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Prefiero morir con dignidad que vivir en una cárcel a cielo abierto

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Gaza es un lugar duro; es diminuto, está superpoblado y asediado. Pero la gente es amable. La comida está deliciosa y las playas, aunque estén sucias, nos permiten creer que somos libres. La puesta de sol en el mar es una escena espectacular, a pesar de que los barcos de guerra israelíes manchen el paisaje. Si te das un paseo por las calles, verás a los vendedores, la mayoría muchachos jóvenes, ofrecer sus mercancías. Podrás coger un taxi, y para cuando te bajes, ya estarás intercambiando números de teléfono con tu nuevo amigo, el taxista.

Nuestros mercados son un caos absoluto, una experiencia para los cinco sentidos. La hora punta se produce cuando los niños de la escuela, vestidos con uniformes de la UNRWA (agencia de la ONU para los refugiados de Palestina) o con camisetas del Barcelona o del Real Madrid, acaban las clases e invaden las calles de camino a casa. Ahí es cuando me doy cuenta de lo joven que es la población de Gaza. La noche es tan animada como el día. La gente fuma shisha en la playa, o en una cafetería del centro, o se reúne con la familia. La gente de Gaza, también, es humana.

Pero estas escenas ya no se producen en Gaza. Las calles están desiertas, al igual que la playa. Las escuelas se han convertido en refugios improvisados repletos de personas desplazadas que huyen de la muerte en un lugar supuestamente más seguro. El bonito ruido de la vida ha sido reemplazado por el horrible sonido de la muerte. Los cazas rugen y, desde lo alto, zumban los drones.

Siempre se escuchan bombardeos en la distancia. La distancia, sin embargo, es relativa. Puede ocurrir tan cerca que las ventanas de tu casa estallen mientras tú no puedes parar de gritar. Sólo entonces te das cuenta de que acabas de escapar de una muerte segura. Pero alguien ha muerto, inevitablemente. Esto puede suceder varias veces al día antes de que te obligues a dormir a oscuras en una esquina segura de tu casa entre el sonido de las bombas y los misiles, con la esperanza de que ninguno llegue hasta ti.

La gente de Gaza está viviendo otro ataque israelí, el tercero en seis años, sin tener escapatoria. Como los misiles caen en casas de civiles, hay familias enteras aniquiladas. ¿Cómo puede si no describirse el asesinato de 25 miembros de una misma familia en un asalto, o la matanza de 18 miembros de otra familia en otro ataque? ¿Cómo se puede describir el bombardeo arbitrario e indiscriminado de una de las zonas de la ciudad de Gaza más pobladas y empobrecidas con una continua lluvia de misiles y de proyectiles durante toda la noche, al tiempo que se impide la entrada a las ambulancias y a las fuerzas civiles de defensa que tratan de rescatar y evacuar a las víctimas?

"No apuntamos a civiles", nos dice Israel. "Estáis mintiendo", respondería una persona cuerda ante esta afirmación, como poco, infundada. Israel sí apunta a civiles con sus sofisticadas armas de alta precisión, de ahí las más de 1.000 muertes en Gaza hasta ahora, 80% de las cuales han sido de civiles, según las organizaciones de derechos humanos. Más de 200 niños han sido asesinados, algunos quemados, otros decapitados y otros muchos desmembrados. Los bombardeos israelíes han matado a cuatro niños de la familia Bakr que jugaban en la playa a plena luz del día, en un incidente captado por la cámara de Ayman Mohyedin, reportero de la NBC en Gaza. Un francotirador mató a un joven desesperado que buscaba a su primo entre los escombros de la atroz masacre de Al Shujayeh.

Sus aviones no tripulados mataron con un misil a dos hermanos jóvenes de la familia Areef cuando se dirigían a comprar yogur para el desayuno. En otro incidente, dispararon misiles y mataron a tres niños que daban de comer a sus palomas y gallinas en el tejado de su edificio. Israel ha lanzado miles de toneladas de explosivos en una de las áreas con más densidad de población del mundo, matando a 26 miembros de la familia Abu Jame en un ataque aéreo, a 20 miembros de la familia Al Najjar, a 18 de la familia Al Batsh, a nueve de la familia Al Qassas, a siete de la familia Keilani, a ocho de la familia Kaware, a cinco de la familia Hamad, y la cuenta sigue. Estas son las historias que oímos mientras esperamos a la muerte en la comodidad del hogar.

Se podría negociar y acordar un alto al fuego. Hamás podría dejar de lanzar cohetes, pero, ¿dejaría Israel de ejercer violencia contra los palestinos en Gaza y Cisjordania como hace a diario? La realidad es que si los palestinos dejan de resistir, Israel no detendrá su ocupación, como sus líderes afirman reiteradamente. Los judíos sitiados en el gueto de Varsovia tenían un lema: "Vivir y morir con dignidad". Ahora que me encuentro en mi propio gueto, pienso en cómo los palestinos han honrado este valor universal. Vivimos con dignidad y morimos con dignidad, negándonos a aceptar la subyugación.

Estamos cansados de la guerra. Por mi parte, ya he tenido suficiente sangre, muerte y destrucción. Pero ya no puedo tolerar la vuelta a un status quo profundamente injusto. Ya no puedo aceptar seguir viviendo en esta cárcel a cielo abierto. Ya no podemos tolerar que nos sigan tratando como a seres humanos de segunda, privados de nuestros derechos humanos. Estamos atrapados aquí, entre dos muertes: la muerte por las bombas y los misiles israelíes, y la muerte por el bloqueo de Gaza por parte de Israel.

Queremos poder entrar y salir de Gaza con libertad, cuando elijamos. ¿Por qué nuestros estudiantes no pueden tener derecho a estudiar en las universidades que deseen? ¿Por qué nuestros pacientes son abandonados hasta la muerte debido a que Israel les impide recibir tratamiento médico fuera de Gaza? Nuestros pescadores quieren pescar en nuestras aguas sin la perspectiva de ser asesinados. Merecemos el derecho a poder acceder a un agua limpia, a la electricidad y a las necesidades básicas. Pero no podemos por la ocupación de Israel, que no sólo ocupa nuestra tierra, sino nuestro cuerpo y nuestro destino. Ningún pueblo puede tolerar esta injusticia. Nosotros, también, somos humanos.

Traducción de Marina Velasco Serrano




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