con tejido civil o social ajeno a las enrarecidas mallas o redes orgánicas del aparato orgánico?"
Sí, la ciudadanía pide ahora, como siempre, líderes capaces de proponer y de impulsar nuevos horizontes... pero muchos se preguntan, fundadamente, si el PSOE será capaz de regresar a su papel central y vertebrador de una izquierda distintiva por su capacidad transformadora. Y esta condición esencial que contradice la tentación de actitudes reactivas a la autoconservación arroja luz sobre el riesgo de reincidir en errores que ya hemos ensayado, con resultados autolesivos. Detengamos la autolisis. Honremos el legado inmenso de nuestros 135 años de historia -desde el siglo XIX hasta el siglo XXI, a todo lo largo del tremendo siglo XX español-, con la determinación de transferirlos al futuro, con nuevas generaciones venideras de progresistas españoles. Parémonos a pensar qué quiere ser el PSOE y qué es lo que quiere hacer -no sólo decir, hacer, y hacer lo mismo que dice- el PSOE del siglo XXI.