El pasado fin de semana, como tantos otros, lo pasé en el pueblo de mi mujer en la Sierra de Gredos. Alta montaña, ríos de agua limpia y refrescante, esplendidos robledales, veredas acondicionadas y bien señalizadas para el disfrute de los que no son del lugar (los aldeanos simplemente no caminan por esas rutas para turistas, y mientras tanto prefieren tomar el sol en la plaza o un chato en el bar, después de muchos años yendo de aquí para allá, pastoreando el ganado o labrando la tierra)...
A pesar de que los alrededores del pueblo de mi mujer son irresistibles, siempre busco un rato para conectarme y ver el correo, qué ha pasado en Twitter o leer las últimas noticias. Como el 3G no llega a la zona (supongo que el servicio universal obligatorio que se impone a los operadores de la red fija todavía no se ha extendido a los de la móvil), tengo que irme a las proximidades del Ayuntamiento en busca de un hilito de Wi-Fi consistorial.
Sentado en un banco bajo las estrellas, comparto el hilito de conexión con mis hijos (que se llevan el portátil para jugar en línea), con las dos familias de emigrantes peruanos traídas por la Comunidad de Castilla y León para revitalizar el pueblo, y con pandillas de adolescentes que, desacostumbrados a que su móvil sólo sirva para llamar, acuden allí, en bicis de Decathlon, para ver el WhatsApp y a dar rienda suelta al cotilleo y al sentimiento. Fauna variada en busca de conexión permanente, como no podía ser menos en los tiempos que corren.
Tengo que decir que el lugar es magnífico para tener un rato de navegación. Cerros de navas graníticas al fondo, una coqueta iglesia de piedra grisácea coronada por un nido de cigüeñas, una fuente de agua clara y fría... y la promesa en el bar de la plaza de un refrigerio y un bocado de embutido de la zona. ¿Qué más se puede pedir?
Sin embargo, mi gozo en un pozo. La conexión siempre es endemoniadamente lenta. Pienso que a esa velocidad que habilita el hotspot consistorial debían ir los paquetes de datos en los albores de Internet o muy poco después. Bajarme el periódico en formato PDF (estoy suscrito a dos y suelen pesar unos 30 MB) me lleva más de una hora. Ridículo. Lo mismo me pasa con el correo y casi con cualquier página, que allí pesa como un leño.
La estrechez del canutito del Ayuntamiento, al que denodadamente intentamos engancharnos emigrantes, turistas, niños, adolescentes y algún despistado más en el fin de semana serrano, contrasta sin embargo con la magnitud de las últimas obras que se llevaron a cabo en el pueblo de mi mujer. Cuento la historia.
Cuando la crisis se había instalado definitivamente en este país y hasta Zapatero reconocía públicamente que la cosa era seria, el avispado alcalde del pueblo, servidor infatigable de la causa socialista y prócer provincial del partido, se las ingenió para lograr una partida ministerial cuyo destino ha sido financiar una obra millonaria que ha cambiado el aspecto de sus calles y de la plaza, ahora exquisitamente adoquinadas e iluminadas por farolas de diseño. Por lo que sé, a lo único que pusieron reparos unos vecinos fascinados por las muestras de poderío de su alcalde en tiempos de escasez fue a la sustitución de los tradicionales abrevaderos para el ganado (pilones les llaman allí), construidos a base de granito de la zona, por unas fuentes de sospechosa y perfecta geometría y pulidísima piedra foránea.
Creo que lo que ha pasado en el pueblo de mi mujer, un sitio bastante suburbial en verano, pero que en invierno, cuando el frío y la nieve arrecian, no pasa de 300 vecinos, es una metáfora de lo que ha pasado en todo el país.
Los excesos de la gran obra pública promovida casi siempre por políticos con un sentido ya obsoleto del desarrollo y por un lobby de empresarios más pendientes del BOE que de su propio balance financiero (eso del capitalismo de amiguetes y el palco del Bernabéu) han tenido como triste contrapunto la racanería que han mostrado esos mismos dirigentes (y el país en general) a la hora de hacer otros despliegues: tecnológicos, sí, pero sobre todo educativos, de investigación o de fomento de la competencia empresarial.
El único canuto que se ensanchó sin límite en los años de las vacas gordas fue el de la obra pública y el inmobiliario, cuyo paradigma está hoy en esas autopistas de peaje de tres o cuatro carriles por sentido y que están en la ruina y a punto de ingresar en debe del Estado para que al final las paguemos todos. Mientras tanto, el Wi-Fi del pueblo de mi mujer sigue yendo endemoniadamente lento.
A pesar de que los alrededores del pueblo de mi mujer son irresistibles, siempre busco un rato para conectarme y ver el correo, qué ha pasado en Twitter o leer las últimas noticias. Como el 3G no llega a la zona (supongo que el servicio universal obligatorio que se impone a los operadores de la red fija todavía no se ha extendido a los de la móvil), tengo que irme a las proximidades del Ayuntamiento en busca de un hilito de Wi-Fi consistorial.
Sentado en un banco bajo las estrellas, comparto el hilito de conexión con mis hijos (que se llevan el portátil para jugar en línea), con las dos familias de emigrantes peruanos traídas por la Comunidad de Castilla y León para revitalizar el pueblo, y con pandillas de adolescentes que, desacostumbrados a que su móvil sólo sirva para llamar, acuden allí, en bicis de Decathlon, para ver el WhatsApp y a dar rienda suelta al cotilleo y al sentimiento. Fauna variada en busca de conexión permanente, como no podía ser menos en los tiempos que corren.
Tengo que decir que el lugar es magnífico para tener un rato de navegación. Cerros de navas graníticas al fondo, una coqueta iglesia de piedra grisácea coronada por un nido de cigüeñas, una fuente de agua clara y fría... y la promesa en el bar de la plaza de un refrigerio y un bocado de embutido de la zona. ¿Qué más se puede pedir?
Sin embargo, mi gozo en un pozo. La conexión siempre es endemoniadamente lenta. Pienso que a esa velocidad que habilita el hotspot consistorial debían ir los paquetes de datos en los albores de Internet o muy poco después. Bajarme el periódico en formato PDF (estoy suscrito a dos y suelen pesar unos 30 MB) me lleva más de una hora. Ridículo. Lo mismo me pasa con el correo y casi con cualquier página, que allí pesa como un leño.
La estrechez del canutito del Ayuntamiento, al que denodadamente intentamos engancharnos emigrantes, turistas, niños, adolescentes y algún despistado más en el fin de semana serrano, contrasta sin embargo con la magnitud de las últimas obras que se llevaron a cabo en el pueblo de mi mujer. Cuento la historia.
Cuando la crisis se había instalado definitivamente en este país y hasta Zapatero reconocía públicamente que la cosa era seria, el avispado alcalde del pueblo, servidor infatigable de la causa socialista y prócer provincial del partido, se las ingenió para lograr una partida ministerial cuyo destino ha sido financiar una obra millonaria que ha cambiado el aspecto de sus calles y de la plaza, ahora exquisitamente adoquinadas e iluminadas por farolas de diseño. Por lo que sé, a lo único que pusieron reparos unos vecinos fascinados por las muestras de poderío de su alcalde en tiempos de escasez fue a la sustitución de los tradicionales abrevaderos para el ganado (pilones les llaman allí), construidos a base de granito de la zona, por unas fuentes de sospechosa y perfecta geometría y pulidísima piedra foránea.
Creo que lo que ha pasado en el pueblo de mi mujer, un sitio bastante suburbial en verano, pero que en invierno, cuando el frío y la nieve arrecian, no pasa de 300 vecinos, es una metáfora de lo que ha pasado en todo el país.
Los excesos de la gran obra pública promovida casi siempre por políticos con un sentido ya obsoleto del desarrollo y por un lobby de empresarios más pendientes del BOE que de su propio balance financiero (eso del capitalismo de amiguetes y el palco del Bernabéu) han tenido como triste contrapunto la racanería que han mostrado esos mismos dirigentes (y el país en general) a la hora de hacer otros despliegues: tecnológicos, sí, pero sobre todo educativos, de investigación o de fomento de la competencia empresarial.
El único canuto que se ensanchó sin límite en los años de las vacas gordas fue el de la obra pública y el inmobiliario, cuyo paradigma está hoy en esas autopistas de peaje de tres o cuatro carriles por sentido y que están en la ruina y a punto de ingresar en debe del Estado para que al final las paguemos todos. Mientras tanto, el Wi-Fi del pueblo de mi mujer sigue yendo endemoniadamente lento.