El día iba regular hasta que terminó la jornada de trabajo. Eran las nueve y solo quedaba mi coche en el aparcamiento al aire libre de la facultad. Cuando me disponía a meterme en él, un señor me llamó la atención mientras se acercaba. Desorientado, el hombre me preguntó dónde podía haber una parada de autobús para salir del campus universitario. Al percibir que este no prestaba apenas atención a mis indicaciones, supuse que lo que quería era sugerirme la posibilidad de que hiciéramos juntos el camino de vuelta, en el hipotético caso de que fuéramos aproximadamente hacia el mismo sitio.
Como puede esperarse, el trayecto de vuelta de los dos era similar.
En un primer momento, vacilé: ¿quién es este señor? ¿Y si, a mitad de camino, se saca una pipa y me quita el coche? Las dudas se me disiparon al prever que un señor tan bajito, con unos bigotes tan largos y frondosos y una voz tan entrañable no podría traerme ningún disgusto, salvo que decidiera reconvertirse en dibujo animado.
El hombre (que llevaba colgada una tarjeta identificativa con su nombre y apellidos) salía de un congreso universitario de "emblemática", una combinación de disciplinas como la Historia del Arte y la Musicología; en esta última, mi acompañante afirmaba ser un especialista.
Como no sabía qué decir de todo aquello y mis estudios de Sociología no le interesaban en absoluto, traté de acercarme de alguna manera a su tema de trabajo: por ello, osé recordarle que el movimiento expresionista de los años veinte tenía una rama musical, otra pictórica y, finalmente, otra cinematográfica que, además, combinaba todas estas manifestaciones artísticas. Acto seguido, el tipo comenzó a recordar y se puso a tararear, entusiasmado, una sinfonía clásica utilizada en una de las películas alemanas de aquel período. El hecho de ver a un señor así haciendo aquello no tenía precio: sin tener ninguna confianza con su interlocutor, el musicólogo manifestaba su vocación sin asomo de vergüenza.
Después hablamos de las luces y las sombras en el cine alemán de entreguerras, de Georg W. Pabst, de Fritz Lang, de Murnau... hasta de la clásica 'El Gabinete del Doctor Caligari'. En Alemania, estos autores trabajaron durante la república que precedió el ascenso de los nazis; aquel experimento democrático fue, en algunos aspectos, me atreví a decir, parecido al español. A esta analogía, mi bigotudo copiloto respondió, enardecido, con un alegato contra el Partido Comunista Español: los comunistas españoles habrían sido los culpables del fracaso republicano al masacrar a las organizaciones libertarias durante la Guerra Civil. Acto seguido, le dejé en tierra. El motivo no fue ideológico, sino logístico, porque se encontraba ya enfrente de su hotel. Todavía, a gritos (yo mantenía la ventana bajada), insistía en lo de los comunistas, al tiempo que me aconsejaba que viera otras películas del período sobre el que habíamos conversado. Era todo un personaje. Y yo, un afortunado durante un rato.
Esta estupenda experiencia sucedió en poco menos de quince minutos, y no habría podido tener lugar si alguno de los dos protagonistas hubiese tenido otro tipo de actitud hacia los extraños. En este punto, recuerdo una reflexión que alguien me hizo hace un tiempo: en España tendemos a la desconfianza, al hallazgo de intereses finalistas entre quienes se nos acercan sin conocernos. Los saludos entre personas que no se han presentado son poco frecuentes y pueden poner al otro a la defensiva. No debe de ser bueno el ambiente en el que uno, a veces, puede llegar a temer pasarse de simpático.
Además, las distintas crisis y las cortinas de humo que estas suelen generar agravan el panorama: como en las películas de los años veinte en Alemania, asistimos a una procesión de tiranos, de monstruos y de terribles fieras que desfilan, sedientos de sangre, en los telediarios. Pederastas, violadores, terroristas, antisistemas, fascistas con el brazo levantado, sindicalistas de UGT, funcionarios de Hacienda, etc., esperan, agazapados, su oportunidad para destrozar nuestras vidas. La confianza en quienes podrían tener muchas cosas en común con nosotros desaparece en un horizonte nublado por Walkind deads y vivos muy vivos con intenciones malsanas en una sociedad que solo parece depararnos malas noticias.
Deberíamos andar con extraños, como cambio de actitud. Y llenar las calles y los lugares públicos de este nuevo espíritu. No modificaremos las condiciones estructurales del capitalismo financiero, ni evitaremos las deslocalizaciones empresariales, ni siquiera modificaremos la composición de los consejos de las grandes empresas del Ibex. Pero nos lo pasaremos mejor y tendremos más oportunidades. De lo que sea. Felices fiestas. A los extraños, sobre todo.
Como puede esperarse, el trayecto de vuelta de los dos era similar.
En un primer momento, vacilé: ¿quién es este señor? ¿Y si, a mitad de camino, se saca una pipa y me quita el coche? Las dudas se me disiparon al prever que un señor tan bajito, con unos bigotes tan largos y frondosos y una voz tan entrañable no podría traerme ningún disgusto, salvo que decidiera reconvertirse en dibujo animado.
El hombre (que llevaba colgada una tarjeta identificativa con su nombre y apellidos) salía de un congreso universitario de "emblemática", una combinación de disciplinas como la Historia del Arte y la Musicología; en esta última, mi acompañante afirmaba ser un especialista.
Como no sabía qué decir de todo aquello y mis estudios de Sociología no le interesaban en absoluto, traté de acercarme de alguna manera a su tema de trabajo: por ello, osé recordarle que el movimiento expresionista de los años veinte tenía una rama musical, otra pictórica y, finalmente, otra cinematográfica que, además, combinaba todas estas manifestaciones artísticas. Acto seguido, el tipo comenzó a recordar y se puso a tararear, entusiasmado, una sinfonía clásica utilizada en una de las películas alemanas de aquel período. El hecho de ver a un señor así haciendo aquello no tenía precio: sin tener ninguna confianza con su interlocutor, el musicólogo manifestaba su vocación sin asomo de vergüenza.
Después hablamos de las luces y las sombras en el cine alemán de entreguerras, de Georg W. Pabst, de Fritz Lang, de Murnau... hasta de la clásica 'El Gabinete del Doctor Caligari'. En Alemania, estos autores trabajaron durante la república que precedió el ascenso de los nazis; aquel experimento democrático fue, en algunos aspectos, me atreví a decir, parecido al español. A esta analogía, mi bigotudo copiloto respondió, enardecido, con un alegato contra el Partido Comunista Español: los comunistas españoles habrían sido los culpables del fracaso republicano al masacrar a las organizaciones libertarias durante la Guerra Civil. Acto seguido, le dejé en tierra. El motivo no fue ideológico, sino logístico, porque se encontraba ya enfrente de su hotel. Todavía, a gritos (yo mantenía la ventana bajada), insistía en lo de los comunistas, al tiempo que me aconsejaba que viera otras películas del período sobre el que habíamos conversado. Era todo un personaje. Y yo, un afortunado durante un rato.
Esta estupenda experiencia sucedió en poco menos de quince minutos, y no habría podido tener lugar si alguno de los dos protagonistas hubiese tenido otro tipo de actitud hacia los extraños. En este punto, recuerdo una reflexión que alguien me hizo hace un tiempo: en España tendemos a la desconfianza, al hallazgo de intereses finalistas entre quienes se nos acercan sin conocernos. Los saludos entre personas que no se han presentado son poco frecuentes y pueden poner al otro a la defensiva. No debe de ser bueno el ambiente en el que uno, a veces, puede llegar a temer pasarse de simpático.
Además, las distintas crisis y las cortinas de humo que estas suelen generar agravan el panorama: como en las películas de los años veinte en Alemania, asistimos a una procesión de tiranos, de monstruos y de terribles fieras que desfilan, sedientos de sangre, en los telediarios. Pederastas, violadores, terroristas, antisistemas, fascistas con el brazo levantado, sindicalistas de UGT, funcionarios de Hacienda, etc., esperan, agazapados, su oportunidad para destrozar nuestras vidas. La confianza en quienes podrían tener muchas cosas en común con nosotros desaparece en un horizonte nublado por Walkind deads y vivos muy vivos con intenciones malsanas en una sociedad que solo parece depararnos malas noticias.
Deberíamos andar con extraños, como cambio de actitud. Y llenar las calles y los lugares públicos de este nuevo espíritu. No modificaremos las condiciones estructurales del capitalismo financiero, ni evitaremos las deslocalizaciones empresariales, ni siquiera modificaremos la composición de los consejos de las grandes empresas del Ibex. Pero nos lo pasaremos mejor y tendremos más oportunidades. De lo que sea. Felices fiestas. A los extraños, sobre todo.